PARANÁ (cuento)

Por: Ariana Sacroisky

Los días transcurrían plácidamente en su Paraná natal para Ana y Miguel a inicios de los años sesenta. La casa familiar, en la calle Moreno, era cómoda y espaciosa. El alimento en la mesa estaba garantizado por las gallinas que cuidaban y sus huevos, la huerta, los frutales del fondo, y los quesos, dulces y conservas en vinagre que enviaba la familia de su madre, Clara, desde el campo en Basavilbaso. 

Miguel, con sus 15 años, pasaba los fines de semana íntegros en el Paraná Rowing Club, remando con sus amigos; apenas si volvía a comer algo apurado a la casa cuando el hambre lo pedía con fuerza. Si bien era bastante tímido, la facha natural y las miradas que comenzaba a cruzarse con las chicas de su edad, iban abriendo el camino a la espera de emociones intensas.

Ana era todo lo esperable para una buena chica judía en aquel tiempo.

— ¡Una chancleta! ¡No le voy a comprar ni perfume! — refunfuñó su padre, José, cuando supo qué traía Ana entre las piernas.

Responsable y buena alumna, Ana se ganaba el agrado de los mayores recitando a Sarmiento y a Urquiza de memoria. Fue por “cumplidora” que la chancleta ganó la aprobación y el aprecio tan anhelado de sus padres.

El mandato familiar, al que en aquel tiempo nadie llamaba de ese modo, se presentaba sin fisuras, y manaba de Clara: Ana estudiaría en la Universidad, y luego seguiría Miguel. Era la oportunidad de ascenso económico y social, y la familia haría todo lo necesario para lograrlo. José, en tanto, se quedaba al margen de la cuestión de los estudios: no comprendía el nivel de importancia que le otorgaba Clara.

En Paraná no había Universidad en aquel entonces, por lo que las opciones eran trasladarse a Córdoba, a Rosario, o quizás a Buenos Aires para estudiar i) Abogacía, ii) Ciencias Económicas o iii) Medicina. Dado que a Ana le gustaban los niños, la última parecía ser la opción más acertada. También estaba en cuestión si Ana iría sola, o si la Familia entera se mudaría con ella para garantizar el cumplimiento de la misión.

Justo en aquel momento en que las paredes de la casa de Paraná escuchaban estos diálogos, llegó octubre, y con él, el casamiento del primo Luis en Buenos Aires: la familia entera viajó hacia allí a ser parte de un evento en el que era impensable estar ausentes. Sin embargo, en Buenos Aires, no los esperaba únicamente un casamiento más, los manjares judíos habituales y la charlas para ponerse al día sobre las últimas novedades de los primos. En aquel viaje, sorpresivamente, al menos para Ana y Miguel, Clara y José compraron un departamento en la calle Cucha Cucha, barrio de La Paternal. La decisión había sido tomada. Las conversaciones, concluidas.

De regreso a Paraná, la Familia desarmó en poco tiempo su hogar. Mientras Miguel guardaba en una caja de cartón pequeños trofeos, libros y pelotas, por su mente desfilaban las tardes en el Club, con los cambios de colores de las distintas estaciones. Organizaron una feria en la casa y vendieron tanto los muebles que los acompañaron por décadas como todo lo demás que fue posible. El resto se embaló para viajar pocos meses después junto a ellos hacia Buenos Aires en su Fiat 600.  Paraná se escurría de su vida como arena entre los dedos. A diferencia de otros amigos que se iban solos para estudiar, ellos estaban dejando su casa para siempre. No habría dónde volver, ni siquiera en las vacaciones. ¿El futuro? Aparecía en blanco.

Cuando llegaron a la puerta del departamento de Cucha Cucha, el nuevo hogar, los sorprendió ver allí a un grupo de personas agolpadas hablando fuerte, policías y periodistas con sus grabadores. Un minuto después lo sabrían todo:

—Buenas tardes, Familia, los estábamos esperando. Sabíamos que este farsante había vendido el departamento a quince personas. Nos faltaba llegar a ustedes. Lamentamos tener que decirles esto, pero han caído en manos de un estafador.

Las agujas del reloj dejaron de girar. El proyecto de Clara se destruía en añicos. Ana y Miguel hicieron encontrar discretamente sus miradas, ocultando una sonrisa sutil que se dibujaba en sus rostros sin que pudieran evitarlo. 

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