Orfandad y gloria
Fuente: Horacio González | La Tecl@ Eñe Fecha: 26 de noviembre de 2020 Quizás el hombre sea una pasión inútil, como dijo un filósofo. Cuando ese filósofo murió, una conmoción recorrió los ambientes culturales de Europa y América Latina. Murió Maradona y la conmoción fue mayor, distinta y absorta. No la podemos medir. No podía ser una pasión inútil. Pero no era posible identificar claramente porqué. Era una figura esencial que no podía representarnos a todos, en razón de que el todo siempre está limitado por nuestra inacabada imaginación. Pero lo más cercano a esa representación incompleta pero que ahora nos hiere de una manera inconcebible, no cabe duda de que lleva el nombre de Maradona. Nombre deshecho que se hacía pleno en un vacío trascendental, y que resurgía como una aureola extraña que siempre caía, y en su caída contenía un nuevo resurgimiento. El héroe que alguna fue preso ante la voracidad de los fotógrafos, que vivió internaciones y curaciones extremas, que fue protagonista de excesos que nadie se sentía en condiciones de cuestionar, actuaba bajo un trasfondo glorioso, apolíneo cuando era dionisíaco, y misterioso cuando se despedía una y otra vez del fútbol despertando un oleaje de amor tatuado en el lamento popular, ese maradoooo, maradoooo, que al estirar la vocal más astuta, que se cierra sobre sí misma sin agregados, garantizaba la combinación exacta de aire, asfixia y viento. Cuando se grita Maradona suspendido en la o, ésta se va alargando y trasmutando en una u. Travesura de las vocales en las tribunas donde cuando se quiere, hay versificación y cuando no un lánguido lamentó. Maraduuuu… la plegaria gloriosa y huérfana. Maraduuuu. Como Gardel fue el canto, Maradona fue el fútbol. Pero ambos fueron ídolos de masas, por lo tanto, el cine en uno, la televisión en otro, fueron fundamentales. El origen oscuro, la familia sin linaje, la pobreza grisácea, la calle de tierra, y la luminosidad que se extendió a la mitología del gran espectáculo donde cada uno se movió cargando aquello de lo que no eran conscientes. Ahora parece que los acercan, como extrañas piras encendidas, tiempos y estilos diferentes. Hay un modo en que se había alojado cada uno en una concavidad secreta y multitudinaria, aparentemente callada, pero compuesta de un amor latente que sin darnos cuenta estaba esperando ser el lecho de muerte. De ese momento solitario y de abandono, surgiría el santuario que en las canchas de todo el mundo ya se estaba preparando. Gardel cantó el tango canción del golpe del 30. No importaba. Maradona se tatuó al Che en su brazo y el gol contra los ingleses -los dos, cada uno a su forma- son goles guerrilleros. Pero los compromisos políticos parecen laterales, sin ser guerrilleros. Importan más en Maradona, que fue politizando su cuerpo tatuado, o que hizo de la política un tatuaje. ¿Tatuaje de qué? De cierta rebeldía de un barro primordial que enviaba hacia lo alto, sean Fidel, Chávez o Kirchner, con una fidelidad que se mantuvo más que la de muchos políticos. También se mostraba con diversas autoridades mundiales como un tótem inefable, cuya garantía eran un par de gambetas que fueron interpretadas como las necesarias fintas de la patria irredenta, y que lanzaba sus frases con arrebatos de pureza que resultaban tan formidables como salidos de una religiosidad abrupta. “La pelota no se mancha”, y ahí parecía un monje besando su ostia, con el estadio ululando esa “oooo…” que se hundía como una letra lánguida y premonitoria en las tribunas hirvientes. Su leyenda él mismo la sabía. Dijo por televisión de Macri, que dice fango para no decir barro. La idea persistente era la de ir del barro al palacio y del palacio al derrumbe médico, y de ahí a preguntarle a Fidel Castro cómo sería posible unir a América Latina. Se movía ente construcciones metafóricas que su sensibilidad había registrado, quizás escuchando a las tantas voces periodísticas que lo seguían como un enjambre y esas palabras él las reutilizaba. Cumplía con papeles que le habían asignado y también sabía burlar sus mismas actuaciones. Al percibir que ya estaban grabados en el museo de la televisión esos goles mágicos, la prestidigitación del esquive, la frenada en seco sin perder el control de la pelota, intuía que esos frescos de Massacio o Tintoretto que pintaba en la cancha, eran parte de un relato que no poseía ningún relator deportivo -de los tantos que lo acompañaron rebautizándolo de mil maneras-, sino que los iba a tratar él mismo. Y se lanzó a investigar el mundo, como si fuera un arqueólogo o un politólogo dislocado, y así conoció y repudió poderes, apoyó a las izquierdas con una conciencia política que enternecía por su candor y obligaba a criticar al fútbol en su conjunto como un formidable negocio, un negocio de grandes corporaciones, que antevió con lucidez, mucho más que cualquier otro jugador de su renombre. En ese sentido fue la contracara de Pelé y de tantos otros. Sus numerosas frases salían de un diccionario donde convivían la admonición moral contra el fútbol de la corporaciones -la pelota no se mancha-, hasta la mordacidad genuina y risueña de un “Grondona es tan rápido que le pone un supositorio a una liebre”, que seguramente es de su factura. Siendo así, sus ingenios verbales, que tenían notorias impertinencias, seguían sus maniobras geniales en la gramilla con aquel objeto que no se mancha, y sufrían también las mismas recaídas que su cuerpo. Ese cuerpo que pasaba de obeso a reincidente, de reincidente a recobrado, y de recobrado a obeso. Sus transfiguraciones fueron circulares e infinitas. Su manejo de los símbolos era equivalente al de la pelota. Con eso lanzó frases con denuestos contra los poderosos con los que trataba. La efectividad de esa actitud no había que buscarla en las razones de la política sino en la expresión de las pasiones de quien sabía que era tolerado por quienes denostaba -que lo veían ya perdido- y agasajado por los líderes políticos a los que