Tiempos interesantes
Fuente: Edgardo Mocca | Página 12 Fecha. 03 JUN 2018 El macrismo no ha dejado de retroceder políticamente desde los días de la movilización popular en diciembre último contra el atropello legal a los jubilados y pensionados. Sin embargo su discurso público no ha cambiado en ningún asunto más o menos importante. El país de Macri es el que se incorporó al mundo, abandonó el camino que lo llevaba a Venezuela, es mirado con admiración en todos los países que valen la pena. Y lo más importante, tiene la fórmula para superar por siempre los fracasos argentinos: la libertad de los mercados. Es la misma fórmula de Alsogaray, de Martínez de Hoz, de Cavallo y de tantos otros, que repiten las nuevas generaciones de tecnócratas con la seguridad de haber descubierto la pólvora. Esa fórmula, esa ideología, ha estado detrás de cada golpe de estado oligárquico-militar. Llegó a su climax mundial en los años noventa del siglo pasado cuando se derrumbaba el muro de Berlín, desaparecía la Unión Soviética, florecía la “tercera vía” de la izquierda neoliberal y Menem convertía al justicialismo en el agente de las “reformas estructurales” que llevaron al país al desastre más grande de su historia contemporánea. Claro, al gastado relato de la meritocracia, el capital humano y la capacidad de autorregulación del mercado –tan viejo que se remonta al siglo XIX y mantuvo su predominio hasta la gran crisis capitalista de 1929– el macrismo le agregó el atractivo de ganar una elección. Es decir, por primera vez presentándose el liberalismo conservador a elecciones con su propio partido, sin recurrir a golpes militares o a la captura de alguno de los grandes partidos populares. A eso hay que agregarle que Cambiemos es el nombre argentino de una contraofensiva de la derecha regional contra los procesos populistas de comienzos de este siglo. Entonces, el macrismo luce un ropaje moderno. Es la oligarquía joven, canchera, decontracturada, segura de sí misma. Encontró provisoriamente el modo de fundirse en un mismo deseo, en un mismo imaginario social con clases medias que prefieren la desigualdad aunque digan lo contrario. La promesa fue exitosa, fue ganadora. El problema es que después hay que gobernar. Y la tecnología publicitaria combinada con la intrusión en las intimidades individuales puede ser un auxiliar muy importante del gobierno y de la política. Lo que no puede es reemplazarlos. Y la estructura misma del macrismo está hecha de materia publicitaria. Casi no tiene importancia el sentido directo e inmediato de las palabras, solamente importa la posibilidad de inscribirla en un relato siempre igual a sí mismo. No importa que las metas de inflación se cambien hacia arriba, que se pierdan miles de millones de dólares de reservas por una corrida cambiaria, que se rompa la alianza –inestable pero hasta hace poco efectiva– con un sector del peronismo, que la popularidad del presidente disminuya en cada sondeo, que millones ganen las calles, que la cúpula sindical esté obligada a abandonar su postura conciliadora, que la iglesia católica advierta la gravedad de la crisis, que la Sociedad Rural bloquee de modo automático la propuesta de volver a las retenciones. No importa nada, el relato no se abandona. Nada indica que este abrazo incondicional a la utopía del libre mercado y su recitado sistemático e incesante pueda ser reemplazado por algún enfoque pragmático que surja de las orillas exteriores a los ceos que pueblan el gabinete presidencial. Hasta cabe preguntarse si todavía se está a tiempo para producir ese viraje. Antes de la desesperada intervención de Macri anunciando el inicio de una gestión con el FMI, probablemente hubiera un margen para el realismo político; el spot publicitario del presidente “llevando tranquilidad” al país sobre la base del abrazo con el centro coordinador de la usura global y corresponsable del marasmo nacional de 2001 achicó notablemente ese margen. Macri y los suyos se sienten portadores de una misión histórica. Desde el momento que convencieron al 51por ciento de los votantes, se sienten seguros de que esa misión no se agota en una gestión de gobierno y no se limita a revertir los legados de la experiencia kirchnerista. Toda la historia del país debe ser releída. Y la clave de esa relectura es que el país fracasó por ser distinto, por ser “anormal”. Esa anormalidad son los salarios relativamente altos en términos latinoamericanos, el peso de sus sindicatos, la fuerza de una cosmovisión igualitaria que viene de las viejas izquierdas inmigrantes y constituyó una fuerza de estado a partir del primer peronismo. Es anormal por su voluntad industrialista, por el peso específico de su estructura universitaria y científico-técnica. Por su capacidad de lucha y de ocupación de la calle. Por su excepcional cultivo de la memoria popular, incrementada exponencialmente por las madres, las abuelas y por el conjunto del movimiento de derechos humanos. Y ésta es la oportunidad de normalizar definitivamente al país. Hasta aquí el delirio refundacional funcionó en un contexto relativamente pacífico, a pesar del siniestro mensaje que se emite hacia las fuerzas de seguridad y relativamente institucional, a pesar del abuso de los decretos, la manipulación del poder judicial, la exclusión sistemática de la visibilidad para las voces críticas y la represión salvaje en algunos casos. Esta permanencia de cierto ethos democrático, aceptado de mala gana por el gobierno, está hoy amenazada. Detrás del discurso edulcorado, férreamente encuadrado en el relato y en las formas para su defensa que surgen del estudio de los focus groups, se mueve la amenaza, anida la extorsión. Es muy sintomático que en los días posteriores a la corrida cambiaria, las mayores novedades políticas hayan consistido en el vallado de la plaza de Mayo y en el adelanto de la intención de que el Ejército intervenga en los conflictos sociales internos. Y el día viernes cuandouna de las más gigantescas movilizaciones de los últimos tiempos ocupaba el centro porteño, tuvimos la noticia de que la cámara federal “dictaminaba” que Nissman fue asesinado. No se sabe por quién ni cómo. Pero sí se sabe