Cartografía de las extremas derechas
Fuente: Eduardo Febbro | Nueva Sociedad Fecha: 28 de may 2019 Las extremas derechas buscan constituir un poderoso bloque en el Parlamento Europeo. Mientras tanto, el estadounidense Steve Bannon trabaja para unificar lo que, hoy por hoy, no deja de ser un heterogéneo espacio unido por el temor a la «invasión de Oriente» y el rechazo a la globalización. Desde que la extrema derecha europea empezó a despuntar en Francia a partir de los años 80, bajo la presidencia del socialista François Mitterrand (1981-1995), esta corriente política ha seguido una espiral ascendente. Mitterrand utilizó el espantapájaros que encarnaba el entonces líder ultra y fundador del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, para sacarse de encima a sus aliados del Partido Comunista, con quienes había pactado un programa común de gobierno y, al mismo tiempo, para debilitar a la derecha. Hoy la extrema derecha francesa ha dejado de ser una excepción local. Es ya una opción política globalizada: forma parte de los oficialismos en países como Italia, Austria, Bulgaria, República Checa, Polonia, o es una alternativa que nadie puede obviar, tal y como ocurre en Hungría, Suecia, Holanda o Bélgica. Catalogadas bajo la definición de derechas duras, derechas patrióticas o soberanistas, no todas las corrientes son convergentes. Muy por el contrario, aunque dispongan de un par de líneas comunes, de alianzas retoricas (caso del líder de la Liga italiana, Matteo Salvini, con la jefa de la ultraderecha francesa, Marine Le Pen) y de una abominación por la Europa administrativa de Bruselas, muchas son las fracturas que las atraviesan. La confusión resulta la tentación más inmediata, tanto más cuanto que esas extremas derechas comparten con la extrema izquierda del Viejo Continente el mismo euroescepticismo. De allí deriva la definición comúnmente utilizada en las capitales europeas de «populismo de derecha» y «populismo de izquierda». En un informe del pasado mes de abril publicado por el Consejo Europeo de Relaciones Internacionales, este organismo señalaba que «oriundos de la extrema izquierda y de la extrema derecha, los partidos antieuropeos constituyen un grupo multiforme». El texto anticipaba también que el «euroescepticismo está en buen camino para convertirse en el segundo grupo en importancia dentro del Parlamento Europeo». La eurofobia colonizó en la actualidad a 26 países de la Unión, donde las listas de estos partidos llegan a 56. Históricamente, en el último cuarto de siglo, la progresión de las ultraderechas se hizo a costa más de los votos de la socialdemocracia que de la derecha clásica de gobierno. Cuanto más fuerte fue el ocaso de la socialdemocracia, más impactante resultó el ascenso de la extrema derecha. Francia, Italia, Alemania, Holanda o los países escandinavos son un buen ejemplo de ello. Las necesidades electorales dictadas por las elecciones para renovar el Parlamento Europeo desembocaron en una suerte de unión sagrada entre las ultraderechas. Salvini en Italia y Marine Le Pen en Francia fueron los imanes de estas convergencias. Sin embargo, es preciso distinguirlas entre sí. En primer lugar, hay seis grupos distintos que conforman la galaxia ultra: – una extrema derecha tradicional, cuyo perfil se fue trazando a partir de la xenofobia; – una derecha nacionalista, patriótica y obsesionada con la identidad nacional, que se afianzó en las dos últimas décadas con la defensa del terruño, la nacionalidad y la identidad blanca-cristiana en oposición al islam considerado como tóxico e invasor; – una derecha soberanista que impugna con violencia el federalismo de Europa y suele proponer, aunque con variantes condicionadas por el oportunismo electoral, la salida del euro y de la Unión Europea; – derechas autonomistas o independentistas, ambas volcadas completamente a la acción en beneficio de la independencia dentro de un determinado país; – derechas autoritarias «iliberales», como la encarnada por el dirigente húngaro Viktor Orbán. Esta derecha dura se propone una reforma o reformulación de las instituciones democráticas con el único fin de achicar sus poderes; – por último, la derecha neofascista y radicalmente xenófoba. Esta extrema derecha no rehúye la violencia ni tampoco el exhibicionismo de los signos fascistas o nazis. Podría haber otras subcategorías, e incluso algunas se mezclan con otras, pero según las historias propias de cada país y el funcionamiento de las instituciones, este retrato de seis perfiles las identifica con claridad. Unir a todas en una gran marea electoral fue el proyecto que se fijó a partir de 2018 el ex-consejero del presidente Donald Trump, Steve Bannon. Con esa idea se instaló en Bruselas y creó «El Movimiento», hasta que se dio cuenta de la complejidad de la tarea. Había demasiados actores peleados entre sí como para montar una buena pieza de teatro. Funciona en las cámaras, no entre los telones. En todos los casos, el crecimiento de las extremas derechas tiene dos denominadores comunes: la crisis económica y la migración. Esta última no tiene por qué ser únicamente exterior a la Unión Europea. En 2004, el desplazamiento de migrantes procedentes de Polonia o Rumania dio lugar a una ola de racismo fuera de lo común. Luego, en 2015, con la crisis de los migrantes en el Mediterráneo, el atentado contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo (en enero de ese año), los atentados del 13 de noviembre en París, del 14 de julio de 2016 en Niza y luego en diciembre Alemania, la extrema derecha se alimentó de la realidad. Su otro enemigo mortal, el que las motiva y las propulsa por encima de sus diferencias, es el desprecio común hacia el europeísmo y la Comisión Europea. Europa es el diablo. El 1º de Mayo, durante el Banquete de los Patriotas en la localidad de Metz, Marine Le Pen definió a Europa como «imperial, hegemónica y totalitaria». Estas extremas derechas se presentan así como el eje activo de la revuelta contra el autoritarismo y la indolencia de los funcionarios de Bruselas. Pero solo en palabras. Es un jugoso comercio electoral. Su espectro fantasmal es, en realidad, otro. Si Europa es para la ultraderecha el símbolo más depravado de la globalización que empobrece a las naciones, bajo el término de «globalización» no hay que ver