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La salida de la pandemia

Fuente: Carlos Heller | Tiempo Argentino Fecha: 19 de julio de 2020 El país atraviesa una situación de emergencias y lo que domina es la coyuntura, aunque no hay que dejar de pensar en políticas que posibiliten una recuperación más rápida en la pospandemia. En la semana se empezó a tratar en comisión en la Cámara de Diputados, a partir de la situación generada por el Covid-19, el proyecto de ampliación de la moratoria establecida en diciembre del año pasado. Es una medida absolutamente necesaria tanto para aliviar la situación de hogares y empresas, fundamentalmente PyMEs, como del fisco, en un marco en el que los recursos no abundan. Es poner los “relojes tributarios en cero”. La moratoria va en la línea con otras herramientas que se están implementando para relajar las restricciones de liquidez de las empresas y los hogares, como el congelamiento de tarifas, el IFE o el ATP. Es necesario verla dentro de un contexto determinado, para no perder la perspectiva y no caer en discusiones que buscan apartar el foco de lo que es importante. Son medidas frente al reconocimiento de una situación de emergencia, en la que no se avizora aún el final a nivel global, al menos hasta que se encuentre y distribuya una vacuna, algo que bajo las reglas actuales de mercado no está garantizado. Según la CEPAL, la caída de la actividad económica es tan significativa que llevará a que el nivel del PIB per cápita de América Latina y el Caribe sea similar al observado en 2010. En particular, la CEPAL señala que en América Latina podrían cerrar cerca de 2,7 millones de empresas formales, siendo las MiPyMEs las más afectadas. También prevé un aumento mayor del desempleo, que incrementará los niveles de pobreza y desigualdad. Naturalmente los países más afectados son aquellos que arrastraban importantes vulnerabilidades previas. Argentina es uno de ellos. Parece que fuera algo lejano en el tiempo, pero sólo fue en diciembre que el Congreso declaró las nueve emergencias. Una herencia que dejó a las arcas públicas en una situación crítica, como así también al empleo, a la ciencia y la tecnología, y a la salud. Muy diferente sería hoy la historia para enfrentar la pandemia si no se arrastrara esa pesada mochila. Una muestra más de cómo las decisiones y las políticas pasadas tienen impactos en el presente. Los problemas de financiamiento de los Estados tienen que ver con la pandemia, pero también con temas estructurales que requieren ser abordados. Entre ellos está el tema del endeudamiento y sus intereses, que han crecido exponencialmente en nuestro país. Por eso el gobierno está firme en su idea de alcanzar un acuerdo sostenible con los bonistas bajo ley extranjera. Por otro lado, a nivel global, cada vez se alzan más voces pidiendo por impuestos que graven la riqueza, que recaigan también sobre las empresas tecnológicas, las contaminantes, o que se termine con las guaridas fiscales. Una de estas voces parte de la CEPAL, que como forma de aprovechar los espacios que permitan aumentar la recaudación fiscal llama a “combatir la evasión y la elusión fiscales” ya que antes de la crisis la región perdía en promedio el equivalente al 6,1% del PIB (325.000 millones de dólares) debido al incumplimiento tributario. Estas operatorias están a la vista, aunque son validadas por un sistema que premia el lucro máximo a como dé lugar y termina dejando sin financiamiento a los Estados. Un ejemplo de ello es la reciente noticia de que los tribunales europeos anularon la decisión del Ejecutivo del bloque, que obligó a la empresa Apple a pagar unos 15 mil millones de dólares por impuestos atrasados, aprovechando las ventajas fiscales otorgadas por Irlanda. Aunque los márgenes de acción varíen significativamente, el papel activo del Estado hoy no se discute. Suena paradójico, pero muchos de los que hoy se ponen en la fila de los que piden el apoyo estatal, son quienes poco antes propiciaban la idea de un Estado canchero, que entre otras cuestiones reduzca impuestos. Habrá que recordarlo para las discusiones que seguramente vendrán más adelante. La directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, dejó en la semana un par de definiciones a destacar sobre estos temas. Resaltó “las medidas excepcionales adoptadas por muchos países”, y afirmó que “los países de mercados emergentes y en desarrollo serán los más afectados (…), y necesitarán más apoyo durante un período más prolongado”. En particular, sin el apoyo a las empresas, en el grupo de países del G20 las quiebras de PyMEs se podrían triplicar, sostiene la funcionaria, desde un promedio del 4% antes de la pandemia hasta un 12% en 2020. Un impacto sobre el empleo y las capacidades productivas que es necesario evitar. Si bien Georgieva comentó que los desequilibrios fiscales de este apoyo son sustanciales “en esta etapa de la crisis, los costos de un repliegue prematuro son mayores que la continuación del apoyo donde es necesario”. No deja de ser valioso lo que plantea. Sin embargo, parece ser la nueva filosofía que seguramente finalizará luego de que pasen los efectos globales de la pandemia. Por ejemplo, ¿que propondrá el FMI cuando se siente a hablar del enorme pagaré que firmó el gobierno de Macri? ¿Insistirá con las típicas condicionalidades de ajuste fiscal, monetario, de reforma previsional y laboral, o habrá sacado algo en limpio de la pandemia del covid-19 y de todas las consecuencias que genera el funcionamiento del capitalismo financiero neoliberal? De ello dependerá la intensidad de la negociación de nuestro país con el organismo, que a mi entender debe rechazar sus habituales condicionamientos. El presidente Alberto Fernández sostuvo en una videoconferencia con integrantes de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa (ACDE) que “no hay una opción al capitalismo”, pero consideró que ese sistema “se degradó y llegó la hora de ponerlo en su verdadera dimensión” tras la pandemia de coronavirus. Es un discurso que ya comenté en la columna del domingo pasado. Pero que se refuerza ante las y los muchos que dicen, palabras más, palabras menos:

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La deuda: “desensillar hasta que aclare”

Fuente: Atilio A. Boron | Blog de Atilio A. Boron Fecha: 29 de junio de 2020 (Por Atilio A. Boron) Tengo la impresión que nuestro gobierno al igual que muchos actores no gubernamentales (partidos, movimientos sociales, sindicatos, etcétera) además de amplios sectores de la sociedad civil subestiman la magnitud de la crisis económica actual. Es comprensible que eso lo haga la derecha, y es el mensaje que transmiten sus compinches mediáticos. Para ellos la crisis es un momentáneo traspié producto de la cuarentena a la cual se oponen presuntamente en nombre de la libertad y los derechos individuales. Confunden a sabiendas (porque no pueden ser tan ignorantes) la causa con el remedio y entonces el culpable es éste, no el virus. La evidencia que ellos optan por desconocer demuestra que el bajón económico venía de antes, de la irresuelta crisis de las “hipotecas subprime” de los años 2007-2008. Esta fue el disparador de la recesión mundial que se extendería hasta finales del 2015 para después dar lugar a una leve e insuficiente recuperación. Lo que hizo la pandemia fue profundizar, vertiginosamente, las contradicciones que se agitaban en el seno del sistema capitalista y corroer las bases de su precario restablecimiento. La hegemonía del capital financiero contaminó a todo el sistema con su proverbial parasitismo y acentuó la fatal disyunción entre la especulación financiera y la economía real. Mientras las ganancias de los tahúres financieros crecían hasta las nubes la producción se desplomaba y la desocupación crecía incontenible. En Estados Unidos las personas que se acercaron a las oficinas de la seguridad social para tratar de obtener el módico y transitorio seguro de desempleo superó la cifra de cuarenta y siete millones.[1] No muy diferente fue el comportamiento en casi todos los demás países. Los pronósticos (conservadores) del FMI para las economías más desarrolladas prevén para este año una caída entre el 8 y el 13 por ciento del producto, cifras que con ligeras variantes se anticipan para los países de la periferia del sistema. La Argentina caería un 9.9 % mientras que en Brasil la caída sería de un 9.1 y en México el descenso sería del 10,5 , al paso que la economía mundial se contraería en un 5 por ciento. Hay que tener en cuenta que todas estas estimaciones están sujetas a una muy posible revisión a la alza en la medida en que la pandemia continúe su curso y las actividades económicas se reduzcan aún más. Dados estos antecedentes no sorprende que hayan comenzado a oírse con más fuerza las voces de economistas que proponen una moratoria generalizada de la deuda, tanto la soberana como la de los particulares. En ese sentido, y contrariamente a la opinión prevaleciente, la situación de la Argentina está lejos de ser una escandalosa excepción. Una mirada sobria a los datos oficiales de los distintos gobiernos permite comprender las razones de quienes proponen un jubileo global como necesaria estrategia para salir de la crisis. Estados Unidos tiene una deuda pública que supera los 23 billones de dólares (o sea, 23 millones de millones de dólares, lo que en inglés se cita como 23 “trillones” de dólares), equivalente al 98 % de su PIB. ¿Caso único? ¡Para nada! En el Reino Unido esta proporción asciende al 116 %, al 126 % en Italia, en Francia al 213 %, en Holanda llega a 533 % y en Irlanda al 780 %. Por comparación, en China este guarismo apenas si llega al 13 % y en Rusia al 40 %.La Argentina tiene una relación deuda/PIB que según diversas estimaciones fluctúa en torno al 85%. James K. Galbraith, hijo del eminente economista John  K. Galbraith, y profesor en la Universidad de Texas/Austin ha sido desde hace tiempo uno de los más ardientes defensores de la tesis del jubileo de la deuda.[2] Según él, una vigorosa recuperación de la pandemia sólo será posible a condición de que se produzca una masiva anulación de la deuda. “La enorme maraña de deudas impagas que no podrán ser cobradas exigirá que el sistema financiero sea refundado desde sus bases” dice en su artículo. Galbraith recuerda algunos episodios cruciales del siglo veinte y observa que, afortunadamente, los gobiernos aprendieron de los desastres ocasionados con posterioridad a la Primera Guerra Mundial cuando Alemania fue obligada a pagar una deuda exorbitante como “reparaciones de guerra.” Apenas pudo hacerlo en mínima parte y a poco andar interrumpió sus pagos al Reino Unido, Francia y Bélgica, los que a su vez dejaron de pagar sus propias deudas con Estados Unidos. Cómo Washington presionaba a Londres, París y Bruselas para que pagaran sus deudas éstos hicieron lo propio con Berlín. El resultado: un círculo vicioso de deudas incobrables que en conjunción con otros factores terminó desatando la Gran Depresión y abriendo las puertas para el auge del Nazismo y, tiempo después, la Segunda Guerra Mundial. Para Galbraith las traumáticas lecciones de la primera posguerra hicieron que los gobiernos adoptaran una actitud completamente diferente y que las deudas originadas por la Segunda Guerra Mundial fueron canceladas o licuadas, reducidas a una mínima expresión. Washington dejó de presionar a Londres y a sus aliados para que cumplieran con sus obligaciones porque sabía muy bien que aquellos no tenían como hacerlo. Una actitud similar se adoptó en relación a Alemania, ratificada luego plenamente en 1953 a resultas de lo cual ese país pagó una ínfima parte de su deuda externa. Y otro tanto ocurrió, siguiendo un trámite aún más complejo, con Japón, que no sólo debía reparaciones de guerra a Estados Unidos sino también las derivadas de su ocupación de China, Indochina (Vietnam), Corea y las Filipinas. Incidentalmente, el Reino Unido tampoco pudo pagar la cuantiosa deuda que al terminar la Segunda Guerra Mundial tenía con la Argentina, lo que precipitó la nacionalización de varias empresas británicas radicadas en este país, entre ellos los ferrocarriles. Según Galbraith, la actitud dominante en ese entonces fue decisiva para viabilizar la construcción del estado de bienestar keynesiano y el auge de la socialdemocracia que abrió el período

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El Reino del Revés

Fuente: Carlos Heller (*) | Página/12 Fecha: 21 de junio de 2020 María Elena Walsh cantaba en su recordado tema: “me dijeron que en el Reino del Revés nadie baila con los pies, que un ladrón es vigilante y otro es juez y que dos y dos son tres”. En el Reino del Revés, Vicentín es una empresa privada que desarrollaba sus actividades normalmente hasta que llegó un Estado invasor que se propuso intervenirla y expropiarla. Pero, en realidad, se trata de una compañía que se declaró en cesación de pagos en el mes de diciembre, aun cuando es uno de los conglomerados empresarios más grandes de la Argentina en su rubro y desarrolla sus actividades en un sector de la economía altamente rentable. La empresa argumenta que, cuando el Estado intervino, estaba haciendo uso del procedimiento legal del concurso de acreedores. En el Reino del Revés el concurso de acreedores es presentado como si fuera un acto virtuoso de gestión. En realidad, es la figura por la cual un deudor convoca judicialmente a los acreedores para llegar a un acuerdo distinto de lo que establecía el contrato original con cada uno de ellos. Les dice a los proveedores “no les puedo pagar”, le dice al Estado “no le puedo pagar” y les dice a todos los que les debe “tenemos que renegociar porque si no quiebro”. Y entonces, ¿qué sucede, generalmente? Los acreedores, antes de perder todo, aceptan renunciar a una buena parte y cobrar el resto en el largo plazo. En paralelo, Vicentín es objeto de una investigación impulsada por un conjunto de bancos internacionales en los Tribunales de Nueva York, por haber recibido más de 122 millones de dólares por la venta de una parte de las acciones de una de sus compañías, dos días antes de que la empresa les dijera a sus acreedores que no les podía pagar. Por supuesto: con esa plata podría haber afrontado una parte de la deuda y no recurrir al concurso de acreedores. Pero no lo hizo. ¿Quiénes son los acreedores de Vicentín convocados a ese concurso? En primer lugar, la banca pública; en segundo lugar, los bancos internacionales; en tercer lugar, los más de 2600 productores agropecuarios, en su mayoría chacareros y cooperativas, que vendían su cosecha a Vicentín y a los que ésta no pagó. Por otro lado, hay una serie de sospechas en torno a la empresa. Por ejemplo, que una parte de la soja argentina haya sido exportada como soja paraguaya a través de la filial de Vicentín en el vecino país para evitar pagar retenciones. En Paraguay no se aplican retenciones por lo cual, si la soja producida en la Argentina aparece como generada en el Paraguay, logra evadir ese gravamen. Hay quienes dicen que las ventas de soja del vecino país superarían la superficie sembrada total de su territorio, incluyendo a su capital, Asunción. Lo cual significaría una enorme defraudación al fisco y un delito consecuente. Algo similar ocurre con las ventas que la filial Vicentín argentina le habría hecho a la filial Vicentín uruguaya. La sospecha en este caso reside en que en la venta a Uruguay podría haber maniobras de subfacturación. Sobre estos temas el gobierno argentino y la AFIP trabajan tratando de crear normas para evitar que las corporaciones utilicen ese mecanismo para evadir impuestos en nuestro país. Está claro: se trata de una empresa virtualmente quebrada y sospechada de varias irregularidades. En ese escenario, el Gobierno decidió intervenir para normalizar la situación. Para ello, hoy se abren dos posibilidades. Lo explicó con precisión el Presidente de la Nación: “A un mismo objetivo se puede llegar por dos caminos. Podés llegar a Mar del Plata por la ruta 2 o por la ruta 11. Podés elegir. Por la ruta 11 vas a tener un tramo más largo, pero seguramente vas a tener menos autos. Por la ruta 2 vas más directo pero vas a tener un tránsito mayor. Pero por cualquiera de los dos lados podés llegar a Mar del Plata. Acá es lo mismo. Yo puedo llegar a que el Estado tome cartas en el asunto en Vicentín, haciéndose cargo de Vicentín con una mayoría accionaria por la expropiación, o por la vía de ir haciendo acuerdos en el concurso de acreedores”. Es decir, tanto la intervención como la expropiación son caminos para lograr el objetivo buscado: recuperar la empresa en función del interés público y gestionarla de manera eficiente para que el conjunto de los acreedores pueda satisfacer sus demandas. Actualmente, la Inspección General de Personas Jurídicas de Santa Fe (IGPJ) solicitó la intervención judicial de Vicentín mientras dure el trámite concursal y se logre su total normalización. Entre las razones que cita la IGPJ destaca que “existe un entramado societario que requiere control”, dado que “si se aprecian los porcentajes de participación que la sociedad denuncia entre sus activos, el control parece circunscribirse a sociedades constituidas en el extranjero: Vicentín Paraguay, Vicentín Europa, Vicentín Brasil”. También sostuvo que “los actuales integrantes del directorio no resultan idóneos para conducir la compleja situación”. En este contexto, la idea que más se ha difundido y que más apoyos tiene es que la empresa funcione en forma mixta. En ese sentido, hemos expresado nuestra opinión a favor de la gestión tripartita entre el Estado, los proveedores (organizados en cooperativas) y los trabajadores. En la misma línea, la Federación Agraria de la zona sur de Santa Fe y la agrupación de los productores que representan a los que proveen habitualmente a Vicentín se han expresado a favor de las medidas anunciadas por el Gobierno. También el Sindicato de Obreros y Empleados Aceiteros y Desmotadores de los departamentos General Obligado y San Javier, provincia de Santa Fe, ha dicho que “en carácter de comisión directiva, comisión interna y delegados de base, y sobre todo trabajadores de la empresa Vicentín expresamos nuestro apoyo a la decisión del Poder Ejecutivo Nacional de intervenir la empresa”. En simultáneo, continúa abierta la negociación de la deuda con los bonistas pero

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Gorban: “Con Vicentín, el Estado puede controlar gran parte de la riqueza y la producción del país”

Fuente:  Mariano Pacheco| Revista Zoom Fecha: 19 de junio de 2020 Comenta que prefiere ser presentada como militante y subraya que si le entregaron el certificado Honoris Causa en dos universidades nacionales (Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Rosario) es por su trayectoria en la pelea por la soberanía alimentaria durante más de dos décadas, más que por su inserción académica. Miryam Gorban es nutricionista y tiene 88 años. En diciembre, cuando recibió la distinción en la Facultad de Medicina de la UBA, fue a salón lleno. También se la puede ver en fotografías en las que habla con alguna bandera de organizaciones sociales rurales sobre la mesa mientras los activistas la escuchan con atención. En la década del setenta fue Jefa de Alimentación del Sanatorio Güemes, espacio que entonces contaba entre sus filas a distinguidos profesionales, bajo la coordinación de René Favaloro. En esta conversación con revista Zoom, la especialista en cuestiones alimentarias se mete con uno de los temas candentes de la coyuntura que hoy atraviesa la Argentina. Una entrevista a fondo para pensar los desafíos que el país enfrenta en medio de la pandemia mundial. Para comenzar querría que compartas alguna reflexión que pueda ayudarnos a dilucidar las diferencias y relaciones que se pueden establecer entre tres conceptos: “Seguridad alimentaria”; “Soberanía alimentaria” y “Soberanía nacional”. En primer lugar, aclarar que seguridad y soberanía alimentaria no son términos idénticos. Seguridad es un término eminentemente técnico, elaborado en su momento por la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), y hace a la cantidad y no a la calidad de los alimentos. Por otra parte, no cuestiona el modelo productivo y no tiene en cuenta la participación de los verdaderos actores sociales en todo el proceso de la cadena alimentaria. En cambio, el de soberanía es un término más político, más participativo, que nació desde los movimientos sociales, de la mano de la Vía Campesina Internacional, que representa a millones de productores de todo el mundo. Diría que siempre que hablamos de soberanía hacemos referencia a la autodeterminación de los pueblos en distintos planos: alimentario, pero también marítimo, territorial, energético, etcétera. Por ejemplo: cuando hablamos de soberanía territorial, desde Argentina levantamos la bandera de las Islas Malvinas y la Antártida; tiene que ver con reivindicar la capacidad de cada país de regular y elaborar sus propios programas alimentarios en función de las necesidades de su pueblo y de las condiciones y capacidades de producción y disponibilidad económica, política, social y cultural. El ejemplo más claro fue el intento de la “Soja solidaria”: cuando en pleno auge de la globalización se pretendió instalarla a través de las escuelas, tanto los maestros como el resto de la comunidad educativa se plantaron. A ellos se sumó la comunidad científica y buena parte de la sociedad en general, para que la soja no fuera parte central de nuestra alimentación. En otras entrevistas hablaste de la falacia de que alimentamos a 400 millones de personas. ¿Podrías retomar y profundizar esa idea? No se tiene en cuenta que en las últimas décadas, no sólo en Argentina sino en el mundo entero, alimentamos a la vez seres humanos, animales y automóviles. El modelo económico vigente nos sumerge en una puja por ver quien gana en ese tironeo, y a veces los seres humanos perdemos -y perdemos bastante-. Por ejemplo, Estados Unidos transforma el 60% del maíz en combustible, y eso para México -a quien se lo robaron- significa un aumento exponencial en el precio de la tortilla de maíz, que es la base de su alimentación, como para nosotros lo es el pan que se hace con harina de trigo. Por eso considero correcto lo que dijo Alberto Fernández: “todo esto es un paso hacia, pero aún no es la soberanía alimentaria”. En nuestro país, tal soberanía no puede ser una realidad mientras se mantenga el modelo productivo, mientras sigamos fumigando y produciendo con venenos, al mismo tiempo que se ve imposibilitado el acceso a la tierra. Yo siempre digo que, ya que hay tanta gente que le gusta comparar y establecer modelos en base a lo que sucede en otros países, bueno, que me muestren otro país en el que suceda como acá, que un solo dueño tiene un millón de hectáreas y no se sabe qué produce, ni para quién. ¿De allí la importancia de la intervención de Vicentín, no? Por supuesto, intervención que tendrá o no la expropiación como resultado, dependiendo de la aprobación en el congreso. Eso es lo que falta hoy: soberanía en el control de la producción y la exportación, y, por otra parte, la evasión impositiva y la fuga de divisas. Tener una empresa nacional y pública es fundamental, más aún que sea participativa. Con esto me refiero a las cooperativas, los trabajadores y la sociedad civil junto al Estado en la conducción de la empresa, sin lo cual es imposible ejercer un control de precios de la canasta familiar de todos los argentinos. Pensemos que Vicentín es una empresa que procesa harina de soja, que se puede transformar en harina de centeno o trigo para el pan nuestro de cada día. También produce agrocombustibles, mal llamados biodiesel, ya que bio es vida. Se puede avanzar en procesar semillas de girasol, y por otra parte, Vicentín cuenta con un frigorífico. Sintetizando, se cuenta con tres o cuatro ramas fundamentales de la producción de alimentos. Romper con la concentración monopólica también es indispensable para detener la espiral inflacionaria en la cadena de alimentación -que se da desde la producción hasta la distribución y comercialización-; finalmente, son las empresas las fijadoras de precios, no los almacenes de barrio. Antes mencionaste experiencias de organizaciones como la Vía Campesina, que también en estas tierras se expresa con nombres como los de la CLOC (Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo), el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil (MST) o el Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE) en Argentina. En ese sentido… Sí, sí, claro,

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Mantener el foco

Fuente: Carlos Heller | Tiempo Argentino Fecha: 7 de junio de 2020 Nos encontramos frente a una situación de múltiples emergencias, tanto nuevas como heredadas, y el gobierno continúa firme en la defensa del interés de la Nación, en particular poniendo el foco en los sectores más vulnerables. Esto implica tener bien en claro cuáles son las prioridades y las herramientas disponibles. El margen de acción no es el mismo que poseen las principales economías, pero el esfuerzo es muy importante. Un esfuerzo que apunta a fortalecer el papel de lo público y del propio Estado, y que despierta rechazo en algún segmento de la sociedad, que recurre a variopintos argumentos. En un artículo reciente de un conocido periodista se indica que, dado que se desplomaron los despachos mayoristas de cemento, pero aumentaron los minoristas, “las familias que tienen alguna capacidad de ahorro huyen del peso y atesoran bolsas de cemento”. Una forma extraña de atesorar, dado que, con el tiempo, el cemento se endurece y pierde su valor. Quizá la razón es que, con el aislamiento, muchos deciden realizar obras en sus casas. Pero el comentario va más allá de lo anecdótico, puesto que el columnista persigue la idea de que existe atraso cambiario. Se pregunta “¿por qué la gente quiere dólares o cosas que están ´hechas de dólares´?”, y se responde: “porque huye del peso, una moneda cuyo valor se deteriora cada día un poco más”. En verdad, fue desde el Rodrigazo que la gente comenzó a pensar en el dólar como moneda de resguardo de valor. Además, ¿qué mayor pérdida de valor del peso que la que tuvo lugar en 2019, con 11 meses con inflación interanual mayor al 50%, con su pico en mayo con el 57,3%? Pareciera que todo vale para intentar instalar la necesidad de una devaluación. Sin embargo, el Tipo de Cambio Real Multilateral, que mide el poder de compra internacional de nuestra moneda, se ubica en estos días en un índice de 116, cuando el promedio entre enero 2016 y julio 2019 fue de 100,5, lo que indica que hoy hay más competitividad y por lo tanto no puede hablarse de atraso cambiario. Tampoco se puede desconocer que uno de los focos en los que se está actuando activamente es en el cuidado de las reservas internacionales, un recurso estratégico para poder administrar el tipo de cambio y hacer frente a las necesidades de divisas de la economía real, aunque se lo trate de presentar del modo contrario. Por eso, el Banco Central dispuso (Comunicación A7030), entre otras cuestiones, que las empresas que cuenten con activos líquidos originados en la formación de activos externos deban disponer primeramente de esos recursos para el pago de obligaciones con el exterior. El espíritu es que se utilicen los dólares que los privados disponen antes de recurrir a las reservas del BCRA. Es algo absolutamente lógico. No obstante, en la semana, en una nota un matutino tituló: “Las empresas advierten que el nuevo cepo profundiza la recesión”, haciendo alusión a un documento interno de la Unión Industrial Argentina. En el texto se señala que entre las dificultades centrales que se plantean a partir de la norma, y “dada la coyuntura argentina de la última década, en múltiples casos a las empresas nacionales se les exige el pago anticipado de la importación, y este acceso sería limitado”. Y acto seguido se dice: “No existe necesariamente una relación lineal entre las importaciones y las divisas solicitadas. Una porción de las divisas solicitadas en 2020 fue para cancelar deudas por importaciones del año previo”. No queda claro si tenían que enviar anticipadamente los dólares al exterior para poder comprar, o si necesitaban dólares para pagar a quienes les financiaron la compra. Suena contradictorio. Luego el documento dice: “Las empresas poseen stocks financieros en el exterior por múltiples razones: para preservar su capital de trabajo que les permitiría hacer frente a la caída abrupta de la demanda y afrontar sus obligaciones locales; cobertura de cambios para el riesgo cambiario; inversiones en filiales que se hicieran en el exterior. Privilegiar que estos stocks se utilicen para el pago de saldos externos dejaría a las empresas con menos posibilidades de cubrirse ante cualquier emergencia”. La pregunta surge sola: si la actual situación no es de emergencia, de caída en la demanda, ¿cuál sería entonces una situación de este tipo? Difícil de entender. Vuelvo a repetir: el Estado está adoptando una posición activa en un marco muy complejo, en el que está presente, como siempre, la restricción externa. El Banco Central no le está poniendo limitaciones a una empresa para acceder al mercado único de cambios y comprar dólares para pagar las importaciones, sólo tiene que utilizar primero las divisas que tenga en el exterior o los dólares billete que haya acumulado en función de las franquicias regulatorias que la administración anterior generó. Franquicias que permitieron que se fugaran unos 86 mil millones de dólares en cuatro años. Por eso no es casual que se vuelva a la carga con noticias sobre el mal denominado “cepo”. No estamos hablando de nada parecido a un instrumento de tortura. Es sencillamente la administración de un recurso imprescindible y, sobre todo, escaso. No hay que perder de vista que en la Argentina parte de lo que genera la restricción externa es la insostenibilidad de la deuda. Por ello, es una cuestión de interés común, también para importadores y exportadores, que el proceso de negociación de la deuda se resuelva favorablemente, es decir, generando un horizonte viable para el país. La nueva fecha de la invitación a canjear bonos finaliza el 12 de junio. La última propuesta argentina ha incluido algunas mejoras en distintos bonos, se adelantan algunos vencimientos e inicios de las amortizaciones, pero no se cambia lo sustancial, que es el mantenimiento del período de gracia y las bajas tasas de interés. Lo fundamental es que se mantiene en el margen de lo que es posible para el país: que Argentina pueda asumir los servicios de la

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La reforma tributaria que necesitamos

Fuente: Alfredo Serrano Mancilla | Celag.org Fecha: 6 de junio de 2020 Existe una vieja discusión en Economía sobre si los impuestos afectan positiva o negativamente al crecimiento y al desarrollo. La literatura académica en este sentido es muy vasta y variada; hay estudios para todos los gustos. Unos afirman que mayores impuestos perjudican la actividad económica, genera desempleo e incentiva la fuga de capitales. En cambio, otros, sí demuestran que la mayoría de países desarrollados tienen impuestos elevados, y gozan de altos niveles de crecimiento y bienestar social. Es imposible tener una única respuesta para tal dilema, porque todo depende de múltiples variables. Y entre las más determinantes está aquella que se centra en una cuestión muy olvidada por la Ciencia Económica dominante (la neoclásica), que sirve como base teórica para el modelo neoliberal: ¿quién paga qué? No es lo mismo un sistema tributario que hace pagar a quien produce que aquel otro que grava a quien especula financieramente; tampoco es lo mismo cuando se grava a los salarios de los trabajadores mientras se permite que los beneficios empresariales de los grandes capitales apenas tributen. América Latina no está ajena a esta controversia, aunque sí es cierto que la mayoría de debates económicos en la región se centran más en la restricción externa, por el alto grado de dependencia de las economías locales con el sistema-mundo. No obstante, en tiempos de pandemia, con una economía global más que afectada y con mucha necesidad de recaudación interna para sostener un sistema sólido de salud, la discusión tributaria reaparece con mucha fuerza en la escena pública. La región recauda poco, a pesar de lo que cacarean las usinas conservadoras y neoliberales. Los datos hablan por sí solos: la recaudación tributaria en América Latina supone el 23,1% del PIB para el año 2018, mientras que este mismo valor es del 34,3% para países OCDE o 40,3% para la Unión Europea. Existe, por tanto, mucho margen inteligente de recaudación para ganar en justicia social; y también en eficiencia. América Latina necesita actualizar cuanto antes su obsoleta matriz de tributos en relación a los siguientes ejes: Es inadmisible que la tasa legal del impuesto que tienen que pagar las empresas difiera tan significativamente de la tasa efectiva, la que realmente pagan. Este es un fenómeno regional: en Argentina, la tasa legal es del 30%, pero a la hora de la verdad, el tipo impositivo efectivo sobre sus beneficios es del 7,6%; en México, esta relación es de 30% a 7,4%; en Perú, de 29,5% a 8,8%; en Colombia, de 33% a 9,8%. ¿Por qué ocurre esto? Porque la mayoría de las empresas usan múltiples mecanismos para reducir la base imponible sobre la que se aplica el tipo impositivo. Ante esta brecha efectiva en la recaudación, es urgente implementar un marco legal no tan elusivo. Las empresas trasnacionales de alta tecnología (Google, Apple, Facebook y Amazon) apenas pagan tributos en América Latina. Existe un gran vacío, deliberado, para que estos gigantes facturen y puedan, así, trasladar sus beneficios a guaridas fiscales evadiendo impuestos. En América Latina, la participación de la economía digital está creciendo cada vez más (15,9% PIB en México; 16,2% en Argentina, 21,6% en Brasil), y en cambio, la recaudación por este concepto no refleja tal proporción. No puede ser que un pequeño empresario en Argentina o Colombia pague su impuesto, y Google o Amazon no. Es por ello que el diseño de impuestos sobre la actividad económica de estas grandes tecnológicas es un imperativo para Latinoamérica. Las grandes fortunas han de contribuir en relación a su capacidad económica. Este debate es actual en Argentina y Chile, y también en muchos otros países de la región. Según el último estudio hecho por Celag, aplicando un impuesto aproximado al que tiene Uruguay en el resto de países de la región se lograría recaudar un extra de algo más de 51 mil millones de dólares; si aplicáramos el vigente en Colombia, se obtendrían casi 26.000 millones de dólares. Lo importante de este tributo es que se podría denominar “impuesto que no afecta a casi nadie”; en América Latina, según el Credit Suisse Research Institute, hay 673 mil personas que serían afectadas, es decir, solo el 0,2% de la población total adulta. Las actividades económicas ficticias, las no reales, en su mayoría especulativas en el campo financiero, han de ser penalizadas tributariamente. En América Latina, según Cepalstat, la intermediación financiera representaba el 17,6% del PIB (año 2018), y, por el contrario, apenas contribuía a recaudar tributos. Por ejemplo, el impuesto a las transacciones financieras en América Latina solo representa el 0,26% del PIB (año 2018). El orden neoliberal financiarizó la economía global y, sin embargo, no es posible que aún no haya habido un reseteo de la matriz tributaria en esa dirección. A estos cuatro ejes deberíamos de añadir la lucha contra la evasión. Como afirma Nicolás Oliva en un texto publicado por Celag, “América Latina es el campeón mundial en ocultamiento de riqueza: el 27% de la riqueza privada está registrada en guaridas fiscales”. Es perentorio iniciar políticas efectivas que eviten esta hemorragia fiscal. Y en este ámbito, una de las prioridades es acabar de una vez por todas con el fenómeno de precios de transferencias (según Cepal asciende al 1,5% del PIB regional). Otro tema crucial es avanzar en la implementación del proyecto BEPS (Erosión de la Base Imponible y el Traslado de Beneficios), elaborado por la OCDE, para acabar con la evasión fiscal de las multinacionales. En definitiva, es ahora el momento indicado para fijar las pautas de un nuevo consenso en materia tributaria en América Latina en pro de sintonizar con la economía que queremos y necesitamos, tanto para afrontar la pandemia como para todo lo que se vendrá después. No hay Estado de Bienestar sin un sistema tributario que lo haga sostenible. Alfredo Serrano Mancilla Dr. en Economía Aplicada (UAB). Director de CELAG (España) Alfredo Serrano Mancilla es doctor en Economía por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB), España. Realizó estancias predoctorales en Módena y Bolonia (Italia) y

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Un aporte a la sostenibilidad

Fuente: Carlos Heller | Página/12 Fecha: 24 de mayo de 2020 El país está en una situación económica insostenible. Pero lo estaba ya antes de la pandemia. Las consecuencias de las políticas aplicadas por Mauricio Macri se precipitaron con la crisis sanitaria producida por el coronavirus. En la actualidad, el Estado asiste en nueve de cada diez hogares a por lo menos uno de sus integrantes: asume una tarea enorme tratando de que los padecimientos de los argentinos y las argentinas sean los menores posibles. Es un Estado que recibe menos ingresos y está muy endeudado. En este contexto de alta complejidad, operan los grandes conglomerados económicos que, por un lado, intentan forzar una devaluación y, por otro, desconocen reglas básicas que deberían seguir como contraprestación a las medidas de auxilio que el Estado implementa. Por ejemplo, le piden al gobierno que les pague una parte de los sueldos de sus trabajadores pero, al mismo tiempo, reparten dividendos entre sus accionistas u operan en el contado con liquidación, una maniobra por la que compran bonos en pesos y luego los transfieren a una cuenta en el exterior donde los cambian por dólares. Cuando se implementó el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP) originariamente era sólo para PyMEs. Luego, la Unión Industrial Argentina pidió que la medida se extendiera a todas las empresas, argumentando que las grandes también estaban en crisis o se encontraban cerradas y no podían producir. El gobierno aceptó el pedido en un contexto en el que, al mismo tiempo, libraba una batalla contra sectores que intentan llevar al país hacia una devaluación. Pero les dice: para acceder a los ATP, la empresa beneficiada no puede repartir utilidades, no puede transferir dinero al exterior y no puede operar en el contado con liquidación. Si está haciendo algunas de estas cosas, es una demostración de que no necesita ningún subsidio del Estado para pagar los sueldos. Ese dinero subsidiado, equivalente a dos salarios mínimos, les libera recursos que emplean para la especulación. Pero luego, cuando el gobierno interviene para poner un límite a esa situación, se escandalizan porque —sostienen— interfiere en la vida autónoma de las empresas y restringe su libertad. Algo parecido sucede con el sector agropecuario. Se supone que este año hay cosecha y rendimiento record, sin embargo hay caída de las exportaciones y las divisas no aparecen. ¿Qué es lo que sucede? Es simple: como el tipo de cambio está supuestamente atrasado retienen el producto, pero como tienen necesidades financieras piden asistencia y demandan créditos subsidiados. Ante esa situación, el gobierno establece que, para poder acceder a créditos con tasas subsidiadas, las empresas tienen que tener un stock de no más del cinco por ciento de lo que cosecharon. Entonces, aparecen la Sociedad Rural y Confederaciones Rurales Argentinas, tradicionales representantes de los grandes grupos agroexportadores, hablando de medida “contraproducente” y “arbitraria y discriminatoria”. Según esa perspectiva, el Estado debería ayudarlos aunque eso fuera en contra de los intereses de la Nación. Pero hay cosas más sutiles, por ejemplo el Gobierno decide prorrogar por dos meses la prohibición de despedir y, entonces, aparece un alto directivo de la UIA y afirma que “prohibir suspensiones y despidos no es el camino” y que “la Argentina tiene que tener un seguro de desempleo”. Es decir, transferirle al Estado la carga de un sueldo de subsistencia para los trabajadores y las trabajadoras que sean despedidos o suspendidos. Ahí es necesario preguntarse: ¿cuánto ganaron esas empresas en todo este tiempo? ¿No será un momento para que ganen un poco menos? ¿No será el momento de que pongan un poquito de lo que ganaron? Mientras tanto, en Bruselas, la Comisión Europea ha dicho esta semana que “ahora hay que mantener los estímulos para reducir la crisis económica y después vendrán los ajustes”. Es decir: ahora afrontamos la situación con una expansión del gasto y de la presencia del Estado pero, cuando esto pase, volveremos a la práctica de los ajustes estructurales. Esto significa que después de la pandemia no necesariamente viene un mundo más justo y más solidario. Seguramente se avecina una feroz pelea por establecer quién paga el costo que produce este proceso de caída de la actividad y de aumento generalizado del gasto para atender las consecuencias de la crisis. ¿Quién se va a hacer cargo de esta situación? En este escenario se inscribe el proyecto de ley para gravar las grandes fortunas. En el principio de esta nota decíamos: el país está en una situación económicamente insostenible. Cuando el gobierno comenzó su gestión se proyectaba un déficit fiscal primario de un poco más del uno por ciento. Hoy se estima que podría llegar a un seis por ciento. Por lo tanto, la necesidad de un aporte como el que estamos planteando por parte de las 12.000 personas más ricas de la Argentina parece indiscutible. Ese tributo deberá contribuir a generar una masa de ingresos fiscales que achique el déficit que genera el gasto necesario para enfrentar la crisis sanitaria y sus consecuencias sociales y económicas. Porque, a través de este aporte, el Estado va a percibir una suma de alrededor de 250 o 300 mil millones de pesos, una cifra cercana a la ampliación que se realizó del presupuesto nacional para atender las erogaciones extraordinarias que demanda el escenario de la pandemia. En simultáneo, el país avanza en el proceso de negociación de la deuda. Por un lado, el gobierno extendió los plazos hasta el próximo 2 de junio. Por el otro, el Presidente volvió a fijar los límites de la posición argentina cuando declaró: “no vamos a asumir ningún compromiso con nuestra deuda que postergue lo que todos los argentinos están esperando, que es salir, producir y hacer crecer la Argentina”. Luego agregó: “no está en discusión las bondades del capitalismo”, sino “la degeneración” de ese sistema económico, que “un día prestó más atención a las ganancias financieras que a la producción” y “empezó a desequilibrarse”. Finalmente hizo un llamado a “construir otra sociedad” y

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La riqueza oculta: La presión tributaria para las grandes fortunas es minúscula

Fuente: Magdalena Rúa | El Cohete a la Luna Fecha: 26 de abril de 2020 El debate en torno al impuesto extraordinario a las grandes fortunas ha vuelto a poner sobre la mesa la discusión acerca de la supuesta elevada presión tributaria de la Argentina. Sin embargo, los datos no sólo muestran que la presión tributaria está por debajo del promedio de los países “desarrollados”, sino que gran parte de la riqueza de las personas de alto patrimonio se encuentra en el exterior y una porción de ésta podría no estar alcanzada por el fisco argentino. Según información de la AFIP, en conjunto las 14.440 personas de mayores fortunas de Argentina poseían casi tres veces más bienes en el exterior que en el país en 2017. A su vez, los argentinos declararon bienes en el exterior por alrededor de 78 mil millones de dólares en 2017, según los datos de la AFIP, mientras que INDEC estimó 266 mil millones de dólares de activos externos del sector privado no financiero para ese mismo año. La situación económica será cada vez más crítica. Para 2020, la CEPAL proyecta una caída del PIB del 5,3% en América Latina y el Caribe, y del 6,5% para la Argentina. Es fundamental la aplicación de fuertes paquetes fiscales que sirvan para paliar la crisis. En la Argentina, se anunció que un 3% del PIB será destinado para estos fines. Sin perjuicio de que la emisión monetaria puede ser una fuente esencial de financiamiento de estas políticas, ello no quita la importancia de avanzar en la creación de un impuesto extraordinario a las grandes fortunas y en el diseño de una reforma impositiva de carácter progresivo que permita redistribuir recursos. De lo contrario, la brecha de desigualdad social se ampliará drásticamente. Como no podía ser de otra manera, existe una fuerte resistencia por parte de los sectores más concentrados de la economía a la aplicación de un impuesto a las grandes fortunas y a las ganancias extraordinarias para los grandes grupos económicos que no están siendo afectados por la cuarentena. Uno de los principales argumentos esgrimidos es la alta presión tributaria de la Argentina. Este es uno de los mitos que han logrado instalar desde los inicios de la historia de nuestro país y que lejos está de ser realidad para los grandes grupos económicos y familias ricas de la Argentina. Primero, porque para los grandes grupos económicos argentinos transnacionalizados y empresas multinacionales cuyas controlantes se ubican en el exterior, así como para las familias más adineradas de la Argentina, muchas de ellas asociadas a estas grandes firmas, la presión tributaria no suele ser la misma que para el resto, ya que logran minimizar su carga tributaria trasladando sus capitales al exterior. Segundo, la estructura del sistema tributario argentino es fuertemente regresiva, ya que la mayor parte de la recaudación se nutre de impuestos indirectos, tendencia que se vio agudizada en los últimos cuatro años de la gestión de Cambiemos. Por último, la presión tributaria en la Argentina es acorde a los parámetros internacionales. En varios artículos que escribí en el Cohete mostré que la presión fiscal en la Argentina resulta adecuada al compararla con la de otros países. Según las estadísticas de la OCDE, la presión tributaria de la Argentina en 2017 (30,3% de PIB) se encontraba por debajo del promedio de los países de la Unión Europea (37,5%), del promedio de los países miembro de la OCDE (34,2% de PIB), de Japón (30,6% de PIB), de Canadá (32,2% de PIB), e incluso por debajo de la de Uruguay (30,9% de PIB) y Brasil (32,3% de PIB). Si analizamos las tasas máximas marginales del impuesto a los ingresos personales (es decir, las que se aplican a las personas con mayores ingresos) en los países de la OCDE, vemos que su promedio para el periodo fiscal 2018 fue del 41,2%, por encima del 35% de la Argentina. Asimismo, en la mayoría de estos países las tasas máximas superan el 35% y llegan hasta el 60,1%. En el caso de las tasas del impuesto a las ganancias para empresas en América Latina en 2018, de la información de CIAT se desprende que la Argentina posee la misma alícuota máxima general (30%) que otros países hermanos, tales como México, Venezuela, Nicaragua y Costa Rica, e incluso se encuentra por debajo de la de Colombia (33%). Por otro lado, las familias con grandes fortunas suelen contar con múltiples asesores financieros, contables, impositivos y legales, que tienen los canales para enviar el dinero al exterior y administran los activos financieros externos de sus clientes, brindando confidencialidad sobre la propiedad de la riqueza. Según el nivel de riqueza personal, suelen dividirse en segmentos como High Net Worth (HNW) Individuals (Personas con Alto Patrimonio Neto), desde 1 hasta 100 millones de dólares, y Ultra High Net Worth (UHNW) Individuals (Personas con Ultra Alto Patrimonio Neto), con más de 100 millones de dólares. Estos últimos segmentos, por lo general, requieren un servicio altamente calificado que involucre variadas jurisdicciones con estructuras fiscales y legales complejas. Si analizamos los datos de la AFIP de las declaraciones juradas de bienes personales de 2017, observamos que las personas con mayores patrimonios poseen sus riquezas fundamentalmente en el exterior. A continuación, se presenta un cuadro con los tramos de bienes personales superiores a 5 millones de pesos, elaborado sobre la base de información de AFIP del año fiscal 2017. Allí puede observarse que los últimos tres tramos del cuadro, que corresponden a personas que poseían bienes sujetos a impuestos superiores a los 30 millones de pesos de 2017 (equivalentes a más de 1,58 millones de dólares en ese año), poseen más bienes en el exterior que en el interior del país. En total son 14.440 personas que, en conjunto, declararon en 2017 alrededor de 382.000 millones de pesos en el país (equivalentes a 20.200 millones de dólares) y más de 1,1 billón de pesos en el exterior (equivalentes a 58.000 millones de dólares). Presentaciones y bienes declarados por tramo de bienes sujetos al Impuesto sobre los Bienes Personales. Año Fiscal 2017.                                 En

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La pandemia y el fin de la era neoliberal

Fuente: Atilio A. Boron | Blog de Atilio A. Boron Fecha: 10 de abril de 2020 El coronavirus ha desatado un torrente de reflexiones y análisis que tienen como común denominador la intención de dibujar los (difusos) contornos del tipo de sociedad y economía que resurgirán una vez que el flagelo haya sido controlado. Sobran las razones para incursionar en esa clase de especulaciones, ojalá que bien informadas y controladas, porque si de algo estamos completamente seguros es que la primera víctima fatal que se cobró la pandemia fue la versión neoliberal del capitalismo.  Y digo la “versión” porque tengo serias dudas acerca de que el virus en cuestión haya obrado el milagro de acabar no sólo con el neoliberalismo sino también como la estructura que lo sustenta: el capitalismo como modo de producción y como sistema internacional. Pero la era neoliberal es un cadáver aún insepulto pero imposible de resucitar. ¿Qué ocurrirá con el capitalismo? Bien, de eso trata esta columna. Simpatizo mucho con la obra y la persona de Slavoj Zizek pero esto no me alcanza para otorgarle la razón cuando sentencia que la pandemia le propinó “un golpe a lo Kill Bill al sistema capitalista” luego de lo cual, siguiendo la metáfora cinematográfica, éste debería caer muerto a los cinco segundos. No ha ocurrido y no ocurrirá porque, como lo recordara Lenin en más de una ocasión, “el capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer.” El capitalismo sobrevivió a la mal llamada “gripe española”, que ahora sabemos vio la luz en Kansas, en marzo de 1918, en la base militar Fort Riley, y que luego las tropas estadounidenses que marcharon a combatir en la Primera Guerra Mundial diseminaron el virus de forma incontrolada. Los muy imprecisos cálculos de su letalidad oscilan entre 20, 50 y 100 millones de personas, por lo cual no es necesario ser un obsesivo de las estadísticas para desconfiar del rigor de esas estimaciones difundidas ampliamente por muchas organizaciones, entre ellas la National Geographical Magazine . El capitalismo sobrevivió también al tremendo derrumbe global  producido por la Gran Depresión, demostrando una inusual resiliencia –ya advertida por los clásicos del marxismo- para procesar las crisis e inclusive y salir fortalecido de ellas. Pensar que en ausencia de aquellas fuerzas sociales y políticas señaladas por el revolucionario ruso (que de momento no se perciben ni en Estados Unidos ni en los países europeos) ahora se producirá el tan anhelado deceso de un sistema inmoral, injusto y predatorio, enemigo mortal de la humanidad y la naturaleza, es más una expresión de deseos que producto de un análisis concreto. Zizek confía en que a consecuencia de esta crisis para salvarse la humanidad tendrá la posibilidad de recurrir a “alguna forma de comunismo reinventado”. Es posible y deseable, sin dudas. Pero, como casi todo en la vida social, dependerá del resultado de la lucha de clases; más concretamente de si, volviendo a Lenin, “los de abajo no quieren  y los de arriba no pueden seguir viviendo como antes”, cosa que hasta el momento no sabemos. Pero la bifurcación de la salida de esta coyuntura presenta otro posible desenlace, que Zizek identifica muy claramente: “la barbarie”.  O sea, la reafirmación de la dominación del capital recurriendo a las formas más brutales de explotación económica, coerción político-estatal y manipulación de conciencias y corazones a través de su hasta ahora intacta dictadura mediática. “Barbarie”, István Mészarós solía decir  con una dosis de amarga ironía, “si tenemos suerte.” Pero, ¿por qué no pensar en alguna salida intermedia, ni la tan temida “barbarie” (de la cual hace tiempo se nos vienen administrando crecientes dosis en los capitalismos realmente existentes”) ni la igualmente tan anhelada opción de un “comunismo reinventado”? ¿Por qué no pensar que una transición hacia el postcapitalismo será inevitablemente “desigual y combinada”, con avances profundos en algunos terrenos: la desfinanciarización de la economía, la desmercantilización de la sanidad y la seguridad social, por ejemplo y otros más vacilantes, tropezando con mayores resistencias de la burguesía, en áreas tales como el riguroso control del casino financiero mundial, la estatización de la industria farmacéutica (para que los medicamentos dejen de ser una mercancía producida en función de su rentabilidad), las industrias estratégicas y los medios de comunicación, amén de  la recuperación pública de los llamados “recursos naturales” (bienes comunes, en realidad)? ¿Por qué no pensar en “esos muchos socialismos” de los que premonitoriamente hablaba el gran marxista inglés Raymond Williams a mediados de los años ochenta del siglo pasado? Ante la propuesta de un “comunismo reinventado” el filósofo sur-coreano de Byung-Chul Han salta al ruedo para refutar la tesis del esloveno y se arriesga a decir que «tras la pandemia, el capitalismo continuará con más pujanza.” Es una afirmación temeraria porque si algo se dibuja en el horizonte es el generalizado reclamo de toda la sociedad a favor de una mucho más activa intervención del estado para controlar los efectos desquiciantes de los mercados en la provisión de servicios básicos de salud, vivienda, seguridad social, transporte, etcétera y para poner fin al escándalo de la híperconcentración de la mitad de toda la riqueza del planeta en manos del 1 por ciento más rico de la población mundial. Ese mundo post-pandémico tendrá mucho más estado y mucho menos mercado, con poblaciones “concientizadas” y politizadas por el flagelo a que han sido sometidas y propensas a buscar soluciones solidarias, colectivas, inclusive “socialistas” en países como Estados Unidos, nos recuerda Judith Butler, repudiando el desenfreno individualista y privatista exaltado durante cuarenta años por el neoliberalismo y que nos llevó a la trágica situación que estamos viviendo. Y además un mundo en donde el sistema internacional ya ha adoptado, definitivamente, un formato diferente ante la presencia de una nueva tríada dominante, si bien el peso específico de cada uno de sus actores no es igual. Si Samir Amin tenía razón hacia finales del siglo pasado cuando hablaba de la  tríada formada por Estados Unidos, Europa y Japón hoy aquella la constituyen Estados Unidos, China

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