3er premio: Lala Altschuler
Arribamos a Buenos Aires. Una muchedumbre compacta está allí, en el puerto, los pañuelos blancos agitándose al viento… Sábado, 2 de junio de 1951. Una espléndida mañana. La espera agita aún más los pañuelos. La muchedumbre intenta escudriñar en la distancia a los seres queridos. El barco separa lo que el tiempo ya había separado, hace tanto de esto. No han distinguido todavía, entre la multitud, a aquellos con los cuales en breves instantes anhelarán fundirse en un abrazo. Me sorprenden las cabezas cubiertas. Desde la altura del barco en la que me encuentro la multitud de sombreros parece moverse impulsada por los pañuelos. Y de pronto, la cara de padre se ilumina; entre el gentío, y no sé cómo, distingue a sus primos, no sé cómo, pues éstos, unos años mayores, se habían ido de Polonia siendo adolescentes, cuando él era poco más que un niño. Me los señala… Alter, Sojer. Comenzamos a descender, a los empellones, junto a una masa ansiosa que quiere dejar el barco lo más rápido posible: lo más rápido que puedan atravesar el cerco, la brecha que los separa de la vida de los otros; lo más rápido que puedan querrán, uno a uno, reunirse con ellos; lo más rápido que puedan, zanjar la fosa que la guerra y el hambre han cavado. Y pretenderán saltar la fosa, atravesarla, dejarla atrás. Y al mismo tiempo querrán no dejar solos a sus muertos.
Nos sentamos a una mesa principesca. En mi vida había visto semejante cantidad de manjares y de vajilla. Nunca, que se pudiera comer una entrada de pescado, luego un plato de pollo, y luego -¡cómo no!- el plato nacional de bife con papas fritas. Veníamos de nueve años de racionamiento y miles de kilómetros deambulando la sobrevivencia: Siberia, Uzbekistán, los campos de refugiados en Alemania, Israel, retorno al campo de refugiados… Argentina.
Estoy hambrienta de habla. Aprendo vorazmente el castellano, y el mismo empeño que pongo en aprender lo pongo en olvidar, sin darme cuenta de ello. En los siguientes años me olvidaré vertiginosamente del polaco, del hebreo, del ruso, del idish. Nada querré saber, nada querré pensar, nada de mí se me ocurrirá siquiera contarles a los otros: de dónde venía, de dónde era. Una gran distancia de experiencias me separaba de la vida de los otros.
Nunca supe en qué idioma había aprendido a hablar, en qué idioma hablábamos con padres o con mi hermano; en Israel yo hablaba hebreo, pero ¿Y entre nosotros? ¿Y luego? Sé que no era en idish; que fuera en ruso lo dudo, pues madre lo hablaba mal ¿en polaco entonces? La pregunta insiste, una y otra vez: los primeros años en la Argentina ¿nosotros en qué idioma nos comunicábamos?
En Buenos Aires descubro que existe lo que puede perdurar en el tiempo, y con ello, la fugacidad en la que había vivido. La fugacidad, recién ahora la descubro, es lo que había caracterizado nuestro mundo, tan ancho y tan ajeno. Aquí en Buenos Aires, la vida para los que habían nacido en ella, yo lo creía así al menos, estaba hecha de las rutinas de lo cotidiano. Y lo cotidiano protege, sus hábitos te visten, te amparan.
Hace unos años me llama un amigo y me cuenta que en “Dom Polski”, la Casa Polaca de aquí, de Buenos Aires, encontró una guía comercial de Polonia del año 1933. El infinito camino hacia la calle Borges lo hago con el corazón en la boca, embriagada de irrealidad busco el nombre del abuelo en la guía, y allí lo encuentro. Su nombre, su apellido, su dirección: Abraham Urmacher, fotógrafo, y la dirección del estudio fotográfico. Por primera vez, y a través de la letra impresa, mi abuelo deviene vivo; y la letra, letra viva. Más allá de la existencia que hasta ahora había tenido en mí, en el relato íntimo de padre o madre. Su nombre. Su dirección, escritos en una guía, corroboran su existencia y me llenan de incredulidad. Es un documento que lo sitúa en relación a un orden civil. Dato precioso y preciso, de una vida ciudadana que fue, con sus amores, sus pasiones secretas, su total falta de sentido para la vida práctica. Vida que me vuelve vida en Buenos Aires, de la que quién sabe si tuvo noticias, más allá de los tangos polacos que tía y madre cantaban. ¿No te asombra esto?, en la lejana Buenos Aires, donde residimos su hija, su yerno, su nieta, sus bisnietos, en el estante superior de una inmensa biblioteca de la Casa Polaca situada en la calle Borges, en un tomo de una vieja guía, está él, a la espera de que el milagro ocurra. Que otra mirada concurra al olvido de lo que él fue en el campo de Treblinka.
Y quiso el destino que fuera aquí, en la calle Borges. Que aquí devenga nuevamente un hombre, nombrado como tal, y no ese número que fue en Treblinka. Un hombre: Abraham Urmacher: Fotograficznezaclady (photographes): Pilsudskiego, su calle. Nombrado entre otros. Nuestro abuelo.