El día de la vergüenza
Fuente: Uri Avneri | Gush Shalom Fecha: 19 de MAY 2018 En el lunes sangriento, esta semana, cuando el número de muertos y heridos palestinos aumentaba por hora, me pregunté: ¿qué habría hecho si hubiera sido un joven de 15 años en la Franja de Gaza? Mi respuesta fue, sin dudarlo: me habría parado cerca del alambrado de la frontera y habría manifestado, arriesgando mi vida y mis extremidades a cada minuto. ¿Cómo estoy tan seguro? Simple: hice lo mismo cuando tenía 15 años. Fui miembro de la Organización Militar Nacional («Irgun»), un grupo clandestino armado llamado «terrorista». Palestina estaba en ese momento bajo la ocupación británica (llamada «mandato»). En mayo de 1939, los británicos promulgaron una ley que limita el derecho de los judíos a adquirir tierras. Recibí una orden para estar en un momento determinado cerca de la orilla del mar en Tel Aviv para participar en una manifestación. Tenía que esperar una señal de trompeta. Sonó la trompeta y comenzamos la marcha por la calle Allenby, que era la principal de la ciudad. Cerca de la sinagoga principal, alguien subió las escaleras y pronunció un discurso incendiario. Luego marchamos hasta el final de la calle donde se encontraban las oficinas de la administración británica. Allí cantamos el himno nacional, «Hatikvah», mientras algunos miembros adultos prendían fuego a las oficinas. De repente, varios camiones que transportaban soldados británicos se detuvieron y una salva de disparos resonó. Los británicos dispararon sobre nuestras cabezas y huimos. Recordando este evento 79 años después, se me pasó por la mente que los niños de Gaza son más grandes héroes que entonces. No huyeron. Se mantuvieron firmes durante horas, mientras que el número de muertos aumentó a 61 y el número de heridos por munición real a unos 1.500, además de 1.000 afectados por el gas. En ese día, la mayoría de las estaciones de televisión en Israel y en el extranjero dividiron su pantalla. A la derecha, los eventos en Gaza. A la izquierda, la inauguración de la Embajada de los Estados Unidos en Jerusalén. En el año 136 de la guerra sionista-palestina, esa pantalla dividida es la imagen de la realidad: la celebración en Jerusalén y el baño de sangre en Gaza. No en dos planetas diferentes, no en dos continentes diferentes, sino apenas a una hora de distancia. La celebración en Jerusalén comenzó como un evento tonto. Un grupo de hombres adecuados, inflados de auto-importancia, celebrando ¿qué, exactamente? El movimiento simbólico de una oficina de una ciudad a otra. Jerusalén es la manzana de la discordia. Todo el mundo sabe que no habrá paz, ni ahora, ni nunca, sin un compromiso allí. Para cada palestino, cada árabe, cada musulmán en todo el mundo, es impensable renunciar a Jerusalén. Es de allí, según la tradición musulmana, que el profeta Mahoma ascendió al cielo, después de atar su caballo a la roca que ahora es el centro de los lugares sagrados. Después de La Meca y Medina, Jerusalén es el tercer lugar más sagrado del Islam. Para los judíos, por supuesto, Jerusalén significa el lugar donde, hace unos 2000 años, se encontraba el templo construido por el rey Herodes, un cruel medio judío. Un remanente de una pared exterior aún se encuentra allí y es reverenciado como el «Muro Occidental». Solía llamarse el «Muro de las Lamentaciones», y es el lugar más sagrado de los judíos. Los estadistas han tratado de cuadrar el círculo y encontrar una solución. El comité de las Naciones Unidas de 1947, que decretó la partición de Palestina en un estado árabe y uno judío —una solución respaldada con entusiasmo por los líderes judíos— sugirió separar Jerusalén de ambos estados y constituirla como una unidad separada dentro de lo que se suponía que era de hecho un tipo de confederación La guerra de 1948 resultó en una ciudad dividida, la parte oriental fue ocupada por el lado árabe (el Reino de Jordania) y la parte occidental se convirtió en la capital de Israel. (Mi aporte más modesto fue luchar en la batalla por el camino que la une a Tel Aviv). A nadie le gustaba la división de la ciudad. Entonces mis amigos y yo ideamos una tercera solución, que ahora se ha convertido en un consenso mundial: mantener la ciudad unida en el nivel municipal y dividirla políticamente. Occidente como capital del Estado de Israel, Oriente como capital del Estado de Palestina. El líder de los palestinos locales, Faisal al-Husseini, vástago de una distinguida familia palestina local e hijo de un héroe nacional que fue muerto no lejos de mi posición en la misma batalla, aprobó esta fórmula públicamente. Yasser Arafat me dio su consentimiento tácito. Si el presidente Donald Trump hubiera declarado que Jerusalén Occidental era la capital de Israel y hubiera trasladado allí su embajada, casi nadie se hubiera emocionado. Al omitir la palabra «Oeste», Trump encendió un fuego. Quizás sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, y probablemente sin importarle nada. Para mí, el traslado de la embajada de EE. UU. no significa nada. Es un acto simbólico que no cambia la realidad. Si llega la paz, a nadie le importará un acto estúpido de un presidente estadounidense ya medio olvidado. ¡Inshallah! (Dios quiera) Así que estaban allí, este manojo de don nadies auto-suficientes, israelíes, estadounidenses y otros entre medio de ellos teniendo su pequeño festival, mientras que los ríos de sangre fluían en Gaza. Los seres humanos fueron asesinados de a docenas y heridos por miles. La ceremonia comenzó como una reunión cínica que rápidamente se volvió grotesca y terminó siendo siniestra. Nerón tocaba mientras Roma ardía. Cuando se intercambió el último abrazo y se realizó el último cumplido (especialmente a la agraciada Ivanka), Gaza siguió siendo lo que era: un enorme campo de concentración con hospitales severamente superpoblados, carentes de medicinas y alimentos, agua potable y electricidad. Se lanzó una ridícula campaña de propaganda mundial para contrarrestar la condena mundial. Por ejemplo: la historia que el terrorista Hamas había obligado