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El pogrom como deporte de las clases pudientes

Fuente: Juan Forn | Página 12 Fecha: 06 ENE 2019 Miren esos cuatro ataúdes abandonados sin enterrar en las puertas del cementerio de la Chacarita. Miren los balazos que llueven desde lo alto de las paredes del cementerio y la desbandada de la multitud que venía marchando desde la Boca a enterrar a esos cuatro obreros muertos por la policía y los rompehuelgas dos días antes. Miren la iglesia quemada por algunos de los que huyen, miren a otros asaltar una armería para tener con qué defenderse en el accidentado retorno a sus casas, miren la orden que dan a los niños: “Rompan a pedradas todos los faroles de la calle, que van a venir por nosotros”. Enero de 1919 en Buenos Aires, acaba de empezar la Semana Trágica. Conserven en su memoria ese “van a venir por nosotros” y sigamos. La Semana Trágica fue una toma pacífica de los talleres Vasena que desembocó en cuatro muertos, una huelga general convocada para llorar a esos muertos, que al poder le pareció que era la mecha de la revolución social y actuó en consecuencia: a sangre y fuego. Aquello que supuestamente más temían de aquella supuesta revolución. ¿Quién pensaba que se venía la maroma? Procedamos por descarte. Es el día siguiente al que policía y rompehuelgas entraron a bala en los talleres Vasena: en el Congreso, hasta el diputado Pinedo reconoce que algo hay que ceder a los reclamos obreros (por supuesto, su argumento es: que algo cambie para que nada cambie). En Casa de Gobierno, Yrigoyen convoca a los dueños de los talleres tomados (los Vasena, que van acompañados del embajador inglés) y logra que acepten a regañadientes las “desmedidas” exigencias de sus empleados (reducción de la jornada laboral de once a ocho horas y un franco semanal). En las calles hay veinte mil efectivos del ejército, además de las fuerzas de policía y bomberos. Tantos soldaditos ha traído el gobierno a la ciudad, que los notables de vacaciones en sus mansiones de Mar del Plata se aterran cuando la guarnición naval del puerto es convocada a Buenos Aires: “¿Y a nosotros quién va a defendernos si la revolución llega hasta acá?”. Pero es más importante lo que sucede a continuación, el rumor que corre como pólvora por los barrios residenciales de Buenos Aires: no se puede confiar en el ejército, no se puede confiar en la policía, sus efectivos pertenecen a la misma clase social que aquellos a quienes deben atacar. Ups, dije atacar. Supuestamente había que defender nomás. Pero no se puede confiar la defensa en alguien que está más cerca del otro que de uno. A esta altura ya es 11 de enero, y el ministro del interior (comisario general, para la época) Luis Dellepiane, hombre de confianza de Yrigoyen, asegura que la ciudad está pacificada. El Congreso también, a su lábil manera. La Federación Obrera ha aceptado levantar la huelga. Pero en el Centro Naval, en una reunión convocada de urgencia, presidida por el contraalmirante Domecq García, a la que asisten representantes del obispado, del Jockey Club, del Círculo de Armas, el Club del Progreso, las Damas Patricias, el Yacht Club y el Círculo Militar, se decide conformar la autodenominada Guardia Cívica, que entrega armas a voluntarios “confiables”, señoritos bien que habrán de garantizar que los sectores acomodados de la ciudad estén defendidos día y noche de los vándalos. Repito: la ciudad estaba pacificada, pero en el Centro Naval daban armas a civiles para defender a los suyos. Uno de ellos grita: “¡Y si los agitadores no vienen por nosotros, vayamos por ellos!”. “¡Sí!”, contestan otros. Y lo que empezó como una supuesta defensa muta en ataque. También la búsqueda de agitadores muta lombrosianamente en cuestión de minutos. Primero se trata de salir a buscar a cualquier inmigrante: catalán, italiano, eslavo, son todos bolcheviques. Pero enseguida se simplifica la cuestión: se sale a cazar judíos, lisa y llanamente. El pogrom como deporte de las clases pudientes. Coto de caza: de Once a Villa Crespo, zona liberada. En los cuatro días siguientes habrá más de setecientos muertos en las calles (algunos dicen mil trescientos). El nacionalista Juan Carulla, insospechable del menor filosemitismo, escribe en sus memorias: “Oí decir que los liguistas estaban incendiando el barrio judío y dirigí mis pasos hacia esas calles. Al llegar por Viamonte, vi en medio de la calle piras ardientes de libros y sillas y mesas. El ruido de muebles y cajones arrojados a la calle se mezclaba con los aullidos de viejos barbudos y mujeres desgreñadas, arrastrados de los pelos por mozalbetes”. El irrepetible Soiza Reilly, maestro de la crónica callejera, agrega: “Se los obligaba a golpes a cantar el Himno Nacional, y a quienes no lo sabían se les orinaba en la boca”. Poco después escribirá que nunca se practicaron tantos abortos en el Once y Villa Crespo como en los tres meses siguientes a la Semana Trágica, por las innumerables víctimas que hubo de violación. El embajador de Francia, en un despacho privado a su gobierno, comenta que un civil se ha ufanado delante de él de haber matado en un solo día cuarenta judíos. El embajador norteamericano contacta al comisario Romariz para chequear si es cierta la cifra de 1300 muertes; el comisario contesta que es una exageración pero que igual es imposible de precisar, porque los muertos eran incinerados a medida que llegaban a los lugares de concentración, sin controlar su número. Nadie sabe hasta el día de hoy cuántas víctimas hubo realmente en la Semana Trágica. El 15 de enero el Poder Ejecutivo dio orden de empezar a liberar los innumerables detenidos que abarrotaban las comisarías: a más de la mitad se les aplicó la Ley de Residencia y fueron expulsados del país. Ese mismo día tienen lugar dos reuniones en Buenos Aires. En una de ellas, a instancias del Episcopado y bajo el lema “Por la paz social”, se convoca a una gran colecta nacional para “un plan de obras, ateneos, servicios sociales e

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A 100 años de la Reforma, ¿Por cuál Universidad luchamos?

Fuente: Carlo Raimundi | La Tecl@ Eñe Fecha: 09 de JUL 2018 En primer lugar, ¡cuántos matices diferencian nuestra mirada sobre los acontecimientos políticos cuando se los analiza desmenuzando la crónica de su propio momento y cuando se los analiza ya teniendo de ellos una perspectiva histórica! En el primer caso, tomando en cuenta lo que estaba sucediendo en el momento en que se producía la Reforma, se ven con mucha más claridad las contradicciones de esos procesos. Pero cuando se la analiza desde una perspectiva histórica, el pueblo, la historia, se apropian de hechos como éste y les dan su propia lectura. Se transforman así en parte de las grandes tendencias históricas y las contradicciones adquieren una dimensión menor. Vayamos al contexto de la Reforma Universitaria, el contexto de la Argentina agroexportadora, la Argentina que transitaba recién por las segundas y terceras generaciones de inmigrantes, después del proceso de conformación del Estado nacional oligárquico, construido en el marco del pensamiento liberal, ese pensamiento profundo sobre el cual se fueron formando generaciones de argentinos, el pensamiento impartido en las escuelas, el de los símbolos nacionales, el de las fechas patrias, el de los próceres desarraigados de su matriz política, descontextualizados. Se trataba de un pensamiento que asociaba la prosperidad de la Argentina con la grandeza de su sector latifundista. Hay aquí una combinación de las familias oligárquicas con las elites militares, que produjo una alianza de clase por la cual se explican todos los primeros años de la consolidación, de la identidad nacional a partir del pensamiento liberal. Más allá de sus matices internos, más allá de las marcadas diferencias entre Mitre y Roca, en términos históricos hay una continuidad del proyecto modernizador de la oligarquía. Este pensamiento profundo, a pesar de los grandes movimientos contraculturales a lo largo del siglo XX y lo que va del siglo XXI, todavía está muy arraigado. Cuando se producen los acontecimientos del año 2008 por la Resolución de las retenciones, personas que no habían tenido a lo largo de su vida ningún tipo de relación con el campo, se sentían identificadas con él. En diciembre del año pasado asistimos a una reforma previsional que ya le quitó el 10% del poder adquisitivo a las jubilaciones debido al nuevo coeficiente, y aun cuando todos seremos alguna vez jubilados, no hubo movimientos que se pusieran cartelitos que dijeran “Todos somos jubilados”. Es decir, hubo movilización, hubo conmoción, pero no tan profunda como para lograr la misma identificación que ese pensamiento profundo había logrado con el campo. Esto es simplemente una mención de cómo sigue tan arraigado ese pensamiento liberal. Es decir, con la grandeza de la Argentina vinculada con la prosperidad de un determinado sector, y sobre todo con la renta de ese sector. La Reforma del año 1918 expresa no sólo un nuevo modelo de Universidad, sino que además está enmarcado en un nuevo pensamiento y en un nuevo modelo de sociedad. Y esto desde dos perspectivas. Desde una perspectiva más vinculada con el movimiento nacional en ciernes que expresaba el yrigoyenismo, y desde una perspectiva más internacionalista que era la perspectiva bolchevique, con un condimento latinoamericanista heredado de los valores provenientes de la revolución mexicana, de la revolución campesina por la distribución de la tierra. Allí convergen, se tocan lo nacional-popular con la izquierda ideológica, y después se vuelven a separar. Y se vuelven a separar en parte porque se institucionaliza la revolución mexicana, se aplaca ese fervor internacionalista de la revolución bolchevique con la muerte de Lenin y con la herencia en el stalinismo y no en Trotsky; no desaparece, pero se atenúa aquel espíritu universalista con que se inicia la revolución bolchevique. Después se va forjando el primer peronismo, que representa al sujeto obrero, y de alguna manera le pone un freno a la masificación de la revolución proletaria, entendida en términos marxistas y clasistas. Mirándola con cierta proyección histórica, hay una especie de apropiación de la Reforma Universitaria por parte del partido radical. Y un poco más tarde se bifurcarán los caminos de la Reforma, en cuanto a si ésta representará un modelo de Universidad liberal reservada a las clases medias o si representará un modelo de Universidad nacional y popular mucho más permeable al ingreso de las clases obreras. Si a la Reforma Universitaria se la interpreta como una institución en sí misma, yo creo que sigue un curso más parecido a la evolución que siguió el partido radical. En cambio, si se la interpreta como la expresión de una Universidad popular, tiene mucho más que ver con el otro modelo, el de los años setenta que nos explicaba el profesor Carnese[1], de las Universidades populares, y con el modelo de las Universidades del conurbano de estos últimos años. Aquel fervor latinoamericanista, antiimperialista que expresa Gabriel Del Mazo se deforma con el correr del tiempo. Los estudiantes reformistas apoyan la revolución del año 1955 porque había prevalecido la idea liberal de las clases medias por sobre el espíritu de lo nacional y popular y el ingreso de las clases obreras. Por eso es que el radicalismo niega la figura de Del Mazo y la figura de FORJA, que es el ensamble histórico de lo más genuino del yrigoyenismo como movimiento popular en los años 30 y principios de los 40, con el primer peronismo. La historia oficial del radicalismo ignora la figura de Del Mazo y fundamentalmente a la institución de FORJA, y ese rol de empalme que desempeñó en el movimiento popular. La historia oficial del partido radical se enorgullece de muchos dirigentes pero no así de Jauretche, ni de Scalabrini, ni de Manzi, niega esa parte de la historia que es la que interpreta el pensamiento más profundo y más genuino que expresaba el yrigoyenismo, no sólo en la figura de Yrigoyen sino en esa nueva estructura social de hijos de inmigrantes que todavía no eran proletariado industrial a nivel de masas pero que sí eran una expresión que se oponía al modelo oligárquico. Es decir,

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200 años de Carlos Marx

Fuente: Alina B. López Hernández | jovencuba.com Fecha: 05 de mayo 2018 El 5 de mayo de 1818 nació Carlos Marx, el filósofo cuya obra ha tenido la más profunda trascendencia histórica. Ni siquiera la caída del campo socialista pudo desvirtuar sus aportes, en todo caso mostró el fracaso de ciertas interpretaciones de su obra y evidenció los graves errores de muchos dirigentes revolucionarios. El propio Marx se desligó de la tergiversación de su teoría al decir, casi al final de su vida, que él no era marxista. El marxismo constituye una dualidad que incluye un método científico (la dialéctica materialista) y una ideología revolucionaria que se propone construir una sociedad superior al capitalismo. Hasta hoy, el gran dilema del marxismo, el fracaso de su aplicación práctica en los sistemas políticos socialistas, ha sido la ruptura de esa dualidad. Vaciar a la ideología de su método, que es el que debería permitir la corrección de la praxis, ha conllevado a la derrota, en más o menos tiempo, de esos proyectos. Cuando el marxismo es reducido solamente a su dimensión ideológica y, como ocurre tras la toma del poder, se convierte en una ideología de Estado, sobreviene una perversión de Marx que induce a que muchos lo culpen de errores que no le son inherentes. Algo así sucedía con el retrato de Dorian Grey, que reflejaba crímenes de los que era inocente. Precisamente la crítica de Marx a los socialistas anteriores, a los que calificó de “utópicos”, era que ellos se habían limitado a imaginar cómo podría ser la sociedad perfecta del futuro y a esperar que su implantación resultara del convencimiento general y del ejemplo de unas pocas comunidades modélicas. Las ideologías religiosas, respetables en sí mismas, no asumen un método científico; confían en la fe, en la solidaridad y el amor de sus prosélitos, a los que prometen un mundo mejor. Cuando Marx conoce personalmente a Wilhelm Weitling, fundador de la Liga de los Justos, rechazó los métodos de ese intelectual proletario autodidacta que se había estancado en una prédica mesiánica y utópica desarrollada entre artesanos de países como Suiza, Alemania, Francia, Bélgica e Inglaterra. Como dijo Engels, Weitling intentaba conducir al comunismo por las vías del cristianismo primitivo. Una ideología política que intente presentar un futuro de prosperidad siempre inaccesible, y que pida fidelidad y trabajo constante a sus seguidores, deja de ser liberadora para instrumentarse como un mecanismo de dominación. En el mismo instante en que no sea capaz de autocorregirse, en que se considere eterna, dejará de ser marxista. El socialismo falló en el momento en que se mostró ajeno al análisis de las contradicciones, de sus contradicciones internas, dando la espalda así al método dialéctico materialista y haciendo emerger una concepción del desarrollo signada por la reverencial admisión, cual obligatoria e inexorable tendencia, del destino humano hacia el progreso. El criterio de que una vez victoriosa, la revolución socialista no puede retroceder, y de que la sociedad marchará siempre adelante, hacia un futuro glorioso, reviste una visión metafísica de la historia. Esa creencia conduce al inmovilismo. Por ello, la mejor forma de honrar el bicentenario de Carlos Marx es rescatar la dialéctica y desmontar los discursos falsamente marxistas para que alumbremos las vías científicas de construir una sociedad mejor. Por eso fue que lo llamaron el Prometeo de Tréveris.

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Una teología detrás del anti-semitismo

Fuente: Eduardo de la Serna | http://blogeduopp1.blogspot.com.ar/ Fecha: 20 de ABR 2018 Intervención en el encuentro con motivo de los 75 años del Levantamiento del Guetto de Varsovia organizada por el Llamamiento Argentino-Judío, el ICUF y Convergencia (20 de abril 2018). Antes de empezar, una nota sobre la actual legislación polaca: parece que no hubo nada, no hubo “campos” en Polonia, no hubo guetto, no hubo levantamiento… Muy católicos, parece que dicen que son: la Liga Polaca contrala Difamación. Repitiendo a Violeta Parra quiero decir: “Si acaso esto es un motivo, ¡preso voy también sargento!” Una breve nota personal: Vengo de una familia de clase media; católica. Con militancia católica–social–política en los 70. Cuando mis amigos desaparecieron o se exiliaron estaba en el seminario; por tanto, mi nuevo mundo de relaciones fue “re-católico”. No tenía ni siquiera “un amigo judío”. Como profesor de Biblia, además de estudiar hebreo y conocer la historia de Israel tuve la ocasión de leer la obra del antropólogo francés René Girard (+2015). Allí pude descubrir lo que “dice acerca de Dios” una lectura sacrificial. Dice Girard que Israel es el único pueblo en el que la “víctima” que supuestamente Dios quiere no se identifica (“mímesis”) con el antagonista sino con el mismo Israel. Y que progresivamente, en este pueblo, las ofrendas cada vez más van dejando de ser violentas para ser de otro tipo, como es el caso de los sacrificios de comunión (que tienen el shalom en su raíz hebrea). El ejemplo máximo –siempre según Girard– se ve en el siervo (‘ebed) de Dios al que hace referencia Isaías. Los seguidores del judío Jesús de Nazaret continuaron esta imagen no sacrificial hasta el punto en que ante el asesinato del profeta de Galilea entienden que Dios toma clara partida por la víctima. Pero muy rápidamente el cristianismo fue dejando esta lectura y el Dios violento y sediento de sangre volvió a ser protagonista. El antisemitismo, sigue diciendo Girard, es la expresión evidente de la búsqueda de una víctima que se debe ofrecer para saciar la sed de Dios. No seré yo el que miraré la historia de Israel para ver si algunos en algún momento hicieron lo mismo. Jesús nos dice bien claro que no es sensato mirar la paja en el ojo ajeno cuando tienes una viga en el tuyo. La historia de la Iglesia está cargada de víctimas que se quiso sacrificar derramando sangre que saciaría más a un ídolo que al Dios de la Biblia. Podríamos marcar el anti-judaísmo como una suerte de leit-motiv que desde el s.II acompañó a la Iglesia hasta bien entrado el s.XX con resabios que todavía hoy permanecen en algunos. Sin duda hay excepciones que parecen justificar la regla, como es el caso de Teresa de Ávila, que, en pleno antisemitismo español a poco de la expulsión de 1492, no reniega (aunque por obvias razones no publicita) su sangre judía. Pero convengamos que el dios sanguinario no reclamó solamente sangre judía. Los “moros” también fueron, en un período más acotado de la historia, unas víctimas apetecibles. Las cruzadas revelaron otro rostro de la necesidad de saciar el sadismo de dios. Las mujeres que no aceptaran su destino divino de ser religiosas o esposas recibieron el estigma de brujas, por más religiosas que fueran; el caso de Marguerite Porete (+1310) y la condena de las beguinas es bien ilustrativo, ¡y no el único! En nombre de la “ley natural”, de la que la Iglesia se tenía extrañamente por depositaria, decenas de colectivos debían calmar la ira de Dios. Lo “diferente” era contrario a lo natural, desde el vestirse con ropas masculinas de Juana de Arco (+1431) a la homosexualidad, desde la idolatría que debía extirparse en las comunidades indígenas latinoamericanas a la aceptación, siempre natural, de la esclavitud. La “sana teología”, especialmente de la Universidad de París a la teología imperial española mostraba –siguiendo a Aristóteles– que es natural la esclavitud. Y podríamos seguir con decenas de masacres teológicamente justificadas (o calladas) en la historia por quienes parecían más ciudadanos de Esparta que de Nazaret. Pero no podemos negar que también, fieles al Dios bíblico, decenas de seguidores supieron ser artesanos de la paz, arquitectos de justicia. Fuera de la Iglesia católico romana, en el s.XX no puedo menos que hacer mención de Elie Wiesel, Martin Luther King y Dietrich Bonhöffer y no quiero dejar de hacer memoria de una enorme mujer mística judía: Etty Hillesum, mártir en Auschwitz. Mirando la historia, no podemos dejar de recordar al gran instrumento de paz, Francisco de Asís, que en plenas cruzadas se dirige desarmado a encontrarse con el sultán de Egipto, o con Bartolomé de las Casas o Pedro Claver que desencadenaron enormes movimientos de resistencia y defensa de las víctimas. Para no irnos lejos, no corresponde olvidar a los grandes defensores de los DDHH en Argentina, desde Marshal Meyer hasta Jorge Novak o Jaime de Nevares, o la obra titánica del laico Emilio Mignone. Dos teologías entraron en conflicto: una, creyente en el dios violento sediento de víctimas y su sangre, que tuvo la terrible trascendencia de la violencia y el terror, y otra la siembra silenciosa de cientos de miles de creyentes en el Dios de la vida y la paz. Fueron estos los que gritaron con su vida, y –si fue el caso, hasta su muerte– que Dios quiere la vida y no quiere víctimas; que supieron levantarse con la dignidad de la vida confrontando el rostro idolátrico de la muerte. Celebramos un levantamiento, la dignidad en alto. Un levantamiento que trajo sangre, que Dios no quiere porque es Dios de la vida. Pero que fue sangre derramada por los violentos. Nadie quería morir, pero muchos no querían vivir de rodillas ni ver oprimidos a sus hermanos. No se trata de “dar la vida”, se trata de “dar vida”, para que otras y otros vivan. Y para los creyentes en el Dios de la Biblia se trata de saber, en esta grieta, de qué lado está Dios.

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El viaje de los malditos

Fuente: Federico Pavlovsky | Página 12 Fecha: 08 de ABR 2019 Los primeros meses de 1939 fueron el período durante el cual el mundo pudo haber salvado a cientos de miles de refugiados judíos. Pero por especulación política de distintos países eso no ocurrió. Lo explica muy bien Daniel Rafecas en su libro Historia de la solución final, publicado en 2012. En 1939 Adolf Hitler llevaba seis años en el poder. En 1933 ganó las elecciones y pocos meses después inauguró el primer campo de concentración en las afueras de Munich: Dachau. Para 1935 los judíos perdieron su condición de ciudadanos plenos. Se les obligó a desprenderse de sus bienes y a renunciar a sus trabajos. La “Noche de los cristales” de 1938, conocida así porque los nazis y sus simpatizantes rompieron las vidrieras de negocios pertenecientes a judíos, fue un vaticinio literal de que las cosas sólo podían empeorar. Un frondoso cuerpo de leyes civiles y penales (las leyes de Nuremberg) dio respaldo institucional a las maniobras de hostigamiento. Muchos optaron por la huida. Una de las historias de escape fue la del buque transatlántico “St. Louis” de la compañía alemana Hamburg-Amerika Line (HAPAG), un barco que conectaba las ciudades de Hamburgo y Nueva York. El 13 de mayo de 1939 emprendió su viaje a La Habana con 937 pasajeros, que debieron obtener (y comprar) permisos especiales, visas y pasajes, en muchos casos con el último centavo. Casi la mitad de los refugiados eran mujeres y niños. El buque, utilizado normalmente como crucero de lujo, de 135 metros de longitud, cinco cubiertas, cine, piscina y salones de fiesta, albergó cuatrocientos pasajeros en primera y más de quinientos en clase turista. En popa ondeaba la esvástica y gran parte de la tripulación alemana, 231 oficiales, simpatizaba o pertenecía al partido nazi. Fotógrafos al pie de las escalinatas, en la plataforma 76, retrataban a los exhaustos y desesperados pasajeros, muchos de los cuales venían de campos de concentración, para presentarlos en las gacetillas de prensa del régimen como “salvajes infrahumanos” e “indignos”, “que escapaban como ratas”. Para darle mayor surrealismo a la escena, una banda de músicos tocaba piezas para despedir a los viajantes. Desde la misma salida del puerto la agencia nacional de noticias nazi propagó informes falsos sobre el viaje. Periódicos y emisoras de radio de toda Alemania publicaron artículos en los que se acusaba a los pasajeros del “St. Louis” de huir con grandes cantidades de dinero robado y otros bienes. Algunos acontecimientos volvieron aún más tenso y extremo el viaje a Cuba. Dos cruceros, el Flande, con 104 refugiados y el Orduña, con 154 emigrantes, emprendieron la misma ruta. Por esos días, la Habana parecía uno de los pocos puertos de Occidente que aceptaría recibir a los refugiados. Como señalan Gordon Thomas y Morgan Witts en su novela histórica El viaje de los malditos (1974), que dio lugar a la película con el mismo título, protagonizada por Orson Welles y Faye Dunaway, entre los tres barcos comenzó una explícita carrera por ver quién podía arribar primero y así salvar a sus pasajeros. Retornar a Alemania era sinónimo de Gestapo, campo de concentración y muerte. Una disputa interna del gobierno cubano generó una contradicción desconcertante. Mientras que el director de Inmigraciones, Manuel Benítez, había vendido visas de ingreso a todos los pasajeros a cambio de grandes sumas de dinero, el presidente del gobierno cubano, Federico Bru, el 5 de mayo emitió el decreto 937 (su nominación se debía a la cantidad de pasajeros del “St. Louis”) donde impedía el desembarco de los pasajeros al puerto de Cuba. Tanto los pasajeros como el capitán del barco, Gustav Schroeder, no supieron de este decreto hasta estar cerca de la isla. El día de la llegada, el 27 de mayo, se confirmó finalmente el peor de los escenarios: el decreto 937 presidencial estaba vigente y debía ser cumplido. El barco debió anclar a distancia del puerto. No sólo no pudieron descender los pasajeros. Decenas de lanchas de policía custodiaron la embarcación para que nadie desembarcara sin permiso. El “St. Louis”, un barco de lujo que navegaba hacia una presunta libertad, a pocos metros de suelo cubano se transformó en una suerte de campo de concentración flotante. Gradualmente se acercaron otros pequeños botes con familiares que ya residían en la isla, que gritaban hacia el buque para intentar hacer contacto con sus allegados. La desesperación fue tal que por esas horas se produjeron suicidios y numerosos intentos de quitarse la vida. Algunas personas saltaron por la borda del transatlántico. Otras mordieron ampollas de cianuro. La situación cobró una gravedad tal que el capitán del barco decidió armar una “patrulla antisuicidio” con marineros y algunos pasajeros voluntarios. Hombres y mujeres lloraban en la cubierta. Se esbozaron algunos planes de escape. El crucero gigante era al mismo tiempo una atracción turística para miles de curiosos y un símbolo de la desesperación para los pasajeros atrapados. La prensa mundial se hizo eco de la extrema situación y a los pocos días reporteros de todo el mundo daban cuenta de la situación y formaban parte del enjambre de personas que rodeaban el barco. Por esas horas un comité de pasajeros que se organizó frente a la crisis enviaba telegramas, sin respuesta, implorando ayuda a personalidades destacadas de los Estados Unidos, Canadá y Cuba. Luego de negociaciones obscenas e interminables sobre el valor económico que tenía cada pasajero, que derivó en solo treinta permisos de desembarque, y sin llegar a un acuerdo global, el presidente Bru ordenó que el barco “St. Louis” abandonara las aguas territoriales. Así es que el 2 de junio se volvieron a encender las máquinas y el barco se alejó de Cuba definitivamente. El capitán intentó acercarse a la costa estadounidense pero su pedido obtuvo una respuesta negativa. Lo mismo sucedió con Canadá. Siete países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Panamá, Paraguay y Uruguay) también rechazaron recibir a los refugiados. El derrotero trágico de esta embarcación y sus pasajeros fue tapa de

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Disculpe que sobreviví

Fuente: Elina Malamud | Boletín del Llamamiento Fecha: 03 de ABR 2018 El 19 de abril es una fecha de significativa importancia en el calendario de la condición humana, propicia para contar historias de polacos y judíos, para recordar, no exactamente la larga vida de Lena Gartenstein, sino los retazos de memoria publicados por ella misma en un libro que, con mucha llaneza, llamó “Mis ayeres” y en el cual las escenas que pinta, las carbonillas que esboza, van jalonando su historia en un crescendo previsible. El padre de Lena era un empresario adinerado. Todos los años viajaba a la Exposición Industrial de Leipzig para conocer novedades y volvía a Varsovia lleno de iniciativas que ponía en práctica en su fábrica. Pero los goces que requería de la vida eran amplios y compartidos con su familia. Cantaba, dibujaba, jugaba juegos que inventaba para sus siete hijos. La mamá era la hija única de una familia también de pasar decoroso. Dicen que al momento de nacer Lena, el arcángel Gabriel se había olvidado de pasar a darle el consabido pellizquito debajo de la nariz que debía hacerla olvidar sus días en el limbo interior de la panza y por eso ella no se decidía a salir. Tuvieron que sacarla con forceps y su papá, en el interín, se desmayó. Los recuerdos de la infancia y la adolescencia de Lena remiten a una Arcadia de terneza familiar, de tradiciones felices y de estudios exitosos, entre los cuales el antisemitismo —anclado tanto en la sociedad polaca como en los estamentos del gobierno— solo aparecen como una nota natural en su vida de muchacha acostumbrada a una situación social y económica acomodada. Cuando los nazis ocuparon Varsovia el mundo de los Gartenstein se desplomó. Fueron obligados a abandonar su casa con todo lo que había en ella y a trasladarse al ghetto. Ahí quedaron los muebles de generaciones, los vestidos de terciopelo, los candelabros que se encendían en invierno para la fiesta de Jánuka, la alcancía del Keren Kayemet, el puchero de los jueves —que se repartía a los pobres y que toda la familia comía ese día en la casa—, los bailes del colegio, los paseos en barco por el Vístula y la villa de verano en Mijalin con su jardín y su bosque de pinos y eucaliptus. Parada en la puerta de la biblioteca, rabiosa e impotente, Lena recorrió con mirada desolada los tesoros que quedaban huérfanos en los estantes. Con toda la fuerza de su desesperada ingenuidad no se le ocurrió más que cerrar la puerta con llave y llevarse la llave cuidadosamente guardada. Solo le sirvió para abrir recuerdos perdidos en las noches más negras de su tragedia. Se recuerda a sí misma en el ghetto transitando las alcantarillas con los jóvenes de la resistencia o saliendo todas las madrugadas de invierno al lado ario, bajo estricta vigilancia, mal alimentada y peor vestida, con un grupo de mujeres destinadas a limpiar cloacas y desratizar sótanos de casas abandonadas por judíos. Cuando llegaba la primavera de 1943, notó movimientos subrepticios que circulaban en la resistencia judía del ghetto y se intuyó al margen de secretas definiciones. Laichunia —le habló cariñosamente su marido, Adek Faigenblat, una noche de mediados de abril— mañana, cuando salgas a trabajar al lado ario, llevá un sombrero blando. Se te acercará un hombre y te llevará a un lugar que ya está arreglado. No preguntes nada y hacé lo que él te indique. El 14 de abril fue su último día en el ghetto. En el camino al trabajo en los sótanos se le acercó un hombre de la resistencia polaca. Se llamaba Félix y le dijo: quítese el pañuelo de la cabeza, póngase el sombrero y ríase, aquí nadie llora. Ella lo intentó, pero le salió una mueca. Después de andar cambiando tranvías y vigilando que no los siguieran llegaron a la calle Minska número 7, en la ribera derecha del Vístula donde dos hermanas obreras y provincianas, Alicia y Olga, la recibieron tan asustadas como ella y le ofrecieron un té caliente. En ese departamentito de dos ambientes, las dos polacas y la judía oyeron desde lejos los ruidos de los tanques, de las bombas y de los gritos, sintieron el tufo espantoso de la carne quemada cuando, el 19 de abril, el ghetto le declaró la guerra al ejército de ocupación. Después que todo acabó compartieron pobreza y miedos durante un año y medio. Las hermanas se iban a trabajar cerrando la puerta con candado para dejar claro que nadie quedaba en la casa. Lena no abría las canillas, no tiraba el agua del baño, se mantenía lejos de las ventanas y punteaba vestidos para las tres en cámara lenta para que no se oyera el ruido de la máquina de coser. Junto con el verano llegó el cumpleaños de Alicia como una complicación. Sus compañeras de la fábrica vendrían a festejarla y sería imposible esconder a Lena, de manera que se decidió que ocupara el lugar de una invitada más. Hubo que maquillarla para disimular el color pálido que le daban los días de encierro y precaverla sobre comportamientos propios de su condición que debía evitar: en la mesa no hables de literatura, porque es cosa de judíos y no digas cosas inteligentes. Queda para una lectura crítica de los escritos de Lena, diferenciar los preconceptos de clase y dilucidar las realidades ocurridas de la fantasía de los recuerdos y de los chuceos y las bromas interétnicas que surgirían en la convivencia. Con la entrada del Ejérito Rojo, a las tres vidas del departamento de la calle Minska les volvió el alma y salieron al camino a reencontrar su destino. Lena caminó hacia Mijalin, en un intento impensado de volver la historia. Fue en algún momento de ese andar que, en un hospital de campaña, se topó con un cura. Padre, soy judía –le dijo. El cura quedó suspenso, la abrazó, le acarició la cabeza, le dio de beber y le puso

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Octubre rojo: balance con futuro

Fuente: Jorge Elbaum | Hamartia Fecha: 10 de NOV 2017 Toda la experiencia del sujeto –biográfico o colectivo– contiene luces y sombras. Pero los matices de su interpretación, con concesiones o atribuciones de oscuridad, depende del enfoque. La nostalgia puede llegar a ser un atributo productivo, si se liga al deseo colectivo, no a la procesión a su sepultura, instalado en los confines del pasado arqueológico. Todavía “suena” en el imaginario humano, en la sucesión de datos históricos, la revolución de octubre. Todavía atraviesa como fantasma a memoriosos y también sus detractores. Ese atravesamiento se liga no solo a una historicidad sino al paradigma de un anhelo y al mismo tiempo a la evidencia de las contingencias sociales: todo puede pasar, incluso lo más desafiante. Y todo puede pasar –incluso hoy o mañana—porque hay ejemplos de que ya ha pasado. ¿La revolución rusa es parte de un proceso o un salto aislado en la continuidad histórico- social? Esa es la pregunta central del análisis teórico. Dado el déficit de humanidad provocado por el capitalismo, su inmanente incapacidad para incorporar a una gran porción de los seres vivos (a una vida plena), su fetichismo de los mercados y su engolamiento por la violencia y las guerras, pareciera que no es una cuestión del pasado. Lenin —llamativamente— sigue “funcionando” como un recurso programático permanente. Pensar “octubre” como un hecho aislado, una gota hundida en el mar de la historia, parece ser más un deseo ingenuo que una entidad operable. Luego de la Comuna de París ha sido el segundo intento por conquistar la identidad completa de lo humano, en la magnitud de un desafío aún pendiente. La larga lista de intentos no suele incorporar –salvo en las investigaciones de larga duración– las derivas parciales de sus efectos. ¿Fracasó la revuelta de los esclavos, liderados por Espartaco, contra el Imperio Romano? ¿qué dejó como impulso volitivo, como “principio de deseo” su derrota a manos del Imperio? Las victorias pírricas, o su dialéctica de sentido hacen de las luchas sociales algo más que triunfos o fracasos. Son jalones apropiables por generaciones venideras que recogen el guante de la historia. Capítulos que servirán para forjar la mística (siempre necesaria) del enfrentamiento, el homenaje a los caídos, pero también el ejemplo de lo posible, de lo ya iniciado, de lo accesible, aunque sea en lo imaginable. No ha habido experiencia de cambio social –consensuado o bélico—que no haya sido guiado en paradigmas previos. La Revolución Rusa sigue siendo hoy el paradigma –entre los dueños del mundo– de aquello que es temido. He ahí su constante desesperación e insistencia para hablar de su “fracaso” y su derrota. La paradoja básica de los sucesos de 1917 es que su eco inició el periodo de las “revoluciones triunfantes” algunas de las cuales fueron sus herederas y hoy permanecen. Octubre supone la persistente amenaza de un cambio que en su momento admitió la posibilidad de enfrentarse a un relato único de desarrollo económico y, simultáneamente, a las extorsiones de los designios imperiales. Supuso, además, una reconfiguración del capitalismo –su versión keynesiana y el “estado de bienestar”— como respuesta defensiva frente a los “peligros” revolucionarios. El leninismo no solo produjo efectos por acción. También generó ecos por defecto: los “treinta gloriosos”, el periodo de mayor extensión de derechos en occidente fue la opción que asumieron las democracias en occidente ante la esperanza subversiva que imponía la revolución rusa. Otra de las consecuencias que permitió la revolución rusa –hoy llamativamente olvidadas—es la liberación de la mitad de la humanidad del yugo colonial. De no haber existido la URSS, los movimientos de liberación nacional hubiesen tenido que enfrentarse en solitario a la lógica imperial extractiva y monopólica que controlaba dos tercios de la geografía del mundo en la época en que se desarrollaron los sucesos de octubre. Una de las dimensiones menos nombradas en los espacios de la nobleza académica es el “efecto conceptual” que devino de la revolución: cuáles fueron los cambios en las sensibilidades de época y las democratizaciones simbólicas que devinieron de su victoria. El mundo de 1917 cambió con su irrupción. Pero lo menos nombrado es que el mundo actual –principios del siglo XXI continúa latiendo con su fantasma. En términos evolutivos, el recorrido cronológico es una combinación yuxtapuesta de regularidades y rupturas. Los sujetos, tanto los individuos como los actores colectivos, son expresión y al mismo tiempo expresiones de esos procesos y de sus creadores y/o sintetizadores. Solo que no eligen el ritmo de sus continuidades ni de sus cambios. Lo que sabemos de la historia humana incluye quiebres abruptos que al mismo tiempo son hijos y nietos de pequeñas mutaciones a veces imperceptibles. Esos “saltos”, esas reconfiguraciones –los que expresan el “derrame” de los cambios anteriores–, producen nuevas formas de entender la realidad (el pasado, el presente y el futuro), y suponen la reorganización de los dispositivos materiales disponibles en una época. Muchos de esos cambios están precedidos por impulsos previos cuya conclusión final obnubila su gestación. o es posible prospectivamente dar por muerto un hecho o una acción social colectiva si ese dato no está anulado por las condiciones de su productividad: la revolución de octubre no feneció simplemente porque las causas que la produjeron están hoy presentes. Tanto los materiales como las simbólicas. La humanidad sigue estrechando su círculo de privilegiados y excluidos. Los procesos migratorios, la crisis de la “noción de trabajo”, los conflictos producidos por el extractivismo, las cíclicas crisis financieras generadas por las caídas de las tasas de ganancia, y las guerras avaladas por las imposiciones neocoloniales actualizan permanentemente los espectros de los soviets. En el nivel “simbólico” la revolución otorgó –sin fecha de vencimiento atraviese o no a generaciones— una “tabla de salvación” esperanzadora para quienes viven en la ignominia y quienes no soportan la idea de convivir (portándola u observándola) con ella. La Revolución Rusa ha sido un salto en la posibilidad de conquistar la vida para nuestra especie. Un múltiple impulso que las biografías históricas apenas pueden divisar

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Declaración Balfour – Un estudio sobre la duplicidad británica

Fuente: Avi Shlaim* | Middle East Eye Fecha 06 de NOV 2017 Cien años han pasado desde que este documento cambió el curso de la historia y sin embargo, Gran Bretaña sigue sin admitir la negación de Israel del derecho palestino a la autodeterminación nacional ni su propia complicidad. La Declaración Balfour, emitida el 2 de noviembre de 1917, fue un breve documento que cambió el curso de la historia. En ella el gobierno británico se comprometía a apoyar el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina siempre que no se hiciera nada “para perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina”. En aquel momento los judíos constituían el 10% de la población de Palestina: 60.000 judíos y poco más de 600.000 árabes. No obstante, Gran Bretaña decidió reconocer el derecho a la autodeterminación nacional de la pequeña minoría y negárselo rotundamente a la mayoría indiscutible. En palabras del escritor judío Arthur Koestler: aquí hubo una nación que prometió a otra nación la tierra de una tercera nación. Algunos informes coetáneos presentaron la Declaración Balfour como un gesto desinteresado e incluso como un noble proyecto cristiano para ayudar a que un pueblo antiguo reconstruyese su vida nacional en su patria ancestral. Tales argumentos emanaban del romanticismo bíblico de algunos funcionarios británicos y de sus simpatías hacia los judíos ante la difícil situación que afrontaban en Europa oriental. Los estudios posteriores establecen que el principal motivo para emitir la declaración fue el frío cálculo de los intereses imperiales británicos. Se creyó, erróneamente, que una alianza con el movimiento sionista en Palestina serviría mejor a los intereses de Gran Bretaña. Palestina controlaba las líneas de comunicaciones del Imperio Británico al Lejano Oriente. Francia, el principal aliado de Gran Bretaña en la guerra contra Alemania, también era un rival influyente en Palestina. Bajo el acuerdo secreto de Sykes-Picot de 1916, los dos países habían dividido Oriente Próximo en zonas de influencia pero acordando una administración internacional para Palestina. Al ayudar a los sionistas a apoderarse de Palestina, los británicos esperaban asegurar su presencia dominante en la zona y excluir a los franceses. Los franceses llamaron a los británicos “Pérfida Albión”. La Declaración Balfour constituyó un ejemplo primordial de esa traición permanente. Las principales víctimas de Balfour Sin embargo, las principales víctimas de la Declaración Balfour no fueron los franceses sino los árabes de Palestina. La declaración fue un típico documento colonial europeo improvisado por un pequeño grupo de hombres con una mentalidad absolutamente colonial. Se formuló con un desprecio absoluto hacia los derechos políticos de la mayoría de la población indígena. El secretario de Asuntos Exteriores, Arthur Balfour, no hizo ningún esfuerzo por disimular su desprecio hacia los árabes. En 1922 escribía: El sionismo, sea correcto o incorrecto, bueno o malo, está arraigado en tradiciones milenarias, en necesidades actuales y en futuras esperanzas de trascendencia mucho más profunda que los deseos y prejuicios de los 700.000 árabes que ahora habitan esa tierra antigua. Difícilmente podría hallarse un ejemplo más sorprendente de lo que Edward Said llamó “la epistemología moral del imperialismo”. Balfour no era más que un lánguido aristócrata inglés. La verdadera fuerza motriz de la declaración no fue Balfour sino David Lloyd George, el exaltado radical galés que dirigía el gobierno (1916-1922). En política exterior, Lloyd George era un imperialista británico pasado de moda y un acaparador de territorios. Sin embargo, su apoyo al sionismo no se fundamentaba en un análisis sólido de los intereses británicos sino en la ignorancia: admiraba a los judíos pero también los temía, y no comprendió que los sionistas eran una minoría dentro de una minoría. Al alinear a Gran Bretaña con el movimiento sionista Lloyd George actuó desde la perspectiva errónea –y antisemita– según la cual los judíos eran extraordinariamente influyentes y hacían girar las ruedas de la historia. En realidad, el pueblo judío estaba indefenso y sin otra influencia que no fuera la del mito del poder clandestino. En resumen, el apoyo británico al sionismo durante la guerra estaba enraizado en una arrogante actitud colonial hacia los árabes y en una concepción equivocada sobre el poder internacional de los judíos. Una doble obligación Gran Bretaña agravó su primer error al incluir los términos de la Declaración Balfour en el Mandato de la Liga de Naciones para Palestina. Lo que había sido una mera promesa de una gran potencia a un aliado menor se convirtió en un instrumento internacional jurídicamente vinculante. Para ser más precisos, Gran Bretaña en tanto que potencia mandataria, asumió una doble obligación: ayudar a los judíos a construir un hogar nacional en toda la Palestina del Mandato y, al mismo tiempo, proteger los derechos civiles y religiosos de los árabes. Gran Bretaña cumplió la primera obligación pero rechazó honrar lo irrisorio de esa segunda parte. Que Gran Bretaña fue culpable de duplicidad y de dobles tratos es incuestionable. Por lo tanto, la verdadera pregunta es: ¿consiguió Gran Bretaña alguna recompensa concreta con esa política inmoral? Mi respuesta a esa pregunta es que no. La Declaración Balfour fue un pesado fardo para Gran Bretaña desde el comienzo del Mandato hasta que alcanzó su infame final en mayo de 1948. Los sionistas se quejaron de que todo lo que Gran Bretaña hizo por ellos en el período de entreguerras no estuvo a la altura de lo prometido inicialmente. Argumentaron que la declaración implicaba el apoyo a un Estado judío independiente; los funcionarios británicos replicaron que solo habían prometido un hogar nacional, que no es lo mismo que un Estado. Entretanto, lo que Gran Bretaña provocó fue el resentimiento no solo de los palestinos sino de millones de árabes y musulmanes de todo el mundo. En su obra clásica Britain’s Moment in the Middle East [El momento de Gran Bretaña en Oriente Próximo], Elizabeth Monroe ofrece un juicio equilibrado sobre este episodio. “Calculada únicamente por los intereses británicos”, escribe Monroe, “[la Declaración Balfour] constituye uno de los mayores errores en nuestra historia imperial”. En retrospectiva, la

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La Revolución Rusa. Merecido reconocimiento en su centenario

Fuente: Mariano Ciafardini| pulsodelospueblos.com Fecha: 02 de NOV 2017 Las especulaciones en cuanto a lo que habría sucedido si tal o cual hecho se hubiera producido o no se hubiera producido, es decir la reflexión contra-fáctica, en el terreno histórico no es, en general, conducente y la mayoría de las veces es una simple pérdida de tiempo, atento a que las alternativas que se hubieran abierto de haber sido distintas las cosas, en determinada situación histórica, son en principio infinitas y, por lo tanto, impredecibles. Sin embargo en algunos contados casos una reflexión de ese tipo puede llevarnos a ciertos “insigths”, a impresiones profundas, que ayudan a interpretar la dimensión de determinados acontecimientos históricos sin convertir al argumento contra-fáctico en una suerte de metodología de investigación o análisis histórico-político. Este es el caso de la revolución rusa de 1917 y, su consecuencia inseparable, del proceso soviético subsiguiente. Decimos que estos dos elementos son inseparables porque si la revolución rusa hubiera sido sólo la toma de poder en Petrogrado, o aún del de toda Rusia, sólo por un tiempo, el evento hubiera tenido menos trascendencia que la “Comuna de París”, cosa que sabían muy bien los bolcheviques que contaban los días con la ansiedad de superar los dos meses y diez días del asalto al poder de los artesanos parisinos. Pero la principal reflexión contra-fáctica es para nosotros la siguiente: sin la revolución rusa y el proceso soviético consecuente el marxismo no habría sido lo que fue en el siglo XX, ni sería hoy la teoría filosófica social económica y política que es, cuya autoridad no ha podido soslayarse ni menos aún superarse por ninguna otra, a pesar de la saturación ideológica que producen las usinas mediáticas del capitalismo, sobre todo en estos tiempos de neoliberalismo y ”fin de la historia”. Es decir, el marxismo (como teoría en permanente desarrollo) tiene la autoridad y la consistencia que hoy tiene y la potencia teórica a desarrollarse en su propio seno, debido a que fue el sustento teórico de un proceso fáctico que cambió la historia de la humanidad y, como trataremos de explicar en este artículo, la sigue cambiando. Es importante remarcar en principio esta dependencia existencial del marxismo en tanto es, paradójicamente desde supuestas posiciones marxistas, desde donde se ensayan intentos, permanentes y obsesivos, de disrupción entre la “toma del palacio de invierno” y los primeros años de la revolución que coincide con los años en que Lenin estaba vivo (1923) y, tal vez, un poco más y el proceso soviético “stalinista” de allí en adelante. Éste es un error no sólo en la visión de la realidad sino en la metodología y coherencia del análisis porque marxismo-revolución rusa de 1917- Unión Soviética (1922-1991) constituyen un trinomio conceptual inseparable y, mucho menos aún, oponible (en términos absolutos) entre sí. Creemos que lo que lleva a estas posiciones marxistas a coincidir en esta visión negativa del proceso soviético, por su “stalinización”, con las posiciones de la socialdemocracia en general y hasta con las de la derecha y la ultra derecha ideológicas que condenan el proceso “in totum”, es que se les escapa la grandiosidad histórica del “acontecimiento-proceso”, la magnitud “epocal” del mismo, y, especialmente, su continuidad y vigencia, lo que es entonces oportuno reivindicar precisamente en este centenario. La “Gran Revolución de Octubre”, entendida como el acontecimiento-proceso que va desde la toma del Palacio de Invierno en San Petersburgo, por los bolcheviques, el 7 de noviembre de 1917, hasta la “implosión” de la URSS en 1989, implicó, no sólo el primer triunfo de un asalto al poder político de un país por un grupo de comunistas en toda la historia de la humanidad, sino la transformación de ese país feudal, atrasado y perdedor en la guerra, en la segunda potencia mundial durante más de 50 años. Potencia que jugó un papel decisivo en el límite al desarrollo del imperialismo y ejerció un contra-balance mundial que permitió la sucesión de una cantidad de revoluciones comunistas y de ascensos al poder a movimientos de liberación nacional, sin cuya existencia no habrían sido posibles. No se puede negar que la existencia de la URSS y a partir de ella de la China Comunista y Corea del Norte, y luego los países socialistas de Europa Oriental y finalmente Cuba y Vietnam socialistas constituyeron el cambio geopolítico económico y socio cultural más grande en toda la modernidad capitalista y la alteración más profunda que había sufrido nunca antes el poder del capital. Incluso los modelos de estados de bienestar e intervencionismo estatal, que tanto beneficiaron a los trabajadores y pueblos del mundo capitalista “desarrollado”, contemporáneo a la URSS, fueron producto de la exigencia política de las masas sustentada en la existencia de esa potencia y de ese mundo alternativo. Pero la revolución Rusa y la URSS no sólo son existencias gloriosas del pasado. A pesar del desmadre que superó y arrastró consigo a Gorbachov, con sus intentos de Glasnost y Perestroika a principios de los 90, y que permitió la ascensión de Yeltsin quien, desde su ebriedad, se limitó a contemplar cómo capitalistas extranjeros, ex burócratas y mafiosos (un término no excluye el otro) depredaban el estado de la ex URSS, el pueblo ruso y muchos de sus dirigentes dieron muestras de que existía una herencia de orgullo nacional, solidaridad y antiimperialismo, constituida durante los años de socialismo y defensa de la patria, cuando, a partir del año 2000, se unieron en la reconstrucción y renovación de las estructuras de gobierno y de poder en la Federación Rusa. Por supuesto esa reconstrucción y renovación, que llevó a Rusia hoy a jugar nuevamente un papel de potencia mundial determinante, no hubiera sido posible sin el legado soviético. Por dar algunos datos, a finales de los años 80 la URSS representaba el 25% de la producción de la aviación civil del planeta y el 40% de la aviación militar. Rostec, la corporación industrial tecnológica rusa, una las corporaciones más grandes del mundo, es heredera del complejo industrial tecnológico

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