Fuente: Carlos Zanini | El Cohete a la Luna
Fecha: 2 de agosto de 2020
En los últimos años en toda Latinoamérica se ha desplegado una fuerte ofensiva neoliberal para tratar de excluir del mapa político e institucional a líderes que expresan posturas favorables a la inclusión social, la disminución de la concentración económica en manos de unos pocos sobre el hambre de otros muchos, la soberanía política local y la amplia participación de la ciudadanía en la toma de decisiones.
La herramienta más usual ha consistido en rabiosos ataques mediáticos que precedían el urdido de causas judiciales y las decisiones tomadas bajo presión, miedo o convencimiento basado en prejuicios ideológicos, por jueces que han parecido obedecer libretos fraguados en los sótanos oscuros de los servicios de inteligencia (aunque los libretos se esparcieran desde el despacho mismo del Ministro de Justicia o desde las cercanías, si no desde el propio despacho Presidencial, como se ha visto).
El amparo mediático pretende presentar ello como parte de una supuesta lucha contra la corrupción, incitando a obtener castigos ejemplificadores junto con la proscripción política de los supuestos autores.
La secuencia, partiendo de una “investigación” supuestamente periodística, recala en la denuncia ante la Justicia, que dispara un proceso judicial verdaderamente kafkiano, para conjugarse con la construcción mediática de un escenario público de demonización del denunciado, desde donde el acontecer jurídico de normalización, si prospera, se presentará a la sociedad como “el triunfo de la impunidad”.
Resultó central en esas operaciones mostrar cierta apariencia de legalidad para desprestigiar a la actividad política como tal, sobre la base de trasladar nombres, desde la política, que implica representación popular, a las páginas de policiales.
Ese ha sido el mecanismo desplegado en América del Sur, contra ex Presidentes como Rafael Correa en Ecuador, Luiz Inácio “Lula” Da Silva en Brasil y a la ex Presidenta y hoy Vicepresidenta de la Argentina, Cristina Fernández de Kirchner y, últimamente, al depuesto Presidente de la República Plurinacional de Bolivia, Evo Morales Ayma.
Esa herramienta se conoce por estas latitudes con un nombre en inglés, que resulta de la contracción de dos vocablos: ley (law) y guerra (warfare). Se trata en el decir periodístico cotidiano del “Lawfare”.
El concepto viene de los manuales de estrategia militar. Me parece importante indicar la inconveniencia del traslado automático del concepto desde su plano original, la guerra, así sin más, a la política.
Charles Dunlap Jr., General de División (R) de la USAF, inaugura la utilización moderna de este vocablo en 2001.
Define la “guerra jurídica” como “el uso de la ley como un medio para conseguir lo que de otra manera tendría que conseguirse con la aplicación de la fuerza militar tradicional”. Y agrega que: “puede utilizarse la ley para socavar a los adversarios”.
Como conclusión de su trabajo descriptivo del concepto, aconseja que, así como los comandantes están familiarizados con el concepto de preparación de inteligencia del campo de batalla, necesitan agregar la preparación jurídica a su lista de tareas pendientes, y “un elemento clave en esta iniciativa es el uso de los auditores”, así como “educar a las tropas sobre la guerra jurídica”.
Como se ve, el concepto tiene una referencia específica a los conflictos militares, y constituye una de las respuestas al problema que presenta para las democracias modernas, tratar de obtener una base de apoyo público considerable para un conflicto armado aún limitado, sobre todo si los ciudadanos creen que la guerra se está llevando a cabo de una manera injusta, inhumana o inicua.
Este nombre, trasladado sin más a la arena política, se adoptó como un neologismo que resume en una palabra un muy amplio conjunto de acciones persecutorias hacia los adversarios políticos.
Pienso que basta una mirada un poco más detenida para advertir que llamar de ese modo a este accionar sistemático, un verdadero modelo de dominación y entretenimiento de la sociedad, es, por lo menos, benévolo.
Así, ese nombre tapa la verdadera naturaleza de la implicancia política e institucional que tuvo y tiene esa práctica.
Resulta equívoco llamar así al hostigamiento y la persecución de los adversarios políticos contrarios al establishment, concretado con la utilización profusa de los medios de comunicación y los servicios de inteligencia. Tratándose de una acción judicial violatoria de derechos básicos como el estado de inocencia, el derecho a la defensa en juicio, la prohibición de la creación de tribunales especiales y el derecho al debido proceso y al imperio de las leyes, no constituye una guerra precisamente jurídica.
Paradójicamente, a medida que se van develando los tramos más escabrosos de esa ilegal persecución, los medios de comunicación dominantes pretenden presentar el ejercicio de la defensa en juicio como “ardides” o “chicanas”, y la aplicación correcta de las leyes y el respeto a los derechos consagrados constitucionalmente como una supuesta consagración de la impunidad.
En la Argentina, fueron muchas las normas violadas en los últimos cuatro años para poder dar forma a esta persecución. En cualquier resumen que se practique de los ejemplos locales, se verá que buena parte del Código Procesal Penal Nacional se tornó letra muerta.
Lo que es aún más grave, para llevar adelante ese accionar debieron dejarse de lado garantías consagradas en la Constitución de la Nación Argentina y en los pactos internacionales que la integran.
No se trata de una guerra jurídica. Es una violación de las leyes y de las más elementales garantías constitucionales.
Está claro que los mecanismos de dominación y disciplinamiento aplicados contra opositores en la República Argentina, que han consistido básicamente en violaciones a la ley y al texto constitucional, no pueden ser benévolamente asimilados a aquella definición que hace Dunlap del término “Lawfare”.
Al contener el anglicismo un vocablo que refiere a la “ley”, da la equívoca idea de que se trata de una “guerra jurídica”; cuando la guerra, si es que la hay, es contra el imperio del Estado de Derecho. Es decir, antijurídica por definición, en cuanto se desarrolla violando toda normativa.
El linchamiento mediático que expone una política como corrupción, busca confirmación en personeros que usurpan la función judicial, en tanto se prestan a concretar procesalmente una persecución política. El escenario así creado, con profusos ataques al principio de inocencia, atemoriza a los jueces en la aplicación correcta de la ley en tanto aquella mediatización busca crear el espejismo de que, al actuar conforme a derecho se consagra la impunidad y triunfa aquella supuesta corrupción.
En ese escenario, la ley se transforma en letra muerta, el honor del político se ha tirado entonces a los perros, y las esperanzas de que se aplique verdadera justicia se desvanecen.
Por eso es necesario llamar a las cosas por su verdadero nombre. Se trata y trató de una persecución mediático-judicial a los opositores.