País de enemigos
Fuente: Graciana Peñafort | El cohete a la luna Fecha: 23 de SEPT 2018 Una de las partes más tristes de perder a alguien que querés y con quien conviviste, es ese momento espantoso en el cual no tenés más opción que reacomodar y deshacerte de las cosas que dejó ese otro tan querido como ausente. Nunca estás más solo que en ese momento en que sos el único que toma decisiones en un espacio que supo ser común. Y que ya no lo es. Cuando abrís un cajón para vaciarlo y todo tiene un olor que reconoces como cotidiano y que sabes va a desaparecer con el correr de los días. Doblar la ropa de otro que ya no va a usar. Seleccionar qué conservar y qué no, entre papeles y objetos que aun guardan el rastro de esas otras manos. El dolor infinito de desarmar lo cotidiano. Recuerdo la última vez que me separé. Recuerdo con especial dolor el momento en que tuve que sacar de la mesa de luz los libros de él, que habían quedado ahí. Fue lo último que hice. Pasé meses sin poder tocar esa mesa de luz ni los libros que ahí estaban. Dormía de espaldas a esa mesa de luz hasta que pude hacerlo. Y cuando conseguí juntar fuerzas, valor y resignación y sacar esos libros, lloré desconsoladamente durante horas. Y yo era afortunada. Solo era una separación. Sabía —y sé— que sólo se trataba de un desarmar un mundo de dos que se había acabado. Pero que en el mundo aun estábamos los dos, intentando volver a ser felices. Cada uno por su lado. Me consoló saber que estábamos vivos. Que ese final, por doloroso que fuese, era también un principio. Cuánto más terrible y triste de modo irremediable si hubiese tenido que hacer todo esto en el contexto de una muerte. Yo no sé si CFK es una sentimental. Pero el fin de semana pasado me acordé del dolor de sacar los libros de la mesa de luz, cuando ella mostró lo que Bonadío había hecho en su casa de Calafate. Porque recordé que en esa casa es donde Néstor murió. Deseo fuertemente que CFK no haya tenido las memorias de su cotidianeidad con Néstor ahí, a merced de Bonadío. O que no le tenga apego a ese tipo de cosas. Que lo que hizo ese juez, por el modo en que lo hizo, sólo haya sido un ultraje a la propiedad y no a la memoria. Esta semana como pocas quedaron de manifiesto las múltiples facetas del Poder Judicial. En Mendoza se dictó sentencia por los delitos de lesa humanidad cometidos contra 86 víctimas de la última dictadura militar. Fue el Tribunal Oral Federal Nº 1. Mientras tanto, la Cámara Federal de Apelaciones de Mendoza tuvo una efímera secretaria, cuya designación fue tan dura y públicamente cuestionada en virtud de carecer de los antecedentes y la experiencia mínimos para ser designada en ese cargo, que finalmente renunció a su sorprendente promoción. Más lejos de las montañas azules con las que crecí y que extraño, la Cámara Federal de Apelaciones de Comodoro Py está a punto de recibir a su más flamante miembro. Tampoco concursó para ocupar ese lugar, sino que fue trasladado por el Consejo de la Magistratura. Que en estos días parece más una agencia de turismo interno de jueces que el órgano que constitucionalmente tiene a su cargo seleccionar mediante concursos públicos postulantes a las magistraturas. Y no es que los concursos sean una maravilla, a decir verdad, pero parecen un poquito menos caprichosos que estos traslados a dedo, sin mayores justificativos que la voluntad política de colonizar instancias judiciales. El flamante miembro de la Cámara de Apelaciones de Comodoro Py será uno de los jueces que deberá resolver las apelaciones que como catarata cayeron sobre la resolución del doctor Claudio Bonadío, que ordenó los procesamientos de muchos en la causa de la fotocopias del cuaderno de Centeno, el chofer con aspiraciones literarias. Las 551 páginas de la resolución de Bonadío son claro ejemplo de dos cosas: de lo mal que funciona una parte de la justicia federal sin controles y sin límites constitucionales y de las muchas veces que escribo Bonadío en esta computadora, tantas que al olvidarme del acento, me aparece el corrector señalándome que está mal escrita la palabra Bonadío. La coincidencia, puedo afirmar, no es casual. Sé que muchos no han podido leer la resolución. Entre otras cosas porque estuvo sólo un breve lapso disponible en la página del Centro de Información Judicial de la Corte Suprema. Señalan los que conocen los pasillos de la Corte que es eso una consecuencia del pequeño golpe de estado que sufrió Lorenzetti y que impactó también en la conducción del CIJ. He sido siempre muy crítica con el funcionamiento del CIJ pero señalo que en cualquier caso, la publicación de las sentencias es un aporte imprescindible al ejercicio del derecho a la información de la sociedad. Prefiero que exista el CIJ a que no exista. Y prefiero que publique las sentencias a que no las publique. La directora del CIJ explicó que son los jueces de primera instancia quienes deciden qué sentencias se publican en la página del CIJ y cuáles no. La breve publicación de la sentencia me hizo sospechar, en un arranque de optimismo carente de fundamento, que Bonadío tuvo un atisbo de vergüenza por lo que había escrito y por eso prefirió que nadie más lo pudiera leer. Sé que no fue así. Bonadío sabe que su sentencia es un verdadero mamarracho y que la única forma de validarla es que las personas no la puedan leer y sólo pueda leer lo que otros dicen de esa sentencia. Va una última reflexión estúpidamente optimista. Bonadío tiene más confianza en los múltiples house organs que en la solidez de sus escritos como juez. Ante esa falta de confianza, la solución del poder fue nombrar jueces de apelaciones que estén dispuestos a olvidar lo que saben