Por: Alberto Daniel Golberg
En el 2000 realicé un stage de 4 meses en la Universidad de California-LOS ÁNGELES, si bien el objetivo era profundizar el estudio de la fisiología de estomas, la razón fundamental fue la de acercarme a una comunidad judía religiosa. La mayoría de los judíos de la diáspora padecemos un “conflicto de identidad” de muy difícil solución. El dilema que se nos presenta posee numerosas aristas, aunque en un afán reduccionista podría restringirse al interrogante: ¿Qué es ser judío: religión, raza, nacionalidad, cultura, todo eso junto? Cada uno debe hacer su propia experiencia para tratar de responder ese dilema Y probablemente termine sus días sin poderlo resolver.
Hay quienes se consideran descendientes de Abraham por línea directa, han recorrido un largo camino desde Babilonia hasta Estados Unidos, Rusia o Argentina, otros se conciben como un gajo desprendido del árbol de la diáspora sin saber a ciencia cierta dónde están sus raíces ¿Venimos directamente de Sión o de algún sitio ignoto del Mediterráneo, el norte de África o el Cáucaso? Quién puede afirmarlo con total certidumbre. ¿Cómo se construyó esa identidad judía si es que realmente existe?
Podría haber realizado el stage en Israel pero me pareció un territorio muy complejo para obtener lo que estaba buscando, preferí los Estados Unidos donde la ortodoxia religiosa parece tener un nivel más civilizado porque lo que estaba investigando era la manera de introducirme en el entramado de la identidad a través de la fe religiosa.
Como en la Divina Comedia, yo elegí mi Virgilio
—Descendamos, ahora, al mundo sin luz
—dijo mi noble Guía, conmovido
y pálido—. Y yo, al ver su blanca faz:
¡Maestro!, si vacila la virtud
de tu valor, ¿qué haré? —Hijo querido,
lo que en mi rostro ves, sólo es piedad.
Y siguiendo sus pasos, me adentré
en el primer círculo.
Pero mi búsqueda era diferente a la del Dante, no se trataba de un descenso a los infiernos, modestamente rastreaba mi identidad judía. El Guía elegido resultó ser Roberto Bronstein (llamado Menahem en su metamorfosis al universo de la trascendencia) pues tenía varias ventajas: lo conocía de antigua data, investigaba sobre movimiento de estomas por lo cual me resultó fácil incluirlo en mi proyecto de stage y sobre todo, lo más importante: se había transformado en un religioso ortodoxo.
Charlas instructivas tuve con él mientras recorríamos el campus de UCLA; fueron bastante extrañas y difíciles de comprender, estaban relacionadas principalmente con el basamento científico de la fe judía, al menos de la que él ostentaba. El día que abordamos el tema del Génesis se me quemaron todos los papeles: yo pensaba que la única manera de interpretar la descripción del inicio del Universo tal cual la describe el Génesis es asimilándola a una metáfora de la cual seguramente muchos pensadores ya habían encontrado su significado, un sacudón neuronal recibí cuando mi Horacio negó esa posibilidad aduciendo que el Libro era la palabra de Dios transmitida a los hombres y que no cabía realizar ninguna interpretación por fuera de lo que estaba escrito. Le respondí que si se echaba por la borda la Teoría de la Evolución gran parte del andamiaje de la biología se venía abajo; a lo cual él replicó: ¿Qué es lo que se vendría abajo? Sentí que con eso había llegado al límite de la razón, al menos de la mía y dejé la respuesta rebotando en la arboleda del campus circundante.
Otra duda que me había perturbado desde que comencé a interesarme en los misterios de la judería está vinculada con el status de pueblo elegido que ostentamos, privilegio que nos ha costado tanta sangre sudor y lágrimas. A ese interrogante, mi Virgilio respondió: “no es ningún gracia sino una inmensa responsabilidad ante los otros”.
-Pero algún beneficio debió haber significado para nosotros y sin embargo sólo nos agració con persecución y muerte (yo).
-Las escrituras establecen que Él siempre obra para bien, a veces resulta difícil de comprender el trasfondo de ese bien (él).
-Pero como entender la Shoa si consideramos que siempre obra para bien (yo).
-Te dije, a veces es muy difícil, quizás imposible para nosotros encontrar la explicación de ese bien (él).
Nuevamente sentí que habíamos llegado al límite de mi racionalidad, dirigí mí mirada a una ardilla que nos cruzó a poca distancia y me callé.
Virgilio-Bronstein en realidad me tercerizó en la persona del rabino Mendel, un enorme pedazo de humanidad, gordo como el mundo y con tantos hijos que confundía sus nombres o los olvidaba. Había pasado algunos años en Buenos Aires, vivió en el gheto judío del barrio Once, allí estuvo a cargo de una sinagoga, hablaba un español rudimentario que preferí al inglés californiano de los otros rabinos.
El objetivo de la tarea que Menahem le había encomendado a Mendel fue introducirme en los arcanos de la fe judía, al menos en su faz operativa; su labor diaria consistía en iniciarme en la colocación del tefilin (o filacteria): se trata de una pequeña pirámide trunca de cuero con unas tiras salientes confeccionadas también en cuero. Mendel me lo colocaba primeramente en el brazo izquierdo y yo debía repetir con él unas frases en hebreo que estaban relacionadas con versículos de la Biblia, al menos eso presumía, la manera de sujetarlo al brazo no era aleatoria (nada es aleatorio en la fe judía, de eso pude darme cuenta muy rápidamente), sino que debían darse siete vueltas siguiendo el trazo de algunas letras del alfabeto hebreo. Una vez concluido el ritual del brazo, lo desataba también siguiendo un protocolo y me lo colocaba en la frente conjuntamente con la correspondiente oración.
Cuando Mendel intentó explicármelo, poco entendí sobre el significado de ese ritual; recurrí entonces a mi primer guía espiritual quien me informó que la manera más sencilla de concebirlo era como si fuera una antena que permitía comunicarnos directamente con Él.
La lectura del Libro fue mucho más ardua que la colocación de los tefilines, apenas podía retener algunas palabras sueltas en hebreo y los conceptos se me escapaban como si intentara atrapar un chancho untado con vaselina, y pido perdón por mencionar aquí tan desacreditado animal. Entonces Mendel optó durante las ceremonias por colocarse a mi lado e irme señalando el párrafo que se estaba leyendo y yo lo seguía en la versión inglesa, salvo cuando el oficiante era el propio Mendel, en ese caso lo único que podía hacer era leer algún pasaje al azar y practicar los mismos movimientos de mi vecino.
Pero eso sí, me porté como uno más de los creyentes que se reunían diariamente en el horario vespertino (no acudía durante el oficio de la mañana porque trabajaba en el laboratorio, también debía cumplir con las tareas seglares) y todo lo hacía imbuido de una profunda fe judía: no fue simulación, pensaba que si no me consubstanciaba con la esencia del ser judío nunca podría llenar ese mal de identidad que me aquejaba. También acudí a la sinagoga en cada shabat, participaba de la colorida ceremonia y luego acompañaba a los fieles en la comida celebratoria, a pesar del desagrado profundo que sentía por la comida kosher, trataba siempre de servirme la menor porción posible y nunca pude deshacerme de ella pues sentía los ojos de mis compañeros posados en mi persona. Conocí gente interesante en esas comidas de shabat como un arquitecto francés que había realizado el diseño y dirigido las obras de construcción de la gran sinagoga de París, con quien tuve interesantes charlas.
Mi comportamiento ejemplar fue apreciado y distinguido por el rabino mayor, de luengas barbas color ceniza quien cierto día, al final de una ceremonia se me acercó acompañado por un Mendel muy sonriente, para proponerme alojamiento gratuito en la sinagoga con el sólo compromiso de formar parte del Minian matutino (el grupo de 10 varones adultos que como mínimo deben reunirse para posibilitar la realización de la ceremonia religiosa). Agradecí efusivamente tal distinción pero la rechacé haciendo uso de toda el arsenal diplomático disponible pues me parecía demasiada la responsabilidad de ser el formador del Minian sobretodo el matutino, además que probablemente por las noches debía acompañarlos en la degustación de la detestada comida kosher que en ese ambiente consistía fundamentalmente en guisotes que me recordaban los que debí ingerir en el cuartel cuando realizaba el servicio militar.
Algunos shabat acompañé a mi Virgilio durante todo el programa que comenzaba cuando la primer estrella de la noche del viernes aparecía en el cielo de L.A. Debíamos dejar el laboratorio un tiempo antes que ocurriera tal acontecimiento porque si esa famosa estrella aparecía en el transcurso de la travesía a Santa Mónica, barrio de residencia de Menahem, corríamos el albur de que como le hubiera podido suceder a Cenicienta, el auto se convirtiera en calabaza. El shabat total, es decir el que dura desde la primer estrella del viernes hasta la aparición de la correspondiente estrella del sábado me pareció la mar de aburrido porque una vez regresados a la casa, después de la ceremonia en la sinagoga que corresponde al cabalat shabat, todo en el interior de la vivienda de Virgilio estaba iluminado con una luz muy tenue que se mantenía durante 24 horas dado que los creyentes tienen vedado la manipulación de cualquier objeto de naturaleza eléctrica, también se ayuna durante ese lapso aunque Menahem por las dudas me comunicó que tendría el acceso a su refrigerador totalmente a mi disposición, sin embargo no me atreví a contrariar la rutina del sacrosanto shabat.
El respeto irrestricto a las normas lleva a veces a situaciones absurdas; por ejemplo: Los Ángeles es una ciudad diseñada para el transporte automotor, el peatón es un personaje de segunda y en Santa Mónica los semáforos funcionan a demanda, es decir que el caminante que debe cruzar una calle tiene que presionar el botón que algunos minutos después le permitirán ejecutar la acción, de lo contrario la luz verde continuará de manera indefinida dando vía libre al tránsito vehicular. Pues bien, dado que durante el shabat el judío creyente no puede intervenir sobre los artefactos eléctricos, resulta que en el curso del trayecto matutino hacia la sinagoga solían formarse animados grupos de judíos que esperaban la aparición de algún gentil que pulsara el famoso botón; la espera podía durar prolongados minutos. En mi segundo shabat pasado en Santa Mónica mi paciencia tuvo un momento de debilidad: “al fin de cuentas soy argentino me dije” e intenté avanzar hacia el semáforo para oprimir el botón, Menahem adivinó mi intención y me tomó del brazo firmemente advirtiéndome que si yo que era su amigo y ejecutaba la mala acción, por carácter transitivo la penalidad recaería sobre él.
El último sábado que pasé en Santa Mónica, fue un día de gloria para mí pues fui llamado por el rabino para leer desde el púlpito un pasaje de la Torah; para esa ocasión debí engalanarme, además de la obligatoria kipá, con los otros aditamentos indicados por el protocolo ritual: un chal celeste y blanco con flecos llamada tallit y una faja del mismo color que según me explicaron sirve para separar las partes nobles del cuerpo de aquellas que no lo son, es decir, las inferiores. Una vez en el púlpito el rabino me alcanzó una especie de puntero terminado en una delicada mano de marfil con el cual debía seguir la lectura. Por supuesto, dado mi nulo conocimiento del hebreo solo podía limitarme a repetir lo que me decía el rabino al oído, tratando de imitar esmeradamente su pronunciación; de todos modos mi actuación fue muy felicitada por el rabino y luego por el resto de los fieles.
Mendel continuó el ritual del tefilin tratando de que pudiera adquirir la autonomía necesaria dado que “cuando regreses a la Argentina yo no estaré a tu lado”. Repetidamente me anunció que estaba en tratativas para conseguirme uno, algo que al parecer no era fácil. Yo le sonreía ante cada uno de sus anuncios, alentándolo a que continuara la búsqueda con el convencimiento de que sería un obsequio de su parte in memoriam de los gratos momentos que habíamos pasado. Unos días antes de mí partida su cara de luna estaba resplandeciente, una sonrisa solar la iluminaba: “Te los conseguí” me anunció y a renglón seguido me informó. “cuestan 350 dólares”. La expresión de mi cara debió ser muy reveladora porque antes de que pudiera articular una palabra me advirtió que podría pagarlos en cuotas, algo que no me allanaba el trámite pues no avizoraba la factibilidad del envío de los dólares desde Argentina. Ante mi débil objeción de que aún me faltaba adiestramiento para operarlo de manera autónoma, Mendel adujo que estaba acompañado por un manual de procedimientos.
Lo consulté a mi Virgilio sobre la manera más convincente y menos hiriente de comunicarle a Mendel mi resolución de no concluir el negocio; nuevamente como en el caso del semáforo volvió a esgrimir el carácter transitivo, así que ante la perspectiva de enemistarme a la vez con Mendel y Menahem no tuve más remedio que pagar la suma requerida. Una vez en mi casa alojé el artefacto, hermosamente guardado en un estuche de terciopelo azul bordado en oro con caracteres hebreos, en el lugar más recóndito de mi estudio con el fin de que nunca cayera ante los ojos de mi mujer pues no quería confesarle su costo. Mi escondite resultó infructuoso: cierto día fue hallado por ella y debí relatarle todas las peripecias relacionadas con la adquisición del tefilin. Nunca me atreví a retirarlo de su estuche, me detiene un temor santo de que suceda como en Indiana Jones cuando abren el Arca de la alianza.
Al enterarse de mi inminente partida, los rabinos y otros asistentes con los que había llegado a tener un conocimiento más cercano y afinidad, se acercaron y ante mi mirada atónita me fueron depositando en la mesa que estaba a mi lado varios cientos de dólares; uno de los rabinos me indicó que los guardara, luego Mendel me explicó que debía utilizarlos de la mejor manera para asistir a los pobres de mi país; pude haberme resarcido con creces del costo del tefilin pero teniendo en cuenta el carácter transitivo de las malas acciones realicé varias compras de productos de primera necesidad en el supermercado y los fui repartiendo entre los pobres que concurrían a nuestra casa pidiendo algo para comer: eran los tiempos del tándem Menem/Cavallo y la Argentina se había poblado de miserables.
ALBERTO DANIEL GOLBERG
1/2/2018
Interesante artículo e interesante experiencia, gracias por compartirla. Quisiera centrarme en un aspecto parcial de lo que se comenta, por qué después de tanto tiempo seguimos existiendo como judíos cuando otros pueblos de la antigüedad han desaparecido por el curso normal de la historia. En mi opinión creo que algo debe tener que ver el que las civilizaciones en medio de las cuales hemos vivido durante muchos siglos, la cristiana y la musulmana, reconocen una raíz en el judaísmo. No sé exactamente cómo sería la influencia de la musulmana pero los cristianos siempre nos han necesitado bajo el doble aspecto de origen y de supuestos asesinos de su dios. Y que es muy humano el cargar a otro con todo lo malo para poder sentir que uno es muy bueno.