Disculpe que sobreviví

Fuente: Elina Malamud | Boletín del Llamamiento
Fecha: 03 de ABR 2018

El 19 de abril es una fecha de significativa importancia en el calendario de la condición humana, propicia para contar historias de polacos y judíos, para recordar, no exactamente la larga vida de Lena Gartenstein, sino los retazos de memoria publicados por ella misma en un libro que, con mucha llaneza, llamó “Mis ayeres” y en el cual las escenas que pinta, las carbonillas que esboza, van jalonando su historia en un crescendo previsible.

El padre de Lena era un empresario adinerado. Todos los años viajaba a la Exposición Industrial de Leipzig para conocer novedades y volvía a Varsovia lleno de iniciativas que ponía en práctica en su fábrica. Pero los goces que requería de la vida eran amplios y compartidos con su familia. Cantaba, dibujaba, jugaba juegos que inventaba para sus siete hijos. La mamá era la hija única de una familia también de pasar decoroso. Dicen que al momento de nacer Lena, el arcángel Gabriel se había olvidado de pasar a darle el consabido pellizquito debajo de la nariz que debía hacerla olvidar sus días en el limbo interior de la panza y por eso ella no se decidía a salir. Tuvieron que sacarla con forceps y su papá, en el interín, se desmayó.

Los recuerdos de la infancia y la adolescencia de Lena remiten a una Arcadia de terneza familiar, de tradiciones felices y de estudios exitosos, entre los cuales el antisemitismo —anclado tanto en la sociedad polaca como en los estamentos del gobierno— solo aparecen como una nota natural en su vida de muchacha acostumbrada a una situación social y económica acomodada.

Cuando los nazis ocuparon Varsovia el mundo de los Gartenstein se desplomó. Fueron obligados a abandonar su casa con todo lo que había en ella y a trasladarse al ghetto. Ahí quedaron los muebles de generaciones, los vestidos de terciopelo, los candelabros que se encendían en invierno para la fiesta de Jánuka, la alcancía del Keren Kayemet, el puchero de los jueves —que se repartía a los pobres y que toda la familia comía ese día en la casa—, los bailes del colegio, los paseos en barco por el Vístula y la villa de verano en Mijalin con su jardín y su bosque de pinos y eucaliptus. Parada en la puerta de la biblioteca, rabiosa e impotente, Lena recorrió con mirada desolada los tesoros que quedaban huérfanos en los estantes. Con toda la fuerza de su desesperada ingenuidad no se le ocurrió más que cerrar la puerta con llave y llevarse la llave cuidadosamente guardada. Solo le sirvió para abrir recuerdos perdidos en las noches más negras de su tragedia.

Se recuerda a sí misma en el ghetto transitando las alcantarillas con los jóvenes de la resistencia o saliendo todas las madrugadas de invierno al lado ario, bajo estricta vigilancia, mal alimentada y peor vestida, con un grupo de mujeres destinadas a limpiar cloacas y desratizar sótanos de casas abandonadas por judíos.

Cuando llegaba la primavera de 1943, notó movimientos subrepticios que circulaban en la resistencia judía del ghetto y se intuyó al margen de secretas definiciones. Laichunia —le habló cariñosamente su marido, Adek Faigenblat, una noche de mediados de abril— mañana, cuando salgas a trabajar al lado ario, llevá un sombrero blando. Se te acercará un hombre y te llevará a un lugar que ya está arreglado. No preguntes nada y hacé lo que él te indique.

El 14 de abril fue su último día en el ghetto. En el camino al trabajo en los sótanos se le acercó un hombre de la resistencia polaca. Se llamaba Félix y le dijo: quítese el pañuelo de la cabeza, póngase el sombrero y ríase, aquí nadie llora. Ella lo intentó, pero le salió una mueca. Después de andar cambiando tranvías y vigilando que no los siguieran llegaron a la calle Minska número 7, en la ribera derecha del Vístula donde dos hermanas obreras y provincianas, Alicia y Olga, la recibieron tan asustadas como ella y le ofrecieron un té caliente.

En ese departamentito de dos ambientes, las dos polacas y la judía oyeron desde lejos los ruidos de los tanques, de las bombas y de los gritos, sintieron el tufo espantoso de la carne quemada cuando, el 19 de abril, el ghetto le declaró la guerra al ejército de ocupación. Después que todo acabó compartieron pobreza y miedos durante un año y medio. Las hermanas se iban a trabajar cerrando la puerta con candado para dejar claro que nadie quedaba en la casa. Lena no abría las canillas, no tiraba el agua del baño, se mantenía lejos de las ventanas y punteaba vestidos para las tres en cámara lenta para que no se oyera el ruido de la máquina de coser.

Junto con el verano llegó el cumpleaños de Alicia como una complicación. Sus compañeras de la fábrica vendrían a festejarla y sería imposible esconder a Lena, de manera que se decidió que ocupara el lugar de una invitada más. Hubo que maquillarla para disimular el color pálido que le daban los días de encierro y precaverla sobre comportamientos propios de su condición que debía evitar: en la mesa no hables de literatura, porque es cosa de judíos y no digas cosas inteligentes. Queda para una lectura crítica de los escritos de Lena, diferenciar los preconceptos de clase y dilucidar las realidades ocurridas de la fantasía de los recuerdos y de los chuceos y las bromas interétnicas que surgirían en la convivencia.

Con la entrada del Ejérito Rojo, a las tres vidas del departamento de la calle Minska les volvió el alma y salieron al camino a reencontrar su destino. Lena caminó hacia Mijalin, en un intento impensado de volver la historia. Fue en algún momento de ese andar que, en un hospital de campaña, se topó con un cura. Padre, soy judía –le dijo. El cura quedó suspenso, la abrazó, le acarició la cabeza, le dio de beber y le puso un terrón de azúcar en la boca. Lo sintió como una hostia. Recién entonces, por el sacudón de un cariño, explotó la coraza de Lena en un estruendo de llantos que arrastraban toda la congoja de los años svásticos.

Yo escribo esta nota para recordar que mientras los judíos de Jedwabne eran masacrados por sus vecinos polacos, dos mujeres también polacas daban cobijo a una judía escapada del ghetto de Varsovia, en su casa del lado ario, sobre la orilla derecha del Vístula. La post guerra, el existencialismo y el post existencialismo se pararon boquiabiertos ante los fondos espeluznantes que el ser humano había dejado ver, descarnados, en sus entrañas y se preguntaron quién era el otro para cada uno, qué significaba un Tú para un Yo. Del otro lado de la conciencia humana, un pesado enano fascista que estaba arrinconado se empeña hoy en decretar que el caso está cerrado para negarse a esa reflexión y, más aún, para privar al prójimo de su derecho a rever el pasado. El negacionismo ha soltado amarras y camina despreocupado por Europa. Cabe preguntarse, en este lado del mundo, si una política de Estado, abierta y generalizada, de otorgar beneficios judiciales de excarcelación a genocidas confesos, si decir que no son treintamil, si borrar pañuelos no son también formas expresas de negacionismo.

Lena Gartenstein–Faigenblat y su marido yiraron pacientemente por Europa hasta que pusieron sus ojos en Buenos Aires y finalmente pudieron viajar a Paraguay para entrar clandestinamente a la Argentina, donde establecieron su residencia, cuando comenzaba la segunda mitad del siglo XX.

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