Memoria y negacionismo

Imagen: Luis Felipe Noé, La Memoria, 2006. Acrílico sobre tela, 90 x 90 cm.

López Murphy insiste en debatir cifras con el objeto de banalizar el Terrorismo de Estado

Por Jorge Auat y Jorge Elbaum | El Cohete a la Luna (1° de agosto de 2021)

“Auschwitz no fue importante por el número de víctimas sino porque fue un proyecto de olvido”. Reyes Mate

Días atrás el precandidato a diputado nacional de Republicanos Unidos, Ricardo López Murphy, integrante de la alianza de Juntos por el Cambio, volvió a repetir el mantra negacionista que caracteriza a la derecha local: “No hay 30.000 desaparecidos”. Ayer Darío Lopérfido y antes de ayer los propios genocidas en los tribunales, se esmeran en degradar el emblema de los derechos humanos que reconfiguró la realidad política y cultural de nuestro país. Negar un número, como lo hacen habitualmente los referentes cambiemitas, implica rebajar, impugnar la dimensión escalofriante del genocidio. Supone algo mucho más violento: pretende desvirtuar el sentido último de una cifra y al mismo tiempo debilitar la insignia de las mujeres y los hombres de los organismos de derechos humanos que instituyeron una marca indeleble en la historia.

Recordar un número distintivo es parte de una política de Memoria. Esa es la razón por la que la Unión Europea sancionó en 2007 con penas de uno a tres años de cárcel a quienes “nieguen, banalicen, frivolicen o trivialicen genocidios o crímenes contra la humanidad”. El número de 6 millones de judíxs asesinados es un escudo simbólico frente a quienes buscan quitarle gravedad a la masacre que pretendió configurarse como noche y niebla, como olvido.

López Murphy insulta la Memoria cuando se detiene en la aritmética de la muerte. Cuando lo hace soslaya su gravedad, su suma de dolores, sus familias rotas, su tejido social herido para siempre. Los negacionistas sólo se detienen a hablar del genocidio con una calculadora: nada dicen de quienes buscaron a sus hijos, del sufrimiento inconmensurable de las Madres, de la pérdida irreparable de los Hijos.

Para los negacionistas locales el genocidio es un termómetro de números. Nunca una suma de crímenes que atraviesan subjetividades. Nunca una mujer violada. Ni un niño robado. Ni un joven atormentado. Sólo es un debate matemático de guarismos abstractos orientado a banalizar la tortura y la lucha sobre la que se construyó la Memoria. No hay Memoria cuando la culpabilidad se diluye al equiparar a víctima y victimario en una neutralidad confusa y banal de dos demonios. No hay memoria cuando se intenta despojar al genocidio de los emblemas por los cuales se hizo presencia.

Walter Benjamin denomina la muerte hermenéutica a la impunidad que busca instituirse mediante la operación sistemática del olvido, de su omisión, de su banalización. Una doble muerte. Primero ejecutada sobre un cuerpo (sobre 6 millones, sobre 30.000) y luego sobre la consciencia de ese horror: para que no sea posible recordarlos, para que no hayan existido siquiera como vivos. El negacionismo repite la muerte, la convierte en saña duplicando su efecto de terror: la muerte física de la víctima y su macabra insistencia, el asesinato hermenéutico que propende a la banalización del anterior. Si se puede olvidar (relegar, desdeñar, omitir) es porque el crimen no es tan condenable.

Borrar lo que pasó. Quitarle significación moral al crimen. Lo que significa en consecuencia que esas muertes no son importantes. Nada es más funcional al verdugo que la insignificancia de su crimen. Los negacionistas ambicionan un dispositivo de olvido multiforme. Rebajan la relevancia del horror a una cantidad a ser precisada. Las batallas por su visibilización (“son 30.000”) se revalorizan como paso previo a la omisión final. El debate sobre el monto de cuerpos queda así instalado en su nivel de disputa abstracta, vaciada de sufrimiento: las personas masacradas son reconvertidas en una abstracción numérica desligada de la lucha que produjo su visibilización. López Murphy busca anular el peso político de esa movilización que les dio vida simbólica a quienes habían sido desaparecidos. La etapa posterior consistirá en atribuirle a lxs detenidxs-desaparecidxs la responsabilidad de su propio calvario.

En este caso el discurso vuelve a aparecer de la mano de un candidato que plastifica el status del proceso de Memoria, Verdad y Justicia para lanzarlo hacia la insignificancia. El guarismo se cuestiona para revisar el pasado genocida con un doble objetivo: hacer tabla rasa sobre las responsabilidades de los victimarios –promoviendo una reconciliación engañosa con los verdugos, que prologue el perdón– para eludir el debate de fondo sobre la barbarie del Estado terrorista. Cuestionar la cantidad estipulada como divisa simbólica es el primer paso de la maniobra.

¿Será necesaria más docencia para ayudar a comprender el sentido profundo de la Memoria? ¿Es posible seguir discutiendo cuántas víctimas dejó la dictadura como discurso de mercancía electoral? Viola toda condición ética la utilización del dolor como prenda de sufragio. ¿Qué más hace falta para conmover –hasta el espanto– que arrojar personas vivas desde los aviones? ¿Qué se necesita para consensuar el respeto frente al crimen que supone apropiarse de bebés? ¿Qué convocatoria es necesaria para exigir un mínimo de consideración frente a quienes vieron desaparecer a sus familiares y supieron de las torturas que padecieron?

Ese dolor insondable se acrecienta con cada enunciación negacionista. ¿Sabrán acaso sus epígonos que negar a lxs 30.000 es una afrenta que lastima aún más la cotidianidad de las víctimas y lxs sobrevivientes? ¿Podrán entender algún día que su presencia en esas banderas de los organismos de derechos humanos les devuelve la dignidad negada por el verdugo? La Memoria es un imperativo categórico de la democracia. Alguna vez, y no hace tanto, la política se hizo cargo y le dio entidad moral. En aquel momento histórico se dijo: no hay lugar para el olvido. Fue en ese momento que se inició el camino de la Memoria, la Verdad y la Justicia. No es casual el discurso que busca instituir el olvido. Es la contracara de quienes asocian la memoria a la justicia y el olvido a la injusticia.

La demanda de Justicia sobrevive en la memoria de lo que fue la injusticia. O se está por la muerte o se está con las víctimas. Todo ejercicio de memoria conlleva permanecer cerca de quienes han padecido la persecución del Terrorismo de Estado. Obliga a sostener sus banderas. Corear sus consignas. Hablar su lengua. Inscribir sus cifras. Leopoldo Marechal lo expresó con mucha más claridad: “El pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda lo que parece muerto o en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar la memoria”.

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