Enviado por: Benjamin Falicoff
Por: Alexandra Kohan | El Diario AR (7 de septiembre de 2021)
Este año fui invitada por LimudBA a participar de esa lindísima celebración que se llama Rosh Hashaná Urbano. Un acontecimiento que emociona por la alegría que suscitan los lazos comunitarios que se construyen.
La idea, como siempre para Limud, es celebrar la diversidad. Me animaría a decir que se trata de sacar lo judío a la ciudad, de que se mezcle en lo público, de ser parte de algo que no se encierre en un “nosotros” -subrayo que no se encierre-. Fue una experiencia de vitalidad y entusiasmo en medio de una época en la que no abundan. Siguen siendo momentos difíciles para todos y considero que estos espacios nos muestran que, a pesar de todo lo que se rompió, a pesar de que la pandemia no haya terminado, la vida sigue siendo posible, sigue siendo posibilidad. Voy a estar siempre agradecida a LimudBA por ese momento.
Una parte del texto que sigue fue leído ese día:
Yo no sabía que era judía cuando íbamos a lo de mi tía Raquel a comer kreplaj y varenikes.
Yo no sabía que era judía cuando mi mamá hacía un leicaj riquísimo, unos knishes espectaculares, o un guefilte fish exquisito.
Yo no sabía que era judía cuando veía el carnet de mi papá de socio vitalicio de Hebraica.
Yo no sabía que era judía cuando mi papá decía tujes o shikse.
Yo no sabía que era judía cuando pregunté un día qué quería decir que mi hermano estuviera circuncidado.
Yo no sabía que era judía cuando mi papá decía “(tal) es paisano”.
Yo no sabía que era judía cuando iba al templo para los casamientos de los amigos de mi hermana.
Yo no sabía que era judía cuando iba a los Bar Mitzvah de algunos amigos.
Yo no sabía que era judía cuando escuchaba a mis amigos decir potz.
Yo no sabía que era judía porque en mi casa nadie había dicho nunca “sos judía” ni “somos judíos” ni “soy judío”.
Sé, por mi querido amigo Facundo Milman, que Emmanuel Levinas dice: “no se puede ser judío sin saberlo”, pero yo era judía aunque no lo supiera, pero lo sabía: Como el inconsciente, que es un saber no sabido.
Y un día supe qué era un matrimonio “mixto”. Porque resulta que, para algunos judíos, yo no era judía, por el vientre de mi mamá, pero tampoco era católica por el apellido de mi papá. ¿Y entonces?
Y entonces pensé que eso también era lo judío en mí: esa errancia, esa expulsión, ese ir de un lugar al otro sin ser alojada del todo, manteniendo siempre una extrañeza en lo familiar, siendo un poco extranjera en lo propio.
En mi familia no se practicó jamás ningún ritual religioso, no se celebró jamás ninguna fiesta judía.
Y sin embargo, no dudo cuando digo soy judía.
El psicoanálisis me enseñó que una identidad no es algo natural y dado y que, en cambio, se construye a partir de múltiples escrituras, identificaciones, legados, determinaciones, muchas de ellas, la mayoría, inconscientes. Sé, porque estudié psicoanálisis, que la identidad es un palimpsesto que se construye con otros, en la alteridad. Que no hay Yo sin otro y que la identidad es siempre un poco precaria, movediza, inestable; que el ser es una ficción -verdadera como toda ficción-.
Y sin embargo, no dudo cuando digo soy judía.
La identidad es un palimpsesto que se construye con otros, en la alteridad. Que no hay Yo sin otro y que la identidad es siempre un poco precaria, movediza, inestable.Y sin embargo, no dudo cuando digo soy judía.
Las lecturas que hice a lo largo de mi vida me enseñaron que los esencialismos son una usina de prejuicios, que se trata de que sospechemos de eso que tiende a la naturalización, que los esencialismos funcionan como un modo de obturar preguntas y coagular estereotipos, de conformar odios y segregaciones. Comparto lo que dice Milman: “ser judío no es una esencia, es la imposibilidad de ser total”. Eso también me lo enseñó el psicoanálisis.
Y sin embargo, no dudo cuando digo soy judía.
Yo, que creo con vehemencia, que pensar es dudar, hacer vacilar las certidumbres; que pensar es hacer preguntas, abrir hiatos, interrogar las certezas, no dudo cuando digo soy judía.
Quizás porque no dudo del poder performativo de la palabra, acaso porque sé que la palabra no es sólo un decir, sino que es un hacer, acaso porque sé que el ser es un efecto del decir, acaso porque sé que la palabra funciona en la medida en que se responda por ella, es que no dudo cuando digo soy judía.
Me gustó mucho lo que dijo Wally Liebhaber en otra edición del Rosh Hashaná urbano: “el judaísmo es esa pregunta constante que no termina (…) nadie puede arrogarse el derecho a decir quién es judío y quién no (…) cada uno tiene su manera de ser judío”. Gershom Scholem también había dicho: “¿qué es ser judío? seguir preguntándoselo”. Martín Kohan lo dice así: “Me preguntaba, pues, por mi judaísmo. ¿Era judío? ¿había dejado de serlo? Claro que era judío, ¿pero en qué sentido lo era? Me hacía la pregunta, y no daba con la respuesta. Me llevó algún tiempo advertir que el judaísmo radicaba en la pregunta. En la pregunta, antes que en cualquier respuesta”.
¿De qué está hecho mi judaísmo? y no ¿qué es mi judaísmo? Dice Diana Sperling: “el acento más puesto en el hacer que en el ser, y el hacer no constituye identidad porque nunca se aquieta, es dinámico”. Me gusta pensar ahí, en eso que me fue legado sin saber, en eso que me fue transmitido sin aleccionamientos. Quizás porque en mi familia no hubo dogmatismos es que puedo decir soy judía sin tener que dar explicaciones. Quizás porque uno de los legados más importantes de mi papá fue el de practicar la diversidad. No solo casándose con una mujer no judía, sino evitando hacer de eso una épica. Y es que sí, como dice Diana Sperling, «lo que caracteriza a lo judío es la diversidad”.
Quizás porque en mi familia no hubo dogmatismos. Quizás porque uno de los legados más importantes de mi papá fue el de la diversidad. No solo casándose con una mujer no judía, sino evitando hacer de eso una épica.
Acaso por ese amor, entendido como don, es que mi mamá sabía cocinar tan bien comida judía. Y es así que pienso que mi ser judía está hecho de esos pedazos, fragmentos, dispersiones, errancias, en las antípodas de cualquier identidad férrea.
Me gusta decir que la expresión humor judío es un pleonasmo. Todos los chistes judíos que sé, los sé o por mi papá o por mi libro preferido de toda la obra de Freud: El chiste y su relación con lo inconsciente, que tiene muchísimos chistes judíos y que iba a ser originalmente un libro sobre humor judío. Y es que el chiste funciona, justamente, para hacer caer la autoridad opresiva, hace trastabillar eso que se viene encima de manera fatal. El humor como legado.
Hay legados que se transmiten, muchas veces, sin saber. Por eso Freud cita a Goethe y dice «lo que has heredado de tus padres, adquiérelo para que sea tuyo». Lo que supone una operación sobre eso que viene dado, sobre eso que nos legan. ¿Qué se hace con eso que recibimos del otro? Los legados no se reciben pasivamente. Porque eso sería estar obligados a reproducirlos. “Ser judío”, sigue Milman, “también implica ser responsable de nuestras herencias”. Ahí hay una posición ética: responder también por eso.
Para mí, pensar siempre es pensar con otros. Y entonces encuentro que Facundo Milman dice “pensamos desde la alteridad -desde la responsabilidad, desde la herencia de una tradición, desde el otro-, eso es ser judío”. Podría delimitar así una zona en común entre mi judaísmo y mi práctica del psicoanálisis. Justamente ahí donde considero que se pueden practicar en la medida en que no se erijan en un dogma, en la medida en que se los pueda seguir leyendo. Porque el judaísmo también es lectura, interpretación. Y leer está, para mí, en las antípodas de las repeticiones religiosas.
Sé que decir “soy judía” es problemático, que ahí empieza el problema. Pero necesito partir de ahí para poder expandir la pregunta, esa que sabemos que hace falta formular. Ese judaísmo no me fue legado, sino en la medida en que decidí tomarlo, no voluntariamente, sino contingentemente, mi judaísmo es un hallazgo. Quizás por eso mi recorrido es el inverso al de muchos testimonios, en los que se trata de sacarse de encima los dogmatismos para empezar a hacer una vida propia. En mi caso, la vida propia, porque no recibí dogmatismos, es con esos fragmentos de judaísmo y habiendo incorporado esa pregunta: qué es ser judío. Una pregunta que no cesa y que tampoco está dada. Como dice Diana Sperling, “también hay que aprender a preguntar”. Quizás ahí esté el mayor legado: hacer preguntas que no tienen respuesta y, aun así, seguir haciéndolas. Soportar estar en una pregunta sin aplastar nuestras existencias con respuestas, esas que se formularon saltándose la pregunta.
Freud se definió a sí mismo como un judío sin dios. En el prólogo a la edición en hebreo de su texto Tótem y Tabú, dice que espera coincidir con sus lectores en el convencimiento de que la ciencia sin prejuicios no puede permanecer fuera del espíritu del nuevo judaísmo. Al mismo tiempo, Freud no dejó de plantear que las resistencias al psicoanálisis tenían que ver, también, con que él fuera judío. Lo dice así: “quizá tampoco sea simple casualidad el hecho de que el primer representante del psicoanálisis fuese un judío. Para profesar esta ciencia era preciso estar muy dispuesto a soportar el destino del aislamiento en la oposición, destino más familiar al judío que a cualquier otro hombre”. En una carta a la B’nai B’rith dice que “como judío estaba preparado para oponerme y arreglármelas sin el acuerdo de la compacta mayoría”. No caben dudas de que la subversión del descubrimiento freudiano sigue, aún hoy, siendo resistido por la “compacta mayoría”.
Por último, quería retomar la idea de cómo la hostilidad y el odio de los otros nos lleva a constituirnos como judíos en un gesto de resistencia. Lo dijo Hannah Arendt y lo realiza de manera magistral Woody Allen en la escena de Annie Hall llamada I Can’t Believe this Family: el protagonista conoce a la familia de Annie y la abuela, definida por él como una clásica “jew hater”, lo ve directamente como un rabino ortodoxo. Se puede ver acá. Esa operación, la de Woody Allen, es exactamente eso: resaltar lo judío ante el odio del otro. Ese es un legado que me importa mucho. Peter Gay subraya cómo Freud se hacía más judío en tiempos de hostilidad. En 1926, pensando en la situación política contemporánea, dice en una entrevista: “mi lengua es el alemán. Mi cultura, mis realizaciones, son alemanas Me consideré intelectualmente alemán hasta que advertí el crecimiento del prejuicio antisemita en los alemanes y en la Austria alemana. Desde ese momento, prefiero llamarme judío”.
Me apena muchísimo cuando alguien relativiza el antisemitismo de las redes sociales diciendo “es la red”, como si la ficción que armamos en nuestras autonarraciones no fueran verdaderas. Si alguien se hace el nazi, un poco nazi es. No hay máscara y detrás de la máscara, otra verdad más real. La máscara es ya lo verdadero. Por eso, toda ficción produce efectos de verdad. Creer que una ficción es una mentira es no entender qué es la ficción, pero también es creer que la verdad acerca de uno podría no ser ficcional -en el sentido en que está hecha de un modo no natural-. Hay demasiada tolerancia ante el antisemitismo. Diré que me espeluzna.
Shaná Tová umetuká.