«¿Qué capacidad de consentir tenías?»
Fuente: Mariana Carbajal | Revista Anfibia Fecha: 16 de MAR 2019 “Me llevó 30 años reconocer las situaciones a las que nos sometían en los centros clandestinos de detención por ser mujeres”, dice Miriam Lewin en Yo te creo, hermana, el nuevo libro de Mariana Carbajal. Lewin reacciona contra la naturalización de los abusos sexuales, la violencia estética y la zona gris del consentimiento en cautiverio. Y reflexiona sobre las viejas formas de la militancia: la sumisión, el machismo, el tabú lésbico y el estigma de ser “una puta”. El siguiente testimonio de Miriam Lewin es una de las voces de Yo te creo hermana, el nuevo libro de Mariana Carbajal (Ed.Aguilar). Me tiraron sobre una mesa de madera. Una bombita de luz amarillenta colgaba sobre mi cabeza. Ahí fue donde me torturaron. Yo percibía que era un salón grande, con muchos participantes en esa especie de misa negra, de ceremonia diabólica, en la que algunos me gritaban con cuántos tipos me había acostado, en cuántas orgías había estado, cuántos abortos me había hecho. Y otro me acariciaba la cabeza y la mano y me decía si colaborás no te va a pasar nada. Y otro me mostraba su pene, y me decía, te vamos a pasar uno por uno por hija de puta, y hacía observaciones sobre mi cuerpo, que parecía que tenía mejores tetas o culo que las fotos, y que estaban desilusionados. Gritaban, me insultaban, me golpeaban. Después empezó la picana, picana en la vagina, en los pechos, el submarino seco y la ruleta rusa, simulaban que me disparaban, me decían que me iban a volar la cabeza, que me iban a matar, y uno me descubrió los ojos y me dijo: mírame bien, yo soy el dueño de tu vida y de tu muerte. Yo decido si te morís o no. Tenía 19 años y militaba en Montoneros. Eran las cinco de las tarde. Mucha gente estaba saliendo de su trabajo. Era zona industrial. El colectivo estaba prácticamente lleno, pero me pude acomodar en el último asiento. Iba vestida con una campera que me había regalado mi amiga Patricia, era una campera de ella, de nylon acolchada, tenía cuellito redondo, me acuerdo. En uno de los bolsillos yo guardaba la pastilla de cianuro. Llevaba pantalones Lee, con botamanga tipo Oxford pero no muy ancha y una camisa de algodón, escocesa, a cuadritos, beige, blanca, celeste y negra. Y botitas de gamuza, creo. No me maquillaba, a lo sumo un poco de rimmel para realzar las pestañas. Era un día soleado de mayo. No hacía demasiado frío. Me tiran al piso del asiento trasero del auto y alguien me pone el pie sobre la espalda. Me encapuchan. Hablaban por radio. Y estaban muy excitados. Muy alegres. “Vamos a alfa con la coneja, vamos a alfa con la coneja”, repetían. Y me empezaron a llamar por mi nombre, Miriam. Yo estaba resignada a que me iban a torturar desnuda y también a que me iban a violar. Para mí era natural. Pero tenía más naturalizada la violación que la tortura. La entendía como una pulsión más humana. Me taparon los ojos con un pedazo de neumático. El olor era acre. Desnuda tenía un poco de frío. Cuando me encerraron en la celda, después de la tortura, al principio estaba tapada con una frazada, había una persona en el lugar porque tenían miedo de que me matara. No vi la celda hasta el día siguiente. Las paredes eran de color marrón. Un sobreviviente de ahí me dijo hace poco que había averiguado y que antes había sido una sala de torturas transformada en celda. El lugar era oscuro, húmedo, una casa antigua bastante deteriorada. Lo peor de toda esa época fue el aislamiento. Diez meses absolutamente sola, únicamente me venían a traer la comida. Al principio, también a interrogarme, después de un tiempo ya no más. Llamarme “puta” era una constante. Sufrí, como otras mujeres, la humillación de tener que ir al baño con la puerta abierta y bañarme delante de los secuestradores. Los que ellos querían era que nosotras no nos rebeláramos contra ese rol tradicional de la mujer. Ellos veían que las mujeres en las organizaciones armadas no tenían ningún apego por la familia. Por eso a mí me decían que tenía buena madera, porque al intervenir los teléfonos de mi casa materna, habían escuchado, por los diálogos que mantenía con mi mamá, que yo quería a mi familia. Para ellos, entonces, no era una salvaje guerrillera que no tenía sentimientos. En la Escuela de Mecánica de la Armada era distinto. Había más luz. Teníamos acceso a mirar hacia afuera porque había algunas ventanas que daban al fondo de la ESMA. Entonces, los que circulábamos, los que estábamos en esa suerte de mano de obra esclava, podíamos vestirnos y comer más normalmente, interactuar entre nosotros. Incluso podíamos cantar. Salvo “capucha”, donde estaban los compañeros que iban a matar, que estaba en penumbra, y ellos tirados en el piso encapuchados, y algunos engrilletados, y había ratas. Era muy distinto de los espacios en los que trabajábamos que se parecían más a una oficina “normal”. Lo primero que me dijeron las compañeras que estaban en la ESMA fue que a ellos les gustaba que nos pusiéramos aritos, rimmel, lápiz labial. Así como cuando iban a las visitas familiares, traíamos vainillas o alguna torta que mejoraba la dieta desastrosa que teníamos, una de las primeras cosas que pedían algunas compañeras era tintura para el pelo. Las compañeras me enseñaron que tenía que preocuparme por estar bien arreglada. Nuestra estética adolescente y guerrilleril era muy masculina: usábamos pantalones vaqueros y camisas a cuadros, no muy distinto de lo que usaban nuestros compañeros. Ellos querían que abandonáramos esa vestimenta. Me acuerdo que me había puesto una blusita turquesa, naranja, verde, también cuadrillé, como de bambula arrugadita, muy bonita. Después cuando me dejaron ir a mi casa ya traje mi propia ropa. Estaban convencidos de que nos habíamos enamorado de la persona equivocada,