Por: Ariana Sacroisky
Para Luisa
Luisa nació en Buenos Aires en 1922, al poco tiempo de que sus padres, Rebeca y Zolmen, llegaran a La Argentina. Hasta los 27 años su vida fue como la de cualquier chica. Tocaba el piano con gusto y bordaba flores en centros de mesa. Sus padres le habían elegido un “buen partido”, Shie, un hombre poseedor de varias máquinas textiles, tejedoras y devanadoras.
Nuestra casa de Lavallol y Jonte (Barrio Santa Rita, Villa del Parque) tenía dos pisos. Abajo vivían Luisa, su marido Shie y sus hijos. Arriba, nosotros: los abuelos, mi mamá, mi papá, mi hermana Perla y yo. Israel, el otro hermano de mi papá y de Luisa, vivía con su bandoneón en la pieza de la higuera, al fondo. En los días más felices hacíamos asados en el patio, Luisa tocaba tangos en el piano y su hermano Israel, en el bandoneón. Mi mamá, bailaba feliz…
La vida de Luisa cambió completamente a sus 28 años, cuando quedó ciega. Un forúnculo se complicó, derivó en una infección extendida, y de allí, a la pérdida de la vista. Desde ese momento, Luisa pasó a convertirse en la familia en una carga, y, cada vez más, en un ser extraño. Sin movimientos, Luisa fue aumentando de peso y perdiendo forma; su cuerpo se fue atrofiando; su alma, se ensombreció. La vida de Luisa consistía en estar todo el día en la cama, encerrada en una pieza. A la tarde, escuchando las novelas. Los días de sol era cuando la sacaban, pero hasta la puerta…
Cuando quería, Shie la montaba. “Soy un hombre, vivo con mi mujer, tengo derecho”, eran sus palabras. El sonido rítmico de las tejedoras y devanadoras se escuchaba de fondo. Así fue que Luisa se embarazó y tuvo a su tercer hijo, en una casa que estallaba de gente.
La persona señalada para cuidar de la carga que significaba Luisa era, “naturalmente”, otra mujer: mi mamá. Mi mamá subía la escalera para atenderme a mí, y la bajaba para curar a Luisa; subía la escalera para ir a la cocina; bajaba la escalera para planchar; subía la escalera camino al lavadero; bajaba la escalera para ir al patio y descolgar la ropa, con viento y frío. El día de trabajo nunca acababa para ella.
Pero una vez todo cambió. Mi abuela, de un momento a otro, sin decirle nada a nadie, vendió el piano de Luisa. Cuando Luisa se dio cuenta, estalló en desesperación. Salió al patio y gritó:-¡¡El Piano!! ¡¡Me vendieron el piano!! Mi abuela y yo escuchábamos los gritos sentados arriba, en la mesa de la cocina, mientras merendábamos. La Abuela murmuraba lamentos: “¡Qué desgracia Dios! ¡Pobre de mí, tener una hija enferma!”.
Al otro día mi abuela se levantó antes que nadie, como siempre, a preparar su mate de leche. Le llamó la atención no encontrar a mi madre en la cocina ocupándose del desayuno. Fue entonces a buscarla a su dormitorio. No estaba. Bajó las escaleras y se encontró con Shie. Él estaba desencajado, absorto: Luisa había desaparecido.
Fue al mismo tiempo que la mirada de mi abuela y la de Shie se dirigieron hacia el Modular. Allí había una hoja de papel doblada en cuatro. La desplegaron:
Familia:
Nos fuimos. Tomamos unas joyas de la abuela en paga por el Piano de Luisa.
Saludos
Las chicas
Me gustó mucho el cuento. Una nota extraña e inquietante es el o la narradora ya que, si bien no deja muchas marcas, los lectores recibimos un guiño… el narrador o narradora celebra la huida de las chicas con las joyas de la abuela. Valientes y justicieras las chicas!!!!!