Por Fabiana Martínez 1 La pregunta acerca del origen, la naturaleza y el sentido del mal es, sino la pregunta más antigua de la humanidad, una de las primeras. Antigua como los intentos de reflexión sobre la injusticia, el dolor y el sufrimiento humanos. Antes que nada valga una aclaración necesaria entre tantos males: la pregunta acerca del mal así como una tentativa de respuesta no es materia exclusiva ni de un sector religioso ni de una época determinada; por supuesto, menos restringible lo es al lapsus de los últimos 2000 años. Sólo tener en cuenta que las huellas más antiguas encontradas del Homo Sapiens van, según el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin (1953-), de los 200.000 a los 300.000 años y que los rastros más antiguos de arte datan de 75.000 años. Siendo la cuestión del mal una pregunta intrínseca al ser humano, tan vigente para muchos como sorda para otros a pesar del repiquetear de los primeros, vale exponerla sobre el tapete o, si se prefiere, sobre la superficie del consciente; si colectivo, mejor. Aun la variedad de teoréticas respuestas propuestas o impuestas por diversas facciones legalistas a lo largo de la traza temporal, el asunto acerca del origen, la naturaleza y el sentido del mal, continúa irresuelto. ¿Cómo cabría entonces imponer una visión particular al conjunto social cercenando el derecho al derecho sin ejercer con ello la negación de su propia afirmación? Por otra parte y adentrándonos de lleno a nuestro tema, la ciencia biológica afirma en la voz clara del Dr. Alberto Kornblihtt que “el feto no es un ser humano”, que “vida” no es igual a “vida humana”, y, continúa aclarando, que aunque la biología define “vida” como “referida sólo a las células (…)” no define “vida humana” in stricto sensu 2 3. Por ende, en el original mundo universalizado en que nos toca tratar de vivir y convivir, no existe respuesta taxativa al problema del mal como no la hay a la definición de “vida humana”. En sentido opuesto, sí se logró alumbrar la causa de la gestación intrauterina. Ni demonios ni espíritus, sí posesiones. Es que factores sexo-carnales en determinadas condiciones dan gesta a la fecundación de un óvulo alcanzado por un espermatozoide. Gesta embarazosa si las hay puesto que desde el inicio de los tiempos, entonces sea por milagro o por castigo divino, para llegar a buen término, es decir, para llegar a expulsarse del útero un cuerpo con vida independiente del primero que lo contenía, debió primero el primero, lograr sortear males menores y males mayores. Cientos de males durante cientos de miles de años lograron paliarse bien avanzada la Ciencia, la Tecnología y la Justicia Social del SXIX; Justicia Social que, no es moral pasar por alto, deja mucho que desear del ya mayorcito siglo XXI. Si, en principio, por carencia de Justicia Social la verdadera “pesada herencia” – epistemológica, científica y tecnológica- resulta insuficiente para evitar los males mayores de un embarazo no deseado ¿con qué argumento coherente el Derecho podría pretender penar a alguien que, nadando entre males, decide el mal menor para sí? En cuanto religioso, en tanto se presenta como argumento en el debate cívico que nos ocupa, condenar en nombre de Dios a quienes quieran optar por la interrupción voluntaria del embarazo porque consideran que la vida celular no está por encima de la evidente “vida humana” -evidente por sí en cuanto está exigiendo ejercer su libertad y sin por ello imponer a otros el hacer uso del obligado derecho al aborto- pone de manifiesto una gran contradicción a la vez que denuncia la falacia de su propio argumento. Porque, para decirlo sintética y un tanto teológicamente, si lleva el signo de la imposición y la violencia, entonces, no viene de Dios. Igualmente, si tan breve pero contundente sentencia teológica no fuera suficiente, permítaseme invitar a contemplar para su bien a los ciudadanos cristianos, supuesta mayoría religiosa en nuestro país, las verdades teológicas en sus propias fuentes por intermedio de la exposición de la Magistra en Sagradas Escrituras, María de los Ángeles Roberto4. Frente a la Cámara de Diputados ella expresa que: “(…) en ninguna página de la Biblia hay condena para el aborto porque el aborto no era considerado ni pecado ni crimen dentro de la ley mosaica ni en el período neotestamentario. Tampoco hay un momento determinado para indicar el comienzo de la vida humana en la Biblia”. Es decir, pueden existir opiniones, interpretaciones, por supuesto; pero sin fundamento real en la Revelación, no existe tampoco fundamento real para un dogma, en este caso, antiabortista. La única salida saludable y coherente para quien pregona a creyentes y no creyentes la imposición de la no opción -entre males-, es la de trabajar por conquistar una genuina Justicia social, hasta que nadie, ni une sole, creyente o no, quedara excluido del gozar de ella. Mientras tanto es sumar injusticia pretender imponer que la prójima -sin embargo, siempre desconocida- no reciba un tratamiento justo en una situación ya de por sí injusta; es decir, que no reciba con beneplácito, amplia y satisfactoriamente las bondades de las artes, ciencias y oficios que el estadío actual del desarrollo humano ha alcanzado más que no ha cumplido en hacer llegar a todes sus herederes aun, incluso, cuando haya llegado a la prójima en cuestión más no siquiera a une sole a su alrededor. Porque como ser histórico y social el ser humano. construye y aporta activamente al entramado social del que también se beneficia para su propia construcción5. Por otra parte, si el aborto es provocado “naturalmente”, es decir, no inducido por intencionalidad de la poseedora del cuerpo gestante6, ¿quién sería responsable?, ¿la naturaleza?, ¿Dios? En estos casos no solo no hay condena material, tampoco la hay moral o psicológica o, por qué no, espiritual, puesto que nadie exige a nadie, ni a sí mismo, el hacerse responsable buenamente de las consecuencias que se echan a rodar de todas maneras. Una comprensión profunda sobre la trascendencia de los actos