LAVALLOL (cuento)

Por: Ariana Sacroisky

            A Samuel y Perla

-“¡¡Yo no voy a hacer un Lavallol de mi nueva casa!!”- aseguraba Perla con vehemencia cuando recién nos mudamos a El Bolsón, Patagonia Argentina.

¡No! ¡Claro! “¡No voy a hacer un Lavallol!”. Lavallol era la casa en la que vivíamos con mi Abuela, mis padres y las otras 6 personas de la familia. Lavallol y Jonte. ¡Ahí tenés “no voy a hacer…..”! ¿El cuadro que ves ahí? De Lavallol. ¿El reloj? De la sastrería de mi papá. ¿La azucarera con forma de gallina (de la que yo robaba los cuadraditos de azúcar de chico)? De Lavallol. ¿El juego de cristal que sacaban cuando venía un familiar importante? De Lavallol. ¿El gallo? Igual. ¿El jarrón? Igual. “No voy a hacer un Lavallol de mi casa…”

Esta anécdota me la contaba Samuel mientras daba vuelta las cajas de fotos familiares buscando rastros de su Tía Luisa, aquella que tras quedar ciega fue tratada en la Familia como una Cosa, y que finalmente se fugó con la mamá de Samuel para crear una vida feliz, quien sabe dónde. Samuel quería mostrarme algún rastro de la vida de Luisa con la familia. Pero no había caso. No lo encontraba.

-Somos todos Nosotros –me informaba-, con el Di Tella, con el Falcon, con mi tío, mi papá, mis Abuelos, Nosotros, Mar del Plata, Acá, Allá, Nosotros. ¿El resto de la gente? No existe.

Gracias a que habían cultivado un buen vínculo de hermanos, Perla y Samuel se fueron a vivir juntos a La Patagonia. En cierto modo, aunque mayores, también se habían fugado de la influencia de la abuela que todo lo decidía y lo controlaba; la que era padre, madre, tío, gendarme. ¿Habría chances de cambiar? ¿Sería posible encontrar su modo de pensar?, ¿de sentir?, ¿de elegir? ¿Existiría, de hecho, tal modo? ¿Quedarían restos de algún carbón candente?

Perla y Samuel vivían encorvados por la culpa, y no era una metáfora.

La angustia de Perla se debía a que no había advertido a la familia que el médico alemán a quien habían confiado la vista de Luisa parecía un farsante.

-Para garantizar la eficacia de la operación, es necesario que Luisa no se mueva absolutamente nada- aseguraba el alemán.

Luisa no se movió. Pero el médico le había quemado los lagrimales: la tía perdió lo último que le quedaba de vista.

La carga de Samuel lo hacía retroceder a sus 8 años, cuando se tomaba en esos días de desesperación el Tranvía 84 para ir al Hospital Israelita a hablar con otro médico, y ver si era posible que la Tía recuperara algo de su vista. Esa tía tan ajena, tan extraña, a quien hasta temía…. No había nada que hacer.

-El tiempo no vuelve atrás. Lo hecho, hecho está. Luisa no podrá ver ni llorar nuevamente- le decían los médicos. 

La primera noche que se instalaron en El Bolsón, Perla decidió ir a ver un concierto que ocurriría cerca de la casa. Había escuchado que se presentaría allí un guitarrista muy reconocido de la región: Damián V.. Se puso bonita para la ocasión, natural, como era su estilo. Preparó la cartera con todo lo necesario, y salió. Al llegar al lugar eligió una mesa cercana al espacio del artista, que estaba en penumbras, de modo de sentirse relajada y a gusto. Se pidió un mojito.

Cuando Damián salió a escena, se sentó en el espacio preparado para recibirlo, la iluminación se puso a tono, y comenzó la Música. Todo alrededor de él y de Perla se disolvió en colores difusos. Allí sólo estaba Dami y su arte, iluminándolo todo. Si le preguntáramos, Perla no sabría decirnos si el concierto duró 40 minutos ó 4 horas. De todos modos, sentiría que no es importante. Podría asegurarnos, con seguridad, que todo su cuerpo estaba recibiendo aquel néctar sagrado e invisible. El concierto terminó. Perla fue al baño, se refrescó y miró su rostro en el espejo. Ya no era una piba, lo sabía. Pero algo le decía por dentro que la vida se iba a poner divertida.

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