La peste escarlata

Fuente: Jorge Elbaum | El cohete a la luna

Fecha: 29 de marzo de 2020

Un tercio de la población mundial se encuentra comprendida en distintas variantes de distanciamiento social como producto del coronavirus. La pandemia, además de la catástrofe sanitaria que conlleva, deja en evidencia las profundas fallas de un sistema de organización social, político y económico disfuncional con el amparo y la protección de la vida. Los efectos estructurales de la contaminación viral han producido una caída de la demanda de petróleo, una guerra de precios ligada a los hidrocarburos, el derrumbe de las bolsas y el hundimiento de la economía real con su inmediato impacto sobre los índices de desocupación global. La pandemia producirá durante los próximos meses una contracción de la actividad económica a nivel mundial y una subsiguiente liquidación financiera mayorista. Como en 2008 será utilizada por las corporaciones para demandar salvatajes estatales, como reaseguro extorsivo para circunscribir los despidos masivos.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), hasta el 26 de marzo de 2020, el número total de infectados alcanzó la suma de 515.000 casos, incluidos los 23.500 fallecidos. En la última semana el epicentro de la pandemia pasó a tener sede en Estados Unidos, el país que contabiliza mayor cantidad de casos en el mundo: 82.000 contagiados y algo más de 1.000 muertes. El sistema de salud de Estados Unidos ha sido la piedra de toque de la grieta política entre demócratas y republicanos. La regulación conocida como Obamacare (Ley para el cuidado de salud accesible, el PPACA por su sigla en inglés), que Trump intentó eliminar, incrementó un mínimo la inversión pública en salud, que apenas llega en la actualidad al 3 % del presupuesto, porcentaje inferior al de todos los países de renta alta internacional. El monto total destinado al rubro sanitario disminuyó durante los últimos 50 años en forma inversamente proporcional al beneficio obtenido por corporaciones privadas dedicadas a la salud y a los laboratorios. La prestigiosa revista académica Journal of the American Medical Association informó esta semana que el gasto en medicamentos recetados per cápita es, en Estados Unidos, el mayor del mundo. Las compañías farmacéuticas se encuentran entre las empresas más rentables de los Estados Unidos y sus inversiones se orientan más al marketing que a la investigación de nuevas drogas útiles para la salubridad pública. Cinco de las seis empresas más rentables de ese país producen fármacos.

En franca oposición a los esquemas imperantes al interior de Estados Unidos, la mayoría de los sanitaristas y epidemiólogos más citados, como David Himmelstein, han dejado constancia sobre las ventajas de los países que poseen organizaciones sanitarias estatales y centralizadas, respecto a quienes cuentan con modelos privatizados y fragmentados: “La intervención gubernamental sin trabas en el sector de la salud es una ventaja cuando el virus se está propagando rápidamente por todo el país», afirmó el último lunes Choi Jae-wook, el director de medicina preventiva en la Universidad de Seúl. Por su parte, David Fisman, epidemiólogo de la Universidad de Toronto, fue más preciso al señalar que “tener un sistema de atención médica que sea un activo estratégico público en lugar de una empresa con fines de lucro permite un grado de coordinación y óptimo uso de recursos”. Los países cuya forma de atención médica es controlada en forma centralizada por el Estado –Corea del Sur y Dinamarca— han puesto en evidencia mejores resultados en el abordaje de la crisis sanitaria.

El virus no solo plantea aspectos ligados a la infectología y la potencial reducción del contagio a través del aislamiento social. Desenmascara la irracionalidad del mercado para asignar recursos en áreas esenciales como la salud y al mismo tiempo coloca en el centro del debate público la política, como forma democrática de gestionar los grandes problemas sociales, por encima de intereses fragmentarios y corporativos.

La catástrofe sanitaria observada en países como Estados Unidos actualiza la necesidad de Estados reguladores que gobiernen para las amplias mayorías y dejen de escudarse en la fantasiosa mano invisible del mercado. Los grandes jugadores monopólicos, aquellos que financian la legitimidad del orden neoliberal, empiezan a percibir el peligro de este debate. En la última semana el gobierno irlandés decidió estatizar –por ahora en forma transitoria— la infraestructura de salud privada con el objeto de dotar de mayores recursos al sistema de salud, para enfrentar la pandemia. El último martes el ministro de salud irlandés afirmó que “lo privado no puede limitar la gestión estatal cuando se trata de una pandemia”. Tres días después se informaba que el premier británico, Boris Johnson, era portador del coronavirus.

Las dudas del trumpismo

 

Gasto público y privado en salud como porcentaje del Producto Bruto Interno (PIB). Las exportaciones sanitarias de Cuba se explican con claridad a través de los guarismos descriptos en el gráfico difundido por la Organización Panamericana de la Salud.

Parafraseando La peste, de Albert Camus, es evidente que el Covid-19 no solo ataca el cuerpo de sus múltiples víctimas. También desnuda el espíritu de la sociedad en la que dichos cuerpos son contagiados. Los máximos exportadores del neoliberalismo han aprobado el último viernes una fuerte intervención sobre la economía, caratulada como Ley de Ayuda, Alivio y Seguridad Económica de Coronavirus (Ley CARES, por su sigla en inglés, idioma en el que care quiere decir cuidado), en la misma semana que 3 millones de empleados se declaraban despedidos. En el centro de la decisión política está la elección presidencial de noviembre, de la que Donald Trump se veía como indudable ganador hasta hace un mes atrás.

La debacle económica que se avecina ha sido potenciada por el manejo dubitativo de los republicanos. El acuerdo bipartidista pretende ser atenuar la crisis con una gigantesca subvención pública de más de 2.000 billones de dólares (trillions en su nominación anglosajona). Dicho monto es el triple de lo otorgado en 2008 tras el estallido de la crisis financiera detonada por las hipotecas basura. La partida incluye 250.000 millones de dólares que se reservarán para individuos y familias (1.200 dólares per cápita para quienes tengan ingresos de menos de 75.000 dólares al año, sumados a 500 dólares por cada menor de 17 años perteneciente a esos mismos grupos vulnerables). El paquete dispone, además, de 350.000 millones en préstamos para pequeñas empresas y 250.000 millones para extender la capacidad del Estado para afrontar los seguros de desempleo. Además concede 150.000 millones para apoyo a las autoridades estatales, y otros 130.000 millones para reforzar el sistema de salud. La porción que fue más debatida remite a los 500.000 millones a ser concedidos a las grandes corporaciones (empresas de aviación, casinos, cadenas hoteleras, redes de comida rápida, etc.) que los republicanos pretendían manejar desde el Poder Ejecutivo. Tras la fuerte oposición de los demócratas se consensuó su supervisión por parte de un funcionario independiente de la Casa Blanca.

El estímulo para impedir la recesión esta directamente relacionado con la desesperación de Trump por evitar una potencial derrota electoral en noviembre de este año. Mientras el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, advertía sobre el crecimiento exponencial de los contagiados y el incremento geométrico de los fallecidos, el Presidente instaba a finalizar la etapa de aislamiento: “Nuestra gente quiere volver al trabajo. Practicarán el distanciamiento social y otras sugerencias y las personas mayores serán vigiladas …el remedio no puede ser peor que la enfermedad… Estados Unidos no puede cerrar”. Luego de que el primer mandatario anunciara que se disponía a reducir las medidas de mitigación, sus seguidores de la cadena de noticias Fox News (una suerte de Infobae estadounidense) calificaron el plan de Trump como “el camino para una gran resurrección estadounidense”. Motivado por el mismo espíritu supremacista, el senador republicano Rand Paul se había mostrado crítico con otorgar subsidios a quienes —tal como él mismo definió— “no son personas”. Se refería a los inmigrantes desempleados. Días después de pronunciar esta frase escandalosa, Rand fue diagnosticado como portador del Covid-19. Sus colegas de la Cámara Alta entraron en pánico, en forma inmediata, al constatar que el senador de Kentucky esperó el resultado de sus análisis entrenando en el gimnasio exclusivo donde practican actividades físicas otros legisladores.

Con la misma preocupación electoral del primer mandatario, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, de 69 años, aseguró el último lunes que está dispuesto a “jugarse la supervivencia a cambio de mantener Estados Unidos tal y como es para sus hijos y sus nietos (…) Creo que hay muchos más abuelos que se sienten como yo (…) No podemos perder el país. Estamos asistiendo a un colapso económico. Volvamos a trabajar, a vivir, seamos inteligentes. Y los que tenemos más de 70 años ya nos cuidaremos. Pero no sacrifiquen el gran sueño americano”.

El economicismo neoliberal es tributario del darwinismo social que hace de la sobrevivencia del más apto un mecanismo para justificar la continuidad brutal de la maquinaria capitalista. En el núcleo central de ese pensamiento se debe optar por la vida o la continuidad económica. Y si se elige la vida, como sugieren los sanitaristas, se está matando la economía. “Matamos el virus o matamos nuestra economía», subrayó Thomas L. Friedman en un artículo de The New York Times que fue —curiosa y capciosamente— traducido ipso facto por el diario La Nación para alertar sobre los efectos nocivos del aislamiento para la economía argentina.

Las consecuencias sanitarias del coronavirus en América Latina aún son una incógnita. La región cuenta con sistemas de salud profundamente desarticulados producto del imperativo neoliberal privatizador que guió gran parte de las políticas del sector desde la década del ’70. La reivindicación facciosa del mercado ha dejado a los Estados con instituciones vaciadas e infraestructuras frágiles para enfrentar situaciones críticas como la actual. La consecuencia de esta situación vuelve a poner en el debate público al rol del Estado como único actor relevante para afrontar los grandes problemas sociales y –sobre todo—su superioridad respecto a la irracionalidad del mercado, encargado de privilegiar a sectores minoritarios. La paradoja transitoria de esta pandemia es, como señala Francisco Sánchez en el último número de Estudios de Política Exterior, que “se trata de una crisis que por su velocidad de contagio afecta a todos los sectores sociales, lo que hace que las estrategias habituales de protección de las clases dominantes, consistentes en el blindaje y el aislamiento en zonas exclusivas, no funcione. Además se requiere personal de servicio que puede ser potencial portador del virus (…) es de esperar que la vulnerabilidad de la élite implique una reflexión sobre los efectos nefastos del sistema de privilegios del que se benefician”.

En 1912 Jack London publicó el cuento La Peste Escarlata. El relato describe, en formato distópico, la destrucción apocalíptica de los Estados Unidos luego de que una Asamblea de Magnates resolvió elegir a un Presidente para ese país. “La muerte escarlata –escribe London– llegó después” de esa decisión.

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