El círculo

2do. premio: Osvaldo Daniel Uchitel

La mañana pintaba gris cuando partimos, Papá al volante y mi hermano de copiloto. Papá se mostraba relajado y jovial, lejos de la tierna formalidad con la que trataba a sus pacientes antes de llevarlos al quirófano. El primer objetivo era llegar a la balsa que cruza el Paraná desde Zárate hasta Brazo Largo, Entre Ríos. De allí a Basavilbaso, donde solíamos hacer el saludo de rutina a nuestro legendario tío abuelo, venerado por su entrega como médico del pueblo. A partir de Baso el camino de tierra y ripio se abría entre los campos y serpenteaba a lo largo de la vía del tren pasando por varios pueblos. Entre ellos, el pueblo Domínguez, donde en una esquina se encontraba la antigua farmacia que más tarde alojó el museo de la colonización judía. Lo visitamos en un viaje anterior. En ese entonces nos atendió el hermano del comisario, que oficiaba de custodio de los recuerdos de una colonización que marcó la historia de mi familia. Allí encontramos los libros que certifican que mis bisabuelos y sus diez hijos partieron de Odesa, escapando de la opresión zarista, desembarcando en Colón, Entre Ríos en octubre de 1894. El menor, mi abuelo Israel, tenía tan solo dos años. Entre los objetos y cuadros de la época se encontraban planos de las tierras asignadas a las familias de inmigrantes unidos en esa aventura compartida de colonizar las deshabitadas tierras adquiridas por el mecenas Barón Hirsch.  Un terruño entre Santa Ana y Las Moscas figuraba como la parcela asignada a la familia. Quien finalmente se asentó allí fue mi abuelo, incorporándose así al denominado colectivo ¨gaucho judío¨.

Papá continuaba su relato mientras avanzábamos por estrechos caminos cortajeados por huellas de carruajes y de camiones, impronta de la última lluvia, Nos contaba la pobreza inicial y el duro pero exitoso trabajo de mis abuelos que les permitió alquilar campos, extender los sembradíos de trigo y acceder a una vida más cómoda, automóvil incluido. Mientras tanto nuestro pequeño automóvil, un sedán negro, seguía avanzando, dejando atrás una estela de polvo que envolvía las humildes casas de los vecinos. Ellos reconocían el coche del doctor y nos saludaban. También contaba sus recuerdos de la niñez, el colegio del Estado, donde cursó la primaria, que formaba junto al colegio judío y al teatro judío un pequeño núcleo cultural en medio de la nada y a kilómetros de la casa de mis abuelos. En su relato nunca dejaba de recordar la tarea ciclópea de la Bobe lavando la ropa de la peonada con un lavarropa casero conformado por un pequeño estanque circular ubicado en una parte alta del campo, al cual el abuelo, con mucho ingenio, había incorporado una paleta de madera que, traccionada por una mansa yegua, batía la ropa enjabonada. Tan mansa la yegua no era, contaba Papá, recordando la travesura de parase detrás y molestarla logrando que le disparara una patada que le partió el labio dejándole una marca indeleble. Fue durante esos años prósperos que el interés del abuelo por el trigo se fue transmutado por tener un hijo doctor.

 Papá partió para Buenos Aires a cursar los estudios secundarios sin tener conciencia clara del legado que llevaba. Fue a vivir a la casa de una tía y durante un par de años recibió dinero del trigo cosechado. En el Colegio Mariano Moreno conoció a quien sería su cuñado.

Poco a poco en el campo la buenaventura se fue trastocando, pero la voluntad de tener un hijo doctor se mantenía firme como la huella del camino resecada por el sol. Papá ingresó a la Facultad de Medicina, vivió hospedado por su amigo y trabajó de celador en un colegio secundario. Dos años seguidos las langostas arrasaron con los trigales y con los ahorros de muchos años de labor intensa. El abuelo entró en bancarrota y los acreedores atrás de él. Como en las películas de suspenso, mi Papá logró sobre la hora levantar la hipoteca sobre la última parcela. El dinero fue un adelanto de dote de su futuro suegro, un colchonero venido de Polonia que de cardar colchones casa por casa logró instalar una colchonería en la calle Warnes. A esa parcela, qué heredó Papá, nos estábamos dirigiendo. Allí no quedaban rastros de la casa de mis abuelos, que abandonaron el campo tristes y enfermos. Sólo perduraba el círculo de piedra del viejo estanque.

Después de muchos años de abandono y usurpación Papá recuperó el campo e hizo construir, bajo una añeja arboleda ubicada a un centenar de metros de la tranquera principal, un galpón y dos pequeñas casas, una para nosotros y otra para el peón. El sitio donde vivieron mis abuelos no se tocó, pero el tiempo lo fue limando.

Juan, el peón que atendía el campo, había escuchado en el noticiero matutino de la radio local el mensaje avisándole nuestra llegada. Juan me esperaba con el zaino listo para montar.

No se había asentado la polvareda del camino cuando yo ya estaba subido al caballo galopando hacia el sitial abandonado de mis abuelos. Visitaba el estanque circular a modo de saludo y respeto. Además, desde la altura podía divisar en el camino algunos puntos lejanos que poco a poco se acercaban y se transformaban en sulkis, carretas o jinetes a caballo. Uno por uno abría y cerraba la tranquera pausadamente y se ponían en fila frente a nuestra casa esperando que el doctor los atendiera.

El gaucho judío, duro trabajador del campo, había sembrado trigo y cosechado un doctor y como en el círculo de la vida hoy el doctor devolvía a esa tierra lo que la tierra en él sembró.

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