«TRABAJÉ, LUCHÉ…»

Una versión /interpretación de: “TRABAJÉ, LUCHÉ» de «Las mujeres judías en Buenos Aires»

Por Esther Furman (de la Comisión de Perspectiva de Género)

Las mujeres judías migrantes, en Argentina, fueron incluidas y excluidas a la vez. Algunas mujeres asquenazíes y alemanas, superando la marginalización intelectual, se insertaron en la vida comunitaria como profesionales, mentoras y promotoras de la lectura y la educación. Sin embargo, el sistema político prevaleciente las excluyó en la medida en que las costumbres judías y argentinas no les permitieron adquirir tierras o ser líderes en sus comunidades.

Muchas mujeres judías quedaron presas de la privación económica y educativa. Además, el medio rural no estaba libre de antisemitismo. 

Aun así, es probable que en sus comunidades y en la sociedad algunas mujeres judías hayan tenido roles más importantes que las criollas y otras inmigrantes. Probaron el agua y la encontraron por lo menos agridulce, si no dulce. Como los hombres de sus familias, la mayoría echó raíces profundas en el suelo argentino. 

“La inmigración no significa tan solo trasladarse de un país a otro” 

BUENOS AIRES era como una «maravilla», recordaba una inmigrante alemana. Cuando llegó, a fines de la década de 1930, había precios bajos y reinaba la alegría en la Costanera, el parque popular que bordeaba el río. Sin embargo, Esther Furman, inmigrante polaca que trabajaba duro en el taller familiar, no tenía tiempo para la alegría. Para ella y muchas otras que recién llegaban, la vida no era fácil en ningún sentido. 

Cualesquiera fuesen las circunstancias de su arribo, las mujeres recién llegadas tenían que ajustarse a una nueva realidad. Debían encontrar una actividad que les permitiera ganarse la vida y alojamiento accesible. En busca del equilibrio entre lo posible y lo deseable, fijaron metas educativas y profesionales para ellas y sus hijas.

Muchas mujeres sufrían además por la pérdida de estatus y la carga de recuerdos dolorosos. Como sugiere en el epígrafe Bruria Elnecavé, que llegó de Bulgaria en 1938, la inmigración -y la migración interna- implicaban cambios complejos. 

En este proceso de adaptación, las mujeres judías aprendieron, en diversos grados, la lengua española y las costumbres locales en los barrios, las escuelas y otros espacios fronterizos. También conservaron y reprodujeron influencias de sus lugares de origen.

Paisanos y a veces conocidos que no pertenecían a la familia ni a la comunidad. Las normas de género limitaron a muchas mujeres y les impidieron ser líderes en sus comunidades; algunas, en cambio, lograron atravesar esas barreras para ir en pos de nuevas oportunidades. 

Las nociones de género, la pobreza y el prejuicio marginaron a muchas mujeres judías.

La pertenencia a determinada clase social afectaba el acceso a la educación y las actividades recreativas, tal como sucedía con las prescripciones de género, implicaba jornadas dobles o triples para las trabajadoras como Furman. Algunas mujeres, en cambio, contaban con recursos que hicieron más fácil la adaptación; las trabajadoras compensaron la falta de escolaridad leyendo, tomando cursos y usando las bibliotecas. Con algunas excepciones de importancia, el antisemitismo rara vez afectó a las mujeres antes de 1930; era más común la sensación de que la inclusión exigía que se mantuviera oculto el judaísmo.

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