Por: Guillermo Levy | Página/12 (28 de junio de 2021)
En estos días, ochenta años atrás, se producía una de las más audaces irrupciones bélicas de la historia de la humanidad. Más de cuatro millones de hombres penetraron la enorme línea de frontera entre la Unión Soviética y los territorios ocupados por los nazis en Europa oriental para iniciar bajo el nombre de “Operación Barbarroja” el intento de aniquilar con la violencia más brutal a la Unión Soviética.
Bajo la figura étnico-política de “judío-bolchevique”, la URSS representaba el conjunto de todo lo que podía figurarse como enemigo de Alemania: el comunismo y los judíos. La URSS era la expresión perfecta de esa simbiosis a aniquilar.
La destrucción de la URSS y la desaparición del comunismo era la ambición, el deseo explícito de todo el capitalismo en su versión liberal democrática o en su versión fascista. El fin del comunismo se había convertido entrado el siglo XX en el rector de toda la política internacional de Occidente.
En ese punto, los nazis venían a animarse a cumplir el sueño de muchos otros. Los millones de hombres de la operación Barbarroja no eran solo alemanes, más de un millón eran de otras nacionalidades que iban por la misma épica de destrucción del enemigo común: húngaros, rumanos, españoles franquistas, italianos, eslovacos, croatas, entre otros.
Stalin desoyó los informes que avisaban una inminente invasión y la Alemania nazi entró triunfal en el territorio de la URSS en la madrugada del 22 de junio con el objetivo de llegar antes del fin del verano a Moscú y cambiar en serio la historia de la humanidad.
En ese verano de 1941, con Japón avanzando en el Pacífico, Europa casi controlada por los nazis y la URSS a punto de ser derrotada, la reconfiguración del mundo en nuevos términos que obligaría a los EEUU y Gran Bretaña a aceptar duras condiciones en una reorganización planetaria, no estuvo tan lejos: la emancipación de la humanidad por medio del socialismo o el triunfo de la democracia liberal estaban en su horizonte más oscuro y lejano desde aquel 22 de junio. En semanas, las tropas nazis y sus aliados avanzaron firmemente. Las tropas soviéticas retrocedian o se rendían y todo parecía demasiado sencillo.
Si bien los nazis entraron a Polonia matando y violando toda convención de guerra, la primera política estatal de exterminio sistemático no se dio en Polonia ocupada sino en la Unión Soviética: no fue ocupar sino aniquilar, alimentarse sobre el terreno pero con un salto cualitativo en la historia. De la orden inicial de asesinar a toda la “inteligentzia judeo-bolchevique”, o sea a todos los que tuvieran un rol aunque sea mínimo de dirección local, partidaria o comunitaria, se pasó a los pocos días a la orden de aniquilar a “toda la población judía”. El nazismo, ese 22 de junio y no antes, hizo su bautismo de fuego en la guerra como estado genocida. Durante los seis años previos a la guerra, el plan de eutanasia en Alemania permitió asesinar a decenas de miles de discapacitados físicos y enfermos psiquiatricos bajo la idea tan descarnadamente neoliberal de que el estado no puede derivar recursos en personas improductivas, y bajo la idea de eliminar vidas que no merecen ser vividas. Todo esto fue en silencio y antes de la guerra.
Los campos de exterminio en Polonia, que se poblaron de personal que actuó en el plan de eutanasia construido con la misma gramática años antes, empezaron a funcionar cuando ya se había aniquilado a toda la población judía de la URSS que no logró escaparse o reclutarse en el ejercito soviético.
Cuando la derrota de Moscú en el invierno 41-42 cambiaba el clima de euforia por el de preocupación, cuando la guerra se les empezó a complicar, apareció la decisión de aniquilar a toda la población judía europea. Para ese entonces, los judíos soviéticos ya habían sido exterminados junto a casi un millón de dirigentes y militantes comunistas de todas las escalas.
Una división especial de las SS junto a colaboradores locales reclutados entre nacionalistas católicos anticomunistas se encargó entre finales de junio y noviembre de 1941 de asesinar mediante fusilamientos –en el borde de fosas comunes cavadas por las mismas víctimas– a cerca de 2 millones de personas. Un millón y medio de judíos fueron aniquilados en estos pocos meses en la URSS ocupada. Las comunidades judías de Ucrania, Lituania, Estonia, entre otras que tenían siglos de vida judía, fueron totalmente aniquiladas en pocos meses.
Miles de cartas de soldados alemanes en el frente ruso les contaban a sus familiares la aniquilación de los judios. “Cartas de la Wehrmacht” compilada por Marie Moutier o el extraordinario trabajo “La guerra alemana” de Nicholas Stargartd muestran, entre otros, de forma contundente cómo, algunos con alegría, otros con resignación y otros con indiferencia, que los millones de jóvenes alemanes en el frente soviético contaban la aniquilación de judíos junto con preguntas sobre sus familiares o comentarios sobre la comida o promesas de amor a sus amadas.
La información del aniquilamiento sistemático de los judíos de la URSS circulaba por la población civil alemana, en donde casi todas las familias tenían un hijo, sobrino, nieto o amigo en el frente ruso. Todavía la maquinaria de exterminio industrial en Polonia no había arrancado.
El triunfalismo de 1941 cedió a una preocupación en el invierno de 1941/42 con tropas desgastadas, muertas de frío, que sabían que el final no estaba tan cerca. El pueblo soviético resistió e impidió la caída de Moscú y el triunfo del nazismo sobre buena parte de la humanidad.
En agosto de 1942, Hitler sorprendió. En vez de volver sobre Moscú, fue al sur, a Stalingrado. En la batalla quizás más importante de la historia de la humanidad, la URSS resistió hasta que los refuerzos inagotables en tropas venidas de Siberia dieron vuelta la ecuación cuando otra vez el invierno del 42 se acercaba. Los primeros días de enero de 1943, la rendición alemana en Stalingrado fue sin dudas el comienzo del fin del sueño de una Europa racial y políticamente diseñada por la Alemania nazi.
Del triunfalismo y de la cercanía a este objetivo, los días iniciales de la «Operación Barbarroja» al comienzo de una derrota inevitable, pasarán solo 18 meses. La frontera territorial con el comunismo pasó a ser la frontera de la vida o la muerte de Alemania. Del “vamos a ganar” se pasó a “no podemos perder”.
Hace 80 años se daba un paso en la historia de los más audaces y temerarios, con un exitismo inicial que presagiaba un triunfo al alcance de la mano. En pocos meses, ese territorio se convirtió en la fosa donde el experimento horroroso del nazismo vería su final.
La historiografía occidental y los voceros de la memoria antinanazi más preocupados por usar la memoria de las víctimas para sentarse en la mesa de los poderosos del mundo que para honrarlas tienen una deuda con los pueblos de la ex URSS y a su ejército. Ellos fueron los responsables sobre el terreno, con sus millones de muertos, de ponerle fin al experimento estatal-imperial y genocida más grande de la historia humana.
Guillermo Levy es docente-investigador, UBA/UNDAV.