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Pesaj

Fuente: Dardo Esterovich Fecha: ABR 2017 Las identidades que fueron construyendo los pueblos antiguos quedaron plasmadas en mitos y relatos. Un ejemplo muy conocido es el de la loba que alimentó a Rómulo y Remo que dieron origen a Roma, a su mitología y a su civilización. Los judíos también tienen su propio relato, la Torá y dentro de él una parte trascendental, Pesaj, que refiere a la liberación de la esclavitud en Egipto. Este relato fue estructurado como un texto religioso —no podía ser de otra manera al momento que se fue construyendo—. Sin embargo en nuestros tiempos fueron surgiendo interpretaciones que se esforzaron en despojarlo del rito cristalizado para lograr entender qué hay detrás del simbolismo tan característico en todas las religiones. Empecemos por las constancias históricas de los sucesos que forman parte del relato de Pesaj. Hasta hoy, dos siglos de estudios de la arqueología moderna no han podido aportar datos científicos que probaran objetivamente la veracidad de los acontecimientos relatados en la Torá ni que su escritura se debiera a Moisés. Se encontraron contradicciones, a partir de los estudios de campo, entre fechas y sitios que allí se mencionan. No siendo el motivo de esta nota la discusión sobre estos hallazgos, nos limitaremos a dar la opinión de dos reconocidos arqueólogos israelíes. En un artículo publicado por el New York Time el 9 de abril de 2009 por Michael Massing, éste cita a Lee Levine, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, quien en su ensayo titulado Arqueología bíblica afirma que «Las fuentes egipcias no hacen ninguna referencia a que el pueblo de Israel haya morado en ese país», escribe, «y la evidencia que sí existe es insignificante e indirecta». Y agrega que la escasa evidencia indirecta, como el uso de nombres egipcios, «dista de ser adecuada como para corroborar la historicidad del relato bíblico». Israel Finkelstein, Director del Departamento de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv, en un reportaje que le hizo la periodista de La Nación Luisa Corradini, publicado en ese diario el día 25 de enero de 2006, dijo lo siguiente: “la saga histórica relatada en los cinco libros que conforman el Pentateuco de los cristianos y la Torá de los judíos no responde a ninguna revelación divina, por el contrario, esa gesta es un brillante producto de la imaginación humana y que muchos de sus episodios nunca existieron. El Pentateuco es una genial reconstrucción literaria y política de la génesis del pueblo judío, realizada 1500 años después de lo que siempre creímos”. Esto nos conduce a preguntarnos, ¿la falta de pruebas arqueológicas nos lleva a descartar a la Torá como un texto fundamental en la identidad judía? De ninguna manera y en especial con el relato del Pesaj donde se describen los “hechos” que dieron lugar al proceso de aglutinamiento como pueblo con identidad específica, idioma, religión, códigos de conducta y espacio territorial donde se desarrollaron esos acontecimientos. La celebración de Pesaj tiene lugar fundamentalmente en el seno del hogar en una cena a la que se denomina Seder —que significa orden o secuencia— durante la cual se ordena el relato mediante una cantidad de simbolismos que van desde el tendido y disposición de la mesa donde no pueden faltar el vino, la matzá y un plato típico de Pesaj llamado Keará en el que se disponen pequeñas cantidades de alimentos que simbolizan las vicisitudes de los judíos durante la esclavitud. Toda la cena está estructurada en una Hagadá – narración o discurso— como un ejerció de la memoria y de transmisión a las futuras generaciones para que “nunca te olvides que fuiste esclavo en Egipto.” Uno no puede dejar de encontrar ciertas similitudes con los mismos ejercicios de la memoria y transmisión cuando se conmemora la Shoá, los atentados la Embajada de Israel y a la AMIA y a los aberrantes crímenes de la última dictadura cívico-eclesiástica- militar. En cada una de éstas se ha ido instalando un ritual laico que lo hace identificable para todos. Durante siglos la celebración estuvo signada por el dogma religioso pero a partir del iluminismo comenzaron los intentos de resignificación adaptando el relato a las ideas dominantes de la época. Así como la historia se va revisando con nuevos documentos, pero fundamentalmente interpretando los hechos a la luz del presente, vamos a intentar hacerlo con algunos de los símbolos —ya que el espacio de una nota no nos permite un abordaje de la totalidad de los mismos— marcando un camino que permita adentrase en nuestros valores con relación a nuestro tiempo y a nuestro espacio como argentinos judíos del siglo XXI. La Keará contiene seis alimentos que simbolizan la esclavitud y el pacto que permitió salir de ella hacia la Libertad. El maror, hierbas amargas (rábano picante) y el jazete, una lechuga de raíz amarga, representan lo amargo y duro de la esclavitud en Egipto. ¿Nos quedamos con el recuerdo o éstos deberían formar parte de los valores que guíen nuestra conducta? Resignificar estos símbolos nos obligan no solo a oponernos a toda opresión sino a rechazar transformarnos en el Faraón de otros pueblos. A 50 años de la ocupación de los territorios palestinos bien harían los responsables de su persistencia en retornar a las fuentes. El karpás (usualmente apio, perejil, papa hervida) simboliza el fruto del trabajo de la tierra. Se moja dos veces en agua salada, como saladas son las lágrimas. Representa la amargura, el precio de la esclavitud. El fruto amargo de nuestro trabajo esclavo. El jaroset (mezcla de manzanas, vino dulce, nueces y canela), simboliza los ladrillos que hacían los esclavos, trabajo creativo cuyo destino uno no puede ni elegir ni aprovechar. Hoy lo llamamos alienación del trabajo humano y también plusvalía. También está la beitzá, el huevo duro. Tiene varias interpretaciones, la más aceptada es que representa la dureza del corazón del Faraón, la insensibilidad del esclavista con el destino del esclavo, cosa que la experiencia contemporánea nos muestra día a día. Estos tres símbolos nos ubican en nuestro tiempo

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“Desde que Isaac Rabin fue asesinado, la derecha nos gobierna”

Autor: Patricio Porta/Página 12 23 de ENERO 2017 Etgar Keret. el escritor más leído de Israel Inmerso en el conflicto del Medio Oriente, Keret referencia su obra en la cultura judía de la diáspora. “No importa tanto lo que pienses”, dice, “siempre puede haber un punto de contacto, pero en Israel ya no se puede discutir.” En un café de la agitada calle Dizengoff, cuando va cayendo la tarde en Tel Aviv, Etgar Keret toma una coca cola y habla sin rodeos sobre el gobierno de Benjamin Netanyahu y la idiosincrasia de los israelíes. Parece no tomarse muy en serio el lugar que la crítica y los lectores le han otorgado. Keret es el escritor israelí más leído dentro y fuera de su país, en parte por la silenciosa e inintencionada renovación que lideró al interior de una tradición literaria dominada por nombres como los de Amos Oz y Aharon Appelfeld. Los temas que toca están lejos del heroísmo y la altisonancia de la guerra y la paz. La clave de su éxito reside en la identificación que suscitan sus relatos. “Leer endurece el músculo de la empatía”, explica a Página 12. Keret se define a sí mismo como un contador de historias. “Un cuento no es una novela más corta, sino una forma de escritura más intuitiva. La literatura es como un susurro, puede cambiar a quien quiere escuchar”, sostiene antes de su visita a la Argentina, donde participará de la Feria del Libro de Buenos Aires. –¿Cómo se convirtió en escritor? –Cuando era joven estaba más interesado en las matemáticas y la física. Mi hermano mayor era una especie de genio de la informática, así que teníamos planeado crear una startup. Pero en Israel el servicio militar es obligatorio. Yo era un pésimo soldado, me metía en problemas y un día me cambiaron a la unidad de informática. Allí no podía comunicarme con otras personas y me ponía a escribir. Estaba solo en mi habitación por horas y entonces escribía mis propias historias. Me veo esencialmente como un contador de historias, y si bien escribo libros, cuento historias en cada lugar que puedo. Soy guionista de televisión y de cine, director, escribo libros infantiles y novelas gráficas. –Usted nació en Israel pero es hijo de sobrevivientes del Holocausto. ¿Sus padres hablaban de ese tema en su casa? –Mis padres no hablaban mucho de ese asunto, era un tema que los afectaba. Mi madre quedó huérfana desde muy pequeña, su familia había sido asesinada en la guerra. Cuando éramos chicos ella nos decía que no tenía referentes a la hora de criarnos y nuestro hogar era un lugar muy loco, en el buen sentido. Por ejemplo, en casa había una regla según la cual si llovía no íbamos al colegio, porque nuestros padres creían que no nos enseñarían algo suficientemente importante que justificase mojarnos. Mi padre trabajaba en una cafetería y se levantaba a las cuatro y media de la mañana y yo, con cinco años, me quedaba levantado mirando la televisión después de que se iba a dormir. Eso nos marcó de cierta forma, porque mis hermanos y yo somos muy diferentes. Mi hermano inició un movimiento pro marihuana, lucha contra la violencia policial y es un activista pro palestino de la izquierda anti sionista. Mi hermana es judía ultraortodoxa, vivió en una colonia en Cisjordania y tiene 11 hijos y 20 nietos a los 55 años. Nos criaron con mucha libertad y siempre nos apoyaron. Mis padres valoraron que mi hermana criara a tantos hijos y nietos y que mi hermano tuviera conciencia y trabajara para lograr cosas que considera significativas para la sociedad. –¿Esa forma de crianza influyó en su imaginación? –Mi madre no tenía muchos recuerdos de sus padres. Pero una de las cosas que sí recordaba eran las historias que le contaban en el gueto antes de dormir. Como no podían leer libros inventaban los cuentos. Esto la hacía sentir una niña muy especial, porque esas historias eran solo para ella. Se dijo que si un día fuese madre tampoco leería cuentos. Mis padres hablaban seis idiomas y la casa estaba llena de libros, pero nunca nos leían. Mi madre tenía mucha creatividad para las historias y mi padre una forma empática y compasiva de narrar sobre gente loca o violenta. Sus historias siempre tenían lugar en un burdel. Cuando tenía cinco años le pregunté qué era una prostituta y me respondió que era alguien a quien se le paga por escuchar los problemas de los demás. Me hablaba de la mafia, que según él era gente que te cobra el alquiler de lugares de los que a veces no son dueños. O de borrachos, personas que cuanto más bebían más felices eran. Entonces de chico yo no sabía si quería formar parte de la mafia, ser alcohólico o prostituta. De más grande, mi padre reconoció que no fue buena idea contarme esas historias, pero que tampoco sabía cómo hacerlo ni cómo explicarme su infancia con los nazis. Después de la guerra se vino a Israel y los británicos lo echaron a Chipre. Se unió al Irgún y lo enviaron al sur de Italia a comprar armas a la mafia, donde su contacto lo dejó dormir en el prostíbulo que administraba, sin necesidad de pagar nada. Era la primera vez que no tenía que esconderse ni ocultar su identidad, y eso le hizo ganar confianza. Estas historias reivindicaban el humanismo, eran un tanto jasídicas. –Sus libros no tratan temas pretensiosos, sino asuntos cotidianos. ¿Se siente parte de la tradición literaria israelí que integran Amos Oz, David Grossman o Abraham B. Yehoshua? –Escribo mucho sobre ataques terroristas y soldados. Pero no soy parte de esa tradición porque existe una gran diferencia entre la tradición israelí y la de la diáspora judía. Mi escritura tiene que ver más con la tradición de la diáspora. La literatura israelí es increíble. Amos Oz es uno de los mejores escritores del mundo. Los grandes escritores israelíes escriben novelas

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