En el documento, atribuido al heredero inmobiliario y yerno presidencial convertido en alto diplomático Jared Kushner (cuya fundación familiar, bajo su dirección, donó docenas de miles de dólares a los asentamientos judíos en Cisjordania), se delinea un proyecto basado a grandes rasgos en la anexión israelí de partes de Cisjordania (incluyendo asentamientos y la frontera con Jordania), la negación del derecho de retorno de los refugiados palestinos y la afirmación de la soberanía israelí sobre una Jerusalén indivisa. A los palestinos les ofrece la meta en última instancia de la creación de un Estado palestino desmilitarizado en las zonas no anexadas por Israel, en un plazo de cuatro años si están dadas las reformas ordenadas y con consentimiento israelí. Ese Estado tendría un túnel que conectaría a Gaza con Cisjordania y una promesa de inversión de unos 50 mil millones de dólares para mejorar la calidad de vida de los palestinos, aunque el programa ofrece pocos detalles sobre cómo se producirían y de dónde provendrían las inversiones.
El futuro Estado palestino limitaría entonces con Israel y (en su frontera sur) con Egipto y quedaría delimitado por un trazado complejo e improbable de fronteras controladas por Israel, con el objetivo de dejar intactos todos los asentamientos judíos en Cisjordania. El plan también deja abierta la posibilidad de transferencia al Estado palestino del llamado «Triángulo», un conjunto de localidades árabes ubicadas del lado israelí a lo largo de la frontera con Cisjordania.
El programa establece objetivos que están muy por debajo de la mínima exigida por los palestinos en aspectos clave y reconoce sólo las demandas israelíes (que en realidad son en buena parte demandas de colonos y de halcones en materia de seguridad) en aspectos clave como fronteras, Jerusalén y derecho del retorno de los palestinos. De forma aún más clara, la voz de los palestinos no fue incluida en la redacción del plan. Si el plan se juzgara entonces de acuerdo a sus chances de ser aceptado por los palestinos, estaríamos entonces hablando de un plan claramente condenado al fracaso. Vale la pena pensar entonces cuál es la lógica detrás de proponer un «acuerdo» que jamás será acordado.
La clave la podemos encontrar en la forma en la que el plan da a entender la línea de tiempo de las acciones a tomar. Un análisis más cercano revela que Israel puede obtener todos los beneficios de forma más o menos inmediata, mientras que los relativamente bajos incentivos prometidos a los palestinos constituyen objetivos a largo plazo y condicionados. El rechazo de los palestinos permite solidificar la narrativa según la cual los palestinos son rechazadores seriales de iniciativas de paz, lo cual significaría que en realidad sólo buscan la destrucción de Israel. Este argumento (que, por cierto, ignora la baja calidad de estas iniciativas en el pasado y las instancias en las cuales la negativa estuvo del lado israelí) le otorga a Israel una luz verde para avanzar con el plan de forma unilateral ante la supuesta ausencia de un interlocutor.
El plan no puede ser pensado en un vacío: constituye de hecho un paso más en el reconocimiento legal de la gradual anexión de Cisjordania que Israel viene implementando mediante la construcción de asentamientos, instalación de infraestructura y desarrollo institucional. Esta situación refleja una realidad subyacente al texto del documento: el plan es una declaración de lo que se impondrá, al menos parcialmente, una vez confirmado el rechazo de los palestinos a colaborar en su propia degradación nacional. Es a la vez una forma de afirmar ante sus fieles la habilidad política de Bibi y de Trump, dos líderes que hacen frente a crisis políticas y legales al interior de sus países y que, mediante este acuerdo, demuestran que tienen dotes de estadistas que les otorgan el poder de rediseñar las relaciones de poder a nivel internacional e imponer sus propias condiciones sobre otros.
Si esto es suficiente para enterrar la idea de un acuerdo, hace falta aclarar que el «Acuerdo del Siglo» es sólo media mentira, en tanto es, efectivamente, una consecuencia del Medio Oriente del siglo XXI. Es que este 2020 comienza con una crisis en el liderazgo palestino, que se encuentra fragmentado, desprestigiado y tiene pocos éxitos políticos y económicos que mostrar ante su propia población, con un proceso de reconciliación entre sus principales facciones políticas paralizado y una dirigencia anciana y en muchos sentidos desconectada de la realidad.
Un final para el tema palestino
La era Trump lanzó a los palestinos a una crisis política sin precedentes. Nunca antes el supuesto árbitro del proceso de paz, Estados Unidos, había actuado de forma tan evidente como juez y parte, haciendo eco de todos los argumentos de Netanyahu. Conscientes del fracaso del proceso diplomático de Oslo y de su creciente desconexión con la realidad en el terreno, el liderazgo palestino sabía también que no tenía ningún interés en permitir una escalada de violencia contra un Israel más fuerte que ellos y mucho más fuerte que nunca a nivel político. Se dedicaron entonces a esperar que esta realidad cambie mientras buscaban contener la situación, estrategia que nunca podía rendir muchos frutos para empezar.
Sumándose a esta realidad interna, vemos el aislamiento político de los palestinos a nivel regional, provocado por el abandono en varios países del histórico apoyo (muchas veces sólo nominal y a menudo contraproducente) a los palestinos en su lucha por la autodeterminación nacional. Esto nunca fue tan claro como esta semana, cuando se hizo explícito el apoyo de países como Arabia Saudita, Bahrein y Emiratos Árabes Unidos al plan de Trump.
Estos países vienen hace años acercándose cada vez más a la normalización de las relaciones con Israel, viendo en materia política la posibilidad de hacer un frente común contra el país que todas las partes ven hoy como un enemigo existencial: Irán. Los acontecimientos desatados a principios de enero con el asesinato de Qasem Soleimani en Irak revelan un renovado compromiso por el aislamiento y debilitamiento de Irán y de sus aliados en la región. A nivel económico, hay interés mutuo entre Israel y las monarquías del Golfo por explorar lucrativas posibilidades de negocios conjuntos en sectores complementarios. Pero en ambos frentes la situación de los palestinos constituía en el pasado un impedimento para realizar avances significativos.
La respuesta tibia por parte de estos países ante el reconocimiento de la soberanía israelí sobre todo Jerusalén por parte de Washington en diciembre de 2017 representó el inicio de un nuevo capítulo en el cual líderes como Muhamad bin Salman de Arabia Saudita y Muhamad bin Zayed de los Emiratos Árabes Unidos dejaron en claro que el tema palestino apenas era un inconveniente para profundizar los lazos entre los aliados regionales de Estados Unidos, y que definitivamente no sería tomado como condición necesaria para la normalización de las relaciones diplomáticas.
La imposición de términos para poner fin al conflicto y la creación de nuevos hechos sobre el terreno de forma unilateral representa un paso más en el esfuerzo por dar fin de forma conveniente el tema palestino. Esto puede ser alcanzable en regímenes fuertemente represivos, pero representa un problema en Jordania, país que ya está en paz con Israel pero donde, debido a su importante población palestina, la monarquía hashemita cuenta con menos margen para hacer caso omiso a la anexión israelí de territorios ocupados.
La presencia de monarquías árabes y los comunicados favorables le dieron al lanzamiento del plan la legitimidad de poseer tanto «apoyo del mundo árabe» como socios regionales para hacer realidad su componente económico, ignorando así la impopularidad de estas propuestas en las calles del mundo árabe y, lo que es más importante aún, entre los palestinos. Sorprende entonces (aunque no debería) que estas expresiones de apoyo sean utilizadas como argumento por los defensores del plan.
Uno imaginaría que a partir de ahora no harán referencia a estos mismos países, aceptados ahora como parangón de políticas moderadas y pragmáticas, como ejemplos del autoritarismo y atraso del mundo árabe-islámico, como los mismos defensores de Netanyahu y compañía suelen hacer para contrastar con la justa superioridad de Israel. De lo contrario, ¿de qué referentes morales hablamos?
Frente al rechazo claro de las fuerzas políticas palestinas al plan, este nuevo Medio Oriente que se asoma es sometido a una prueba. Si los primeros pasos del plan se implementan exitosamente e Israel logra anexar nuevos territorios, tendremos evidencia de que esta nueva alianza entre Trump, Netanyahu y las monarquías del Golfo cuenta con el poder necesario para imponer sus propias condiciones sobre la región. La solución de Dos Estados se convertiría en un sacrificio necesario para pavimentar el camino hacia esta realidad. Se trata, de todas formas, de abrir la puerta a un escenario regional aún por explorar. Los palestinos serán en primera instancia los claros perdedores, lo cual no significa que, a la larga, los israelíes no lo sean también.
* Lic. en Sociología (UBA) y magíster en Estudios del Medio Oriente, Sur de Asia y África (Universidad de Columbia).
Estimados argentinos de origen judío:
1) Las cosas no son como nos las cuentan, dejemos de lavarnos mutuamente el cerebro con que solo por ser judíos somos más dueños de Palestina que quienes la han habitado durante incontables generaciones. En el siglo XIX no había más de un 5% de judíos en Palestina.
2) El sionismo no es un movimiento de liberación sino todo lo contrario. Desde Herzl, colonialista confeso, hasta hoy ha sido una más de las empresas coloniales del siglo XIX. La masa crítica de población judía en que se basó la partición de 1947 se logró con inmigrantes recientes que la fueron colonizando al amparo del Mandato Británico porque, entre otras cosas, los ingleses querían tener colonos amigos y agradecidos cerca del Canal de Suez.
3) Casi toda la población árabe autóctona fue expulsada y convertida en refugiados en 1947-49. Parece mentira que haya que señalar que ellos tienen más derechos sobre el pais que nosotros, judíos sin ninguna relación con el mismo.
4) Que en nuestros textos se diga que es nuestra «tierra prometida» tiene el mismo valor que una escritura de propiedad que solo llevara la firma del comprador.
5) Que en la antigüedad anduvieran por allí unos antiguos hebreos tampoco significa mucho. Allí hubo otros pueblos antes, otros al mismo tiempo y otros después, eso lo corroboran incluso historiadores y arqueólogos israelíes. Y si eso diera derechos, los italianos podrían reclamar el imperio romano y los griegos el de Alejandro, entre otras opciones.
Lo cual no quita que ante los hechos consumados haya que buscar una solución humana para todos, ya hay varias generaciones de judíos nacidos en Israel y que no tienen otro país. Pero lo que hace Israel y engendros como este «acuerdo del siglo» no solo perjudican a corto plazo a los palestinos, también perjudican a largo plazo a los judíos, tanto a los israelíes como a los del resto del mundo en cuyo nombre estos pretenden actuar. Porque esta pretensión proclamada a los cuatro vientos hace, al caer en oídos desprevenidos, que el antisemitismo no solo no decaiga sino que vaya en aumento.