Por: Héctor Gurvit (Com. del boletín del Llamamiento)
Nos encontramos por última vez en la pizzería de Callao y Corrientes. Gaspar apareció como un suspiro, apurado. Los pasos cortitos y esos mechones que le caían para uno y otro lado.
Vestía una camisa blanca con el cuello corroído y un pullover lleno de pelotitas. Se sentó frente a mí en una mesa que no estaba cerca de la ventana. Tomábamos esas precauciones para evitar exponernos y nos poníamos esos sobrenombres que no eran más útiles que sentarnos lejos de la calle. Si nos chupaban no nos iban a preguntar. Ya sabían.
Me miró con cara de susto y me dijo que la teníamos que hacer breve, porque no se sentía seguro. Sus ojos iban de uno a otro lado como si alguien lo estuviera vigilando, como si el peligro estuviera ahí, en la pizzería. “Estamos mal, compañero. La cosa se complica”.
Yo no dije nada. Preferí esperar. Ni siquiera preguntar qué es lo que estaba mal. No había mucho para decir. Era cierto, las cosas estaban empeorando. Sabíamos que Pocho no aparecía y que la Tana andaba de casa en casa tratando de buscar un lugar seguro. Le pregunté por ella, no dijo nada.
Gaspar afirmaba que todavía se podía ganar. Que había posibilidades, que no es lo que parece.
Seguía hablando. Yo escuchaba, vagamente. No podía concentrarme, seguirle sus argumentaciones, no podía. Todo estaba mal, pero él era todo entusiasmo. Así como me dijo que “la cosa se complica” insistía en hablar de los logros, de que ya van a cambiar las cosas, que en cualquier momento volvíamos.
Mientras él hablaba yo pensaba en la Tana, en sus ojos, en sus piernas. En ese tiempo que se nos estaba escurriendo, en la última noche en aquel hotel de Constitución.
Cuando terminó de hablar, quedamos en la próxima cita. Nos íbamos a encontrar en Avellaneda, en el Petit, el lunes siguiente. El horario era estricto, si nos demorábamos más de diez minutos teníamos que levantarla y esperar.
Me dediqué a leer los diarios. En los titulares parecía que en el país no pasaba nada. Todos se fotografiaban con una sonrisa plena, victoriosa. Había muchos bigotes. El país, se decía, entraba en la normalidad.
Mi única obsesión era encontrar a la Tana, porque necesitaba verla. Me fui a la casa de los padres y me quedé enfrente, esperando, para ver si aparecía.
Lo hice durante tres días seguidos. El tercero la vi. Cinco horas estuve parado ahí, angustiado. Se me ocurría definir mi estado de ánimo con esas frases trilladas que encierran siempre una cierta cuota de verdad: “con el corazón en la boca”, “cagado hasta las patas”.
Cuando ya estaba por desistir la veo venir; no estaba sola. Venía con dos tipos que la acompañaban. Caminaba dura, mirando para uno y otro lado, y eso me desconcertó. Quiénes eran esos tipos que eran así, como nosotros, pero extraños. Yo me daba cuenta de que no eran de los nuestros, nada parecía distinto, pero había algo, que me decía que eso no era normal.
Había ido a buscarla porque no tenía otro lugar a dónde ir. Siempre pensé que era bastante inútil lo que estaba haciendo. Sin embargo, ella aparece, acompañada. Descuidando todo tipo de seguridad me hice notar. Simplemente me aseguré de que me viera, que me reconociera y yo sé que me vio, pero en ese preciso momento miró para otro lado, me ignoró, entró a su casa con los dos desconocidos y yo no supe qué hacer. Me estaba protegiendo y tuve miedo.
La Tana era Marita. Teníamos un respeto casi religioso por ella. Nada de lo que se proponía le era difícil. Y estaba conmigo y eso era mágico.
Eran dos, podía haber hecho algo. Entrar, enfrentarlos, salvarla. Algo que me redima. Acaso ¿no éramos héroes?
Me fui. Preferí caminar por Mitre, unas ocho cuadras, y tomarme el colectivo hacia Constitución. Mientras tanto, trataba de entender. Me había comportado como un cobarde, que esa decisión de irme terminaría pesándome para toda la vida.
Al lunes siguiente, cuando fui al Petit, Gaspar no estaba. Esperé los diez minutos reglamentarios y me fui. Nunca más visité la casa de la Tana. Mucho tiempo después supe. Nunca más volví a verlos, ni a él ni a ella. Aquello fue como una bisagra, esa tristeza que llevo adentro, que como hormigas en el vientre horadan, esperando el momento de la redención.