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Portugal, objetivo estratégico de la extrema derecha

Fuente: Boaventura de Sousa Santos* | Público Fecha: 20 de agosto de 2019 Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez Varios acontecimientos recientes han revelado señales cada vez más inquietantes de que el internacionalismo de extrema derecha está transformando Portugal en un objetivo estratégico. Entre ellos, cabe destacar el reciente intento de algunos intelectuales de jugar la carta del odio racial para poner a prueba las divisiones de la derecha y la izquierda e influir así en la agenda política, el encuentro internacional de partidos de extrema derecha celebrado en Lisboa el 10 de agosto y la huelga simultánea del recién creado Sindicato Nacional de Conductores de Materiales Peligrosos. Hay varias razones que apuntan en este sentido. Portugal es el único país de Europa con un gobierno de izquierda a lo largo de una legislatura completa y en el que se acerca un proceso electoral, y es también el único país en el que ningún partido de extrema derecha tiene presencia parlamentaria. El primer ministro de Portugal, Antonio Costa, tras una comparencia en el Palacio de Sao Bento, en Lisboa. REUTERS/Pedro Nunes ¿Realmente Portugal es tan importante para merecer esta atención estratégica? Por supuesto que sí. Es importante porque desde la perspectiva de la extrema derecha internacional, Portugal representa el eslabón débil a través del cual puede atacar a la Unión Europea (UE). El objetivo central es destruir la UE y hacer que Europa vuelva a ser un continente de Estados rivales donde los nacionalismos puedan florecer y las exclusiones sociorraciales manipularse políticamente con más facilidad. Para la extrema derecha internacional, la derecha tradicional desempeña un papel muy limitado en este objetivo porque durante mucho tiempo ha sido la fuerza impulsora de la Unión Europea. De ahí que se la trate con relativo desprecio, al menos hasta que se acerque, por su propio vaciamiento ideológico, a la extrema derecha, como está sucediendo en España. Por el contrario, las fuerzas de la izquierda son fuerzas a las que hay que neutralizar. Para la extrema derecha, la izquierda se ha percatado que la UE, con todas sus limitaciones, que durante mucho tiempo fueron razón suficiente para que algunas de esas izquierdas fueran antieuropeístas, es hoy una fuerza de resistencia contra la ola reaccionaria que avasalla el mundo. De la Unión Europea no se puede esperar mucho más que la defensa de la democracia liberal, pero es más probable que esta muera democráticamente sin la UE que con la UE. Y las izquierdas saben por experiencia que serán las primeras víctimas de cualquier régimen autoritario. Tal vez recuerden que las diferencias entre ellas siempre parecieron más importantes desde el interior de las propias fuerzas de izquierdas que desde la perspectiva de sus adversarios. Por mucho que socialistas y comunistas se enfrentasen en el periodo posterior a la I Guerra Mundial, cuando Hitler llegó al poder no vio entre ellos diferencias que mereciesen un trato diferente. Los liquidó a todos. Sin embargo, no es relevante saber si es esto lo que piensan las izquierdas. Es lo que la extrema derecha piensa sobre las izquierdas, y esta es la base sobre la que se mueve. ¿Quién la mueve? La mueven fuerzas nacionales e internacionales. Son varias y con objetivos que solo parcialmente se superponen. Para sorpresa de algunos, la política internacional de Estados Unidos es una de ellas. Estados Unidos es hoy un defensor muy condicional de la democracia, pues solo la defiende en la medida en que es funcional a los intereses de las empresas multinacionales estadounidenses. La principal razón es la rivalidad entre Estados Unidos y China, que está condicionando profundamente la política internacional. La confrontación entre dos imperios, uno decadente y otro ascendente, requiere el alineamiento incondicional de los países aliados a cada uno de ellos o en su zona de influencia. Una Europa fragmentada será un conjunto de países fácilmente presionables o irrelevantes (Alemania es el único que requiere atención especial). Más que nunca, los intereses económicos son los que dominan la diplomacia. Así, según la BBC el pasado 9 de agosto, los tuits en chino del presidente Trump tienen más de 100 mil seguidores entre los disidentes chinos que consideran al presidente estadounidense un defensor de los derechos humanos. Y ciertamente lo será en el contexto de China y porque eso sirve a los intereses de la guerra con China. No es casual que China culpe a Estados Unidos de la ola de protestas en Hong-Kong. Pero Trump no es un defensor creíble de los derechos humanos ante los venezolanos, sujetos a un embargo cruel y devastador que la propia ONU considera una violación grosera de los derechos humanos. La extrema derecha tiene tres instrumentos fundamentales: el aprovechamiento de la protesta social contra medidas de gobiernos considerados hostiles, la explotación de idiotas útiles y, en el caso de gobiernos más a la izquierda, la maximización de las dificultades de gobernanza derivadas de las coaliciones existentes. En el primer caso, sirve como ilustración la huelga del Sindicato Nacional de Conductores de Materiales Peligrosos. Este tipo de huelga puede tener efectos tan graves que desmoralicen cualquier gobierno. Los sindicatos conocen eso: tradicionalmente negocian fuerte y, al mismo tiempo, saben hasta dónde pueden llegar para no cuestionar intereses vitales de los ciudadanos. No es lo que ha ocurrido con este sindicato. Es altamente sospechoso el lenguaje radicalizado del vicepresidente del sindicato (“dejó de ser un derecho laboral para ser una cuestión de honor”), un personaje aparentemente convertido en ángel protector de sindicalistas descontentos. La historia nunca se repite, pero nos obliga a pensar. El gobierno democrático socialista de Salvador Allende, hostilizado por las elites locales y por Estados Unidos, sufrió su crisis final tras las huelgas de sindicatos de transportistas de combustible, precisamente debido a la paralización del país y la imagen de ingobernabilidad que reflejaba. Años después se supo que la CIA estadounidense había estado bastante activa detrás de las huelgas. Los idiotas útiles son aquellos que, con las mejores intenciones, juegan al juego de la extrema derecha, aunque no tengan nada que ver con ella. Cito dos

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Después del neoliberalismo

Fuente: Joseph E. Stiglitz | Project syndicate Fecha: 30 mayo 2019 NUEVA YORK – ¿Qué tipo de sistema económico es más conducente al bienestar humano? Esa pregunta ha llegado a definir la época actual porque, después de 40 años de neoliberalismo en Estados Unidos y en otras economías avanzadas, sabemos lo que no funciona. El experimento neoliberal –impuestos más bajos para los ricos, desregulación de los mercados laboral y de productos, financiarización y globalización- ha sido un fracaso espectacular. El crecimiento es más bajo de lo que fue en los 25 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en su mayoría se acumuló en la cima de la escala de ingresos. Después de décadas de ingresos estancados o inclusive en caída para quienes están por abajo, el neoliberalismo debe decretarse muerto y enterrado. Hay por lo menos tres alternativas políticas importantes que compiten para sucederlo: el nacionalismo de extrema derecha, el reformismo de centroizquierda y la izquierda progresista (la centroderecha representa el fracaso neoliberal). Sin embargo, con excepción de la izquierda progresista, estas alternativas siguen estando en deuda con alguna forma de la ideología que ha expirado (o debería haber expirado). La centroizquierda, por ejemplo, representa al neoliberalismo con un rostro humano. Su objetivo es trasladar las políticas del ex presidente norteamericano Bill Clinton y del ex primer ministro británico Tony Blair al siglo XXI, haciendo sólo revisiones tenues a los modos prevalecientes de financiarización y globalización. Mientras tanto, la derecha nacionalista reniega de la globalización y culpa a los migrantes y a los extranjeros de todos los problemas de hoy. Aun así, como ha demostrado la presidencia de Donald Trump, no está menos comprometida –por lo menos en su variante norteamericana- con los recortes impositivos para los ricos, la desregulación y el achicamiento o eliminación de los programas sociales. El tercer campo, en cambio, defiende lo que llamo capitalismo progresista, que prescribe una agenda económica radicalmente diferente, basada en cuatro prioridades. La primera es restablecer el equilibrio entre los mercados, el estado y la sociedad civil. El crecimiento económico lento, la creciente desigualdad, la inestabilidad financiera y la degradación ambiental son problemas nacidos del mercado y, por lo tanto, no pueden ser resueltos, ni lo serán, sólo por el mercado. Los gobiernos tienen la obligación de limitar y delinear los mercados a través de regulaciones ambientales, de salud, de seguridad ocupacional y de otros tipos. También es tarea del gobierno hacer lo que el mercado no puede hacer o no hará, como invertir activamente en investigación básica, tecnología, educación y la salud de sus votantes. La segunda prioridad es reconocer que la “riqueza de las naciones” es el resultado de la investigación científica –aprender sobre el mundo que nos rodea- y de la organización social que permite que grandes grupos de personas trabajen juntos para el bien común. Los mercados siguen teniendo un rol crucial que desempeñar a la hora de facilitar la cooperación social, pero sólo cumplen este propósito si están subordinados al régimen de derecho y son objeto de controles democráticos. De lo contrario, los individuos pueden enriquecerse explotando a otros, generando riqueza a través de la búsqueda de renta en lugar de creando riqueza a través de una creatividad genuina. Muchos de los ricos de hoy tomaron la ruta de la explotación para llegar adonde están. Se han visto muy favorecidos por las políticas de Trump, que han alentado la búsqueda de renta destruyendo al mismo tiempo las fuentes subyacentes de creación de riqueza. El capitalismo progresista busca hacer precisamente lo contrario. Esto nos lleva a la tercera prioridad: abordar el creciente problema del poder de mercado concentrado. Al explotar las ventajas de la información, comprar a potenciales competidores y crear barreras de entrada, las empresas dominantes pueden comprometerse en una búsqueda de renta de gran escala en detrimento de todos los demás. El incremento del poder del mercado corporativo, junto con la caída del poder de negociación de los trabajadores, ayuda a explicar por qué la desigualdad es tan alta y el crecimiento tan débil. A menos que el gobierno asuma un papel más activo de lo que prescribe el neoliberalismo, estos problemas probablemente se vuelvan mucho peores, debido a los avances en el campo de la robótica y la inteligencia artificial. El cuarto punto clave en la agenda progresista es disociar el poder económico de la influencia política. El poder económico y la influencia política se refuerzan mutuamente y se perpetúan a sí mismos, especialmente donde los individuos ricos y las corporaciones pueden gastar sin límite en las elecciones, como sucede en Estados Unidos. En la medida que Estados Unidos se acerque cada vez más a un sistema esencialmente antidemocrático de “un dólar, un voto”, el sistema de controles tan necesario para la democracia quizá no pueda resistir: nada podrá restringir el poder de los ricos. No se trata simplemente de un problema moral y político: a las economías con menos desigualdad en verdad les va mejor. Las reformas progresistas-capitalistas, por ende, tienen que empezar por recortar la influencia del dinero en la política y reducir la desigualdad de la riqueza. No hay una solución mágica que pueda revertir el daño provocado por décadas de neoliberalismo. Pero una agenda integral según los lineamientos planteados más arriba decididamente puede hacerlo. Mucho dependerá de si los reformistas son tan decididos a la hora de combatir problemas tales como el excesivo poder del mercado y la desigualdad como lo es el sector privado para crearlos. Una agenda integral debe centrarse en la educación, la investigación y las otras fuentes verdaderas de riqueza. Debe proteger al medio ambiente y combatir el cambio climático con la misma vigilancia que los partidarios del Nuevo Trato Verde en Estados Unidos y Rebelión contra la Extinción en el Reino Unido. Y debe ofrecer programas públicos que garanticen que a ningún ciudadano se le nieguen los requisitos básicos de una vida decente. Estos incluyen seguridad económica, acceso al trabajo y a un salario digno, atención médica y vivienda adecuada, un retiro seguro y

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Las campañas extraviadas

Fuente: Jorge Elbaum | El Cohete a la Luna Fecha: 30 junio 2019 La decimocuarta cumbre del G20 que transcurrió en Osaka, Japón, evidenció el repetido intento del Presidente de los Estados Unidos por reconfigurar los frágiles equilibrios internacionales. La multiplicidad de los conflictos desplegados por Donald Trump busca detener (o retrasar) el deterioro de su hegemonía, arremetiendo contra la creciente multipolaridad que diferentes actores internacionales promueven. Las dimensiones básicas sobre las que se dilucidan los conflictos quedaron expuestas en Osaka, a partir de: (a) la disputa por la preponderancia científico-tecnológica, (b) las discrepancias en torno a los desequilibrios tarifarios (que remite a la pugna por los superávits o déficit de las balanzas comerciales) y, (c) la contienda en relación al control de zonas de influencia, capaz de digitar la vigilancia de territorios, circuitos marítimos y áreas del ciberespacio. El primer capítulo remite a lo que muchos analistas denominan como formas de autoridad prospectiva, ancladas en la información y en la potencial cooptación cultural de vastos colectivo demográficos. Quienes obtengan ventajas en este plano, se conjetura, lograrán imponer visiones del mundo capaces de modelar formatos de comercialización. La convergencia digital (de la que las patentes y redes de 5g son futuros pilares) implica la capacidad potencial de orientar voluntades hacia diferentes formas de consumo y, al mismo tiempo, monitorear los movimientos, las orientaciones y los deseos. En este plano, los medios de comunicación y las centrales de inteligencia (públicas o privadas) quedarían entrelazadas, extinguiéndose la autonomía (ya hipotética) de las primeras, siempre y cuando los Estados continúen manteniéndose ajenos al proceso. La segunda de las disputas se asienta en el déficit crónico de Estados Unidos, tanto en el de su balanza comercial como en la fiscal, ambos vinculados además a la potencial diversificación de formas de intercambio comercial por fuera del dólar. La utilización de la moneda estadounidense ha sido el soporte con que Washington ha logrado sortear, desde la década del ’70 hasta la actualidad, el deficitario status de sus estructuras económicas. El tercero es de índole militar y se basa en la capacidad de controlar o intervenir en determinados espacios geográficos, rutas de tránsito comercial y depósitos de recursos naturales. La deforestación y las tecnologías depredatorias de acceso a minerales e hidrocarburos (como el implementado por el fracking), incentivadas por las empresas trasnacionales, explican el reiterado fracaso de las dóciles iniciativas, manifestadas en las últimas cumbres del G20 hegemonizadas por Donald Trump, para quien el cambio climático es una invención científica no fidedigna. Guerras múltiples, ganancias concentradas Los think tanks republicanos vienen advirtiendo, desde hace cuatro décadas, que la única forma de darle continuidad a la hegemonía geoestratégica de Washington supone la reconfiguración de estos tres marcos de referencia, impidiendo que sigan ampliando la multipolaridad.[1] La guerra tarifaria planteada por Trump contra Xi-Jinping, sumada a la interdicción contra el gigante de las telecomunicaciones Huawei, se inscribe en las dos primeras dimensiones. Y el conflicto en torno a los debates medioambientales remite al tercero de esos capítulos. La ausencia de debates en torno a las intermediaciones financieras globales, específicamente las especulativas, se explica a partir del beneficio que dichos flujos proveen a los mercados de capitales de los países centrales, mayoritariamente presentes en el G20, quienes omiten su tratamiento al ser solidarios con la continuidad de los mismos. Los escarceos bélicos en el sur de la península arábiga, vinculados al conflicto en Yemen y el control del estrecho de Mandeb (por donde transita un 20 % del petróleo mundial), remiten al intento por parte de Washington de condicionar al mayor proveedor de hidrocarburos de China, la República Islámica de Irán, que además ha informado durante las últimas semanas sobre la decisión de darle continuidad a su proyecto de enriquecimiento de uranio, luego del abandono por parte de Estados Unidos del acuerdo conocido como 5 + 1, firmado originariamente en 2015. En este mismo plano, que remite a la tercera de las dimensiones de disputa global, Rusia ha obtenido un logro trascendente al quebrar el modelo de preponderancia atlantista, históricamente regido por Washington a través de la OTAN, reconvertirse en un facilitador central de la cuasi finalización de la guerra civil siria y establecer en forma simultánea vínculos de cooperación estratégica con Israel. En este marco, la inquietud del trumpismo se profundizó en Osaka ante la confirmación del acuerdo entre Putin y el primer mandatario turco, Recep Tayyip Erdogan, cuyas Fuerzas Armadas se aprestan a incorporar los misiles de última generación (S-400), capaces de romper la superioridad de los cazas estadounidenses F-35, también en posesión turca. La agenda preparada por el primer ministro japonés Shinzo Abe no incluyó algunos de los temas centrales que se debatieron en Osaka. Entre ellos figuraron las crisis migratorias del Mediterráneo y del norte de México, el Brexit y la situación de los Derechos Humanos al interior de las monarquías absolutistas arábigas, o las matanzas recurrentes en Colombia. A pesar de que no estaba en el orden de temas a ser tratados, no pudo ser omitida la fracasada ofensiva contra el gobierno de Nicolás Maduro por parte del Grupo de Lima, impulsada por Mauricio Macri, Sebastián Piñera y Jair Bolsonaro. Estos tres mandatarios, presentes en la cumbre, recibieron la noticia en Osaka de que Uruguay abandonó la 49 Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos, en apoyo a las autoridades legítimas de Venezuela. Las deliberaciones de la OEA se llevaron a cabo en Medellín, Colombia, en forma simultánea al G20 y se constituyeron en un nuevo fracaso en la política de Washington, obsesionado en deteriorar al gobierno chavista. La delegación oriental abandonó el encuentro al ser sorprendida, junto a las representaciones de Bolivia, Nicaragua y México, por la acreditación intempestiva e inconsulta de representantes de Juan Guaidó, primer legislador en la historia de América Latina en autoproclamarse Presidente. Por su parte, el gobierno de Mauricio Macri prolongó en Japón su campaña electoral tendiente a conquistar avales para su reelección, socorrido por varios jefes de Estado extranjeros que apuestan a su continuidad como garantía para darle viabilidad al modelo neoliberal que

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