Fuente: Edgardo Mocca | El Destape
Fecha: 17 de abril de 2021
El fantasma del autoritarismo es un arma muy importante del arsenal propagandístico de la derecha. A propósito de las “luchas por la libertad” en Buenos Aires.
“Es muy curiosa la vocación despótica y nihilista del control militarizado de las calles y de la libertad”. Así empieza a comentar la situación política argentina actual la columna de ayer de Miguel Wiñazki en el diario Clarín. ¿Quién vio en estos días algún militar patrullando alguna calle en la ciudad de Buenos Aires? Hubo sí un tiempo en que había muchos militares en las calles porteñas, no siempre con uniforme, claro está. Y no solamente patrullaban. Hostigaban a los ciudadanos, perseguían, secuestraban y mataban. En esa época, la de la última dictadura empresarial-militar, el diario en el que se escribe la nota mencionada no criticaba una “vocación despótica”; más bien elogiaba la acción del “gobierno de las fuerzas armadas” y la consideraba necesaria para “poner orden” en el país. Nunca se conoció una autocrítica de sus dueños y gerentes.
El fantasma del autoritarismo es un arma muy importante del arsenal propagandístico de la derecha; en el país y en todo el mundo. El uso de esos conceptos remite con frecuencia a los procesos nacidos en Europa en los años previos a la segunda guerra mundial. Era el tiempo de las crisis de las democracias liberales y de la experiencia de fuerzas políticas que llegaban al gobierno a través de procesos constitucionales y a partir de allí emprendían el tránsito hacia regímenes de excepción.
La literatura y las ciencias sociales construyeron entonces una doctrina interpretativa de los fenómenos de caídas de la democracia sobre la base de una categoría central: el “totalitarismo”. Se trataría de una versión extrema del régimen autoritario, caracterizado por el carácter ilimitado del dominio del estado sobre las vidas individuales. Es decir, un estado sin límites, “total”. Después del fin de la guerra y caídos los autoritarismos nazi-fascistas y de un breve intervalo de paz entre las dos superpotencias emergidas del conflicto, el término totalitarismo pasó a ocupar un lugar central en la propaganda de Estados Unidos contra la Unión Soviética. Democracia o totalitarismo pasó a ser el principio retórico central, el fundamento de la superioridad de “occidente” frente a los ensayos soviéticos y del oriente europeo de organizar un régimen social alternativo al capitalismo.
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Con el tiempo el uso se extendió para caracterizar como autoritaria o totalitaria a cualquier fuerza a la que se considerara una amenaza política a los intereses globales de Estados Unidos, tal como sigue ocurriendo en la actualidad. La literatura daría, con “1984”, la novela distópica de George Orwell, escrita en 1949, una visión clásica del fenómeno. Desde las ciencias sociales, los trabajos de Hannah Arendt le dieron al término un corpus teórico muy funcional a las necesidades político-diplomáticas de Estados Unidos, al concebir a la realidad soviética, en tiempos de Stalin y después, como el modelo más completo del concepto, más aún que el propio régimen hitleriano.
Ahora bien, alrededor del totalitarismo se desarrolló de modo nada casual una visión particular del mundo en cuyo interior el peligro de la pérdida de la libertad humana viene de modo invariable de los estados. Así el neoliberalismo conquistó posiciones en Estados Unidos y en Europa sobre la base del ataque al estado como portador del peligro -cuando no de la experiencia- de la pérdida de la libertad de los ciudadanos. Los “estados sociales” creados en la posguerra pasaron a ser considerados como elefantes burocráticos e ineficientes que buscan apoderarse de cada vez más recursos sociales. El ataque al estado fue el fundamento de la gran revolución capitalista iniciada en los años setenta del siglo pasado. Se dice, en general, que el terreno de prueba de la “nueva doctrina” fue la Inglaterra de Thatcher y los Estados Unidos de Reagan, pero su forma primera y más drástica más drástica se conoció en las dictaduras del Cono Sur, particularmente de Argentina y Chile. Con la caída de la Unión Soviética pareció cerrarse el círculo: el mundo marchaba hacia una progresiva liberalización sacándose de encima el salvavidas de plomo de los estados “autoritarios”.
¿Quién establece el orden político en estos tiempos de decadencia de los estados? ¿Quién decide sobre las inversiones, los precios, los ingresos y el presupuesto? Formalmente siguen siendo los parlamentos y los gobiernos. Pero está claro que el panel de mando que toma las decisiones se ha corrido del estado a las corporaciones económicas y financieras que ejercen en la mayor parte del mundo un virtual “poder de veto” sobre las decisiones estatales. Y la creación (“orweliana”) de un mundo en el que el significado de las palabras era fijado por el poder se desplazó desde los estados hacia los grandes medios de comunicación, herramientas ideológicas centrales del régimen capitalista neoliberal. ¿Qué significan hoy “democracia”, “libertad”, “derechos humanos”? En muchas grandes ciudades del mundo se desarrolla un ánimo político propenso a ver cualquier intervención preventiva del estado, en tiempos tan dramáticos como los de la actual pandemia, como una invasión a los derechos individuales.
El politólogo estadounidense llamó a este fenómeno el “totalitarismo invertido”. Ya no es el estado regulando los vínculos sociales sino la economía de mercado (y su ideología), imponiendo su poder de facto, la que establece el significado de las palabras. Por supuesto que no se trata de un círculo definitivamente cerrado. Por el contrario, probablemente estemos ante la proximidad de una crisis de este nuevo totalitarismo en tiempos en que lo que se acapara de modo individualista ya no es solamente dinero y propiedad sino -como está ocurriendo- los recursos de supervivencia humana que la ciencia ha generado, como son las vacunas contra la pandemia. Acaso la lucha contra el nuevo totalitarismo esté recién empezando.