Fuente: Ricardo Aronskind | El cohete a la luna
Fecha: 19 May 2019
Llegar como sea
Uno de los silencios más expresivos del momento actual es el indisimulable deseo que expresan aliados, amigos y socios de alejarse de la experiencia macrista. Sin decirlo —porque no pueden confesar en voz alta que han construido, votado y sostenido un experimento catastrófico para el país y sus habitantes—, fuerzas políticas, medios y personalidades buscan tomar una distancia que les permita preservarse del espeso silencio que puebla los crecientes sectores afectados por el derrumbe económico.
El gobierno cuenta entre sus menguados activos con el manto protector de Estados Unidos, que ha obligado al FMI a pisotear sus límites y regulaciones internas para apoyar en forma incondicional a su protegido argentino. Ese manto protector se estira al punto de lograr el absurdo de que el grupo Morgan Stanley (MSCI) establezca ¡en estos días! que la Argentina es un “mercado emergente”. Esa calificación habilita para que grandes fondos inversores internacionales puedan colocar recursos adicionales en el mercado de acciones y títulos argentinos. Esa calificación, dudosísima desde el punto de vista técnico, está completamente alineada desde el punto de vista político con la sed inconmensurable de dólares que aqueja al gobierno argentino en este momento.
En ese mismo clima de inquietud por una potencial sequía verde que podría desatarse cuando terminen estas semanas de calma cambiaria, la delegación de monitoreo del FMI que arribó recientemente al país interrogó a la Sociedad Rural sobre cómo viene la cosecha. Pero el tema no es sólo la cosecha, como realidad material, sino que esos granos salgan de los silos, se exporten, se conviertan en dólares, se traigan las divisas resultantes al país y se oferten en el sediento mercado local.
Se necesitan dólares. Dólares de todos lados, de todas las formas posibles, porque hay que llegar a las elecciones sin que se abra el suelo bajo los pies del gobierno de Cambiemos.
El futuro es octubre, después no hay nada
El todavía alto poder manipulatorio del bloque de poder que gobierna ha permitido ocultar que los principales instrumentos de política económica gubernamentales se han subordinado al supremo objetivo de evitar una crisis cambiaria, que sería fatídica no sólo para Macri, sino para todo lo que huela política y discursivamente a Macri.
Proyecciones sobre la evolución de las Leliqs, es decir las letras de liquidez –de muy corto plazo— emitidas por el BCRA y que están sirviendo como principal opción alternativa frente al peligro de que una importante masa de recursos emigre hacia el dólar, establecen que sólo este año, a través de éste único instrumento, el Estado nacional terminará pagando en 2019 intereses equivalentes a 12.000 millones de dólares. Una enormidad de recursos tirados a las fauces del sector financiero para evitar el desenlace natural de los errores y horrores acumulados durante la actual gestión. Insistimos: sólo la increíble cobertura mediática de los “formadores de la opinión pública” permite ocultar a la mayoría de la población el monumental fracaso oficial, los costos desmesurados del disimulo de ese fracaso y los ominosos resultados que se continuarán observando en términos del deterioro de las condiciones de vida generales.
Otras proyecciones financieras sostienen que, si se continúa con la política de emisión 0 del Banco Central –línea de política económica que ha sido ratificada los últimos días— hacia fin de año, por efecto de la inflación acumulada, la contracción monetaria real crearía un cuadro de desmonetización tal como el que llevó a la emisión de cuasi monedas en numerosas provincias hacia el final de la convertibilidad.
Pero mientras se hace todo esto en el frente interno, se continúan realizando gestiones para obtener más dólares prestados para arrojar al barril sin fondo de la fuga de divisas locales. Continúa tanteándose al Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, a otros bancos Centrales por operaciones de canje de efectivo por bonos argentinos, y se explora qué otros activos públicos podrían ofrecerse en el corto plazo al mercado global para obtener nuevos fondos frescos.
Da la impresión de que el gobierno está dispuesto a agotar todas las formas de endeudamiento disponibles -en Occidente— para llegar con el dólar “tranquilo” a octubre.
Aunque eso implique reservas cero y crédito global cero disponibles para la Argentina.
Después de 2019, viene 2020
El cuadro que surge para la administración que asuma en diciembre de este año es tenebroso, en caso de que se logre evitar la explosión previa del emparchado esquema macrista.
Se encontrará con las reservas de divisas casi vaciadas, y con las fuentes de financiamiento ya agotadas, en aras de disimular el fracaso de la gestión saliente.
El dispendio de recursos actual será imposible de replicar en 2020, y el país deberá sostenerse con las divisas que sea capaz de obtener en el comercio internacional. Si bien el saldo comercial actual de la Argentina es discretamente positivo, 2.000 millones de dólares en el primer trimestre del año no alcanzarían para pagar siquiera los intereses de la deuda externa en el año próximo. Ni hablar de vencimientos de capital.
Habría que lograr un superávit comercial gigante, como el que surgió del hundimiento de la economía nacional en 2002, al derrumbarse la convertibilidad. En ese momento la contracción económica fue tan violenta, que a costa de la miseria generalizada se logró achicar la actividad económica, el consumo masivo y por consiguiente las importaciones de toda índole. Fue una forma sumamente dañina y regresiva de lograr el superávit comercial para empezar a recomponer las reservas y el sector externo. De todas formas, ya se habían suspendido los pagos de deuda externa a los acreedores privados, lo que aportó alivio a las arcas públicas, que se empezaron a recomponer por el reducidísimo gasto público de ese momento, incompatible con el funcionamiento de un país civilizado.
Si la crisis cambiaria y bancaria no se produce bajo la actual gestión macrista, el peso de las decisiones relevantes pasará a la próxima gestión. En el caso de ser un gobierno de inspiración popular, deberá eludir el ajuste ortodoxo que le exigirá a gritos la derecha global y local, para que se suicide. Para ese tipo de acciones generadoras de nuevas catástrofes, los personajes adecuados son los terraplanistas irresponsables, como Espert y Milei. Pero también ese gobierno popular deberá evitar seguir el largo camino de padecimiento que sufrió el alfonsinismo a lo largo de su gestión, permanentemente jaqueada por los servicios de deuda externa, las visitas del FMI, los precios internacionales pésimos –ojo con los conflictos que Trump promueve con China e Irán, que pueden llevar a escenarios similares para el país—, y las tasas de interés impagables que determinaba el mercado norteamericano. Camino largo y desgastante de ese gobierno radical, que no desembocó en el alivio y el reconocimiento popular, sino en la desestabilización cambiaria, la hiperinflación y el rechazo tanto de débiles como de poderosos.
Empresarios en la crisis
Dentro de la implosionada alianza gobernante, sería sumamente interesante conocer la reflexión de los diversos sectores empresariales, sobre todo los productivos, que acompañaron esta experiencia con la ilusión de refundar una nueva Argentina, sintonizada con las tendencias y demandas de la globalización neoliberal.
Salvo protestas y lamentos menores proferidos por dirigentes rurales o industriales, que sólo apuntan a aspectos o medidas parciales del gobierno, no se conocen críticas empresarias profundas, sistemáticas y terminantes en relación a este modelo de estrangulamiento económico y social. Por supuesto que otro es el escenario de ideas en el mundo de las pequeñas y medianas empresas, que no logran aún constituirse en un actor social de peso capaz de incidir en las grandes decisiones.
El alto empresariado, que apoyó y financió al macrismo, ¿qué opina de éste escenario? ¿Conecta estos resultados económicos con los lineamientos de política que contribuyó a promover? ¿No rescata absolutamente nada del período previo, salvo el mal recuerdo del “maltrato” o “destrato” gubernamental, a pesar de que la macroeconomía era mucho más amistosa que el actual desierto productivo? ¿No percibe en sus propias concepciones alguna falla, alguna mala lectura, alguna equivocación sobre cómo lee el funcionamiento de la economía mundial, sobre el tipo de “reglas de juego” que reclama, o sobre el tipo de relación que desea tener con el Estado y el resto de los actores sociales?
Estas preguntas cobran actualidad en el contexto de las palabras expresadas por Cristina Fernández de Kirchner en ocasión de la presentación de su libro Sinceramente.
En su discurso aparecieron dos imágenes empresariales contrapuestas: la del empresario con visión nacional, acuerdista en lo político, capaz de concebir un modelo capitalista dinámico, con altos standards de vida populares y construido sobre un entramado productivo complejo y extenso, y la imagen del empresario especulador, “agiotista”, resistente a las políticas gubernamentales y dispuesto a cualquier maniobra para obtener la rentabilidad que considera apropiada, aunque eso provoque inestabilidad y deterioro de las condiciones de vida de las mayoría. Ese empresariado habría hecho tambalear la convicción del propio Perón de seguir al frente del país.
Son, por supuesto, imágenes ideales. Gelbard hay uno sólo, es un producto característico y único de la historia nacional, y de una etapa en la que el país confiaba en ser siempre más grande y más próspero. Empresarios que entendían de política, de economía, y de relaciones internacionales y que eran capaces de integrar esas visiones en una propuesta nacional.
Ese mundo fue quebrado por el golpe de 1976, en el que apareció otro tipo de empresario: José Alfredo Martínez de Hoz, que representaba a todo el arco dirigencial que desde el primer día se había ubicado afuera de los lineamientos del gobierno peronista y que había pasado al golpismo abierto en la etapa de Isabel Perón.
Empresariado que recibió con alborozo al gobierno “modernizante” del Proceso, pero que vio cómo la lógica financiera iba capturando las principales decisiones gubernamentales, y que debió ser rescatado de la quiebra masiva en 1982, en una increíble operación de intervencionismo estatal –con estatización temporaria del depósitos y créditos, y licuación de pasivos— encabezada por el ministro José María Dagnino Pastore y por Domingo Cavallo desde el Banco Central.
Empresariado que le sacó todo lo que pudo al gobierno de Alfonsín, sin aportar lo que se le pedía: inversión productiva. Y que acompañó la nueva etapa que encabezó el peronismo dirigido por Menem a partir de 1989, en la que disfrutaron de nuevos negocios sectoriales y de oportunidades de capturar rentas de privilegio, a costa del abandono de un proyecto de progreso colectivo, nacional.
El experimento neoliberal menemista desembocó en la conocida catástrofe del hundimiento de la convertibilidad, que no mereció mayor comentario ni reflexión por parte de ese alto empresariado, que se limitó a reclamar que se estatizaran sus deudas externas y se licuaran sus deudas en dólares con el sistema bancario.
Ese sector social aceptó que los “bomberos” Duhalde y Kirchner reencauzaran la economía y aplacaran el conflicto social, pero rápidamente volvió a la obsesión ideológica neoliberal, a pesar de que en su mayoría acumulaban en el mercado interno, hacían negocios con el Estado y no se planteaban ni por asomo asumir el desafío de la competencia en el mercado mundial.
¿Quién es el radicalizado?
Ese empresariado que guarda silencio frente al desastre de su gobierno, es sin duda un sector muy particular, fuertemente ideologizado en base a teorías sin convalidación empírica y prejuiciado políticamente.
Vale la pena recordar que cuando el gobierno kirchnerista recuperó el sistema jubilatorio público –en el contexto del desastre financiero internacional, que amenazaba con evaporar los ahorros jubilatorios privados—, el alto empresariado empezó a hablar de que “peligran los derechos de propiedad”. Y que cuando se tuvo que expropiar YPF, para dinamizar la estancada producción local de hidrocarburos debido a la ínfima inversión privada, volvieron a sentirse amenazados en sus “derechos de propiedad”. Desde entonces empezaron a adherir a una de las interpretaciones políticas más descabelladas del fenómeno kirchnerista: que se trataba de un “chavismo” en potencia, que aún no se había desenmascarado. La leyenda del chavismo cristinista se fue desplegando, completamente infundada a partir de la práctica y de las metas de la política económica concreta de ese gobierno, y fue constituyendo una argamasa ideológica que concitó apoyos no sólo empresariales, sino también políticos. Sobre todo en sectores menos extremistas en materia de liberalismo, como los radicales, la expresión “esto hay que pararlo”, “no podemos dejar que sigan”, “hay que sacarlos”, mezcló la desesperación por cargos gubernamentales, con la necesidad cuasi patriótica de impedir la “chavización” de la Argentina. Pero el argumento y la agitación frente al “peligro chavista” no fue sólo local sino regional. Así, el gobierno de coalición del PT en Brasil, gobierno moderado, de espíritu inclusivo y distribucionista, pero que sabía convivir con el capital financiero al comando del Banco Central del Brasil y con la poderosa burguesía paulista, fue tildado por sus adversarios políticos de derecha como “chavista”. El actual Presidente que humilla a Brasil es uno de los grandes repetidores de la ridícula versión del PT y de Lula “chavistas”.
En el mantra chavista, encontramos una lamentable convergencia ideológico-discursiva entre el gran imperio americano, que tiene metas y estrategias propias, y las intelectualmente estragadas burguesías sudamericanas, que han perdido el rumbo nacional y regional.
Pero volviendo al terreno local, la absurda asociación kirchnerismo-chavismo contribuyó a una mirada completamente alienada sobre el ciclo político de doce años que precedió a la catástrofe macrista. Las advertencias sobre la “radicalización”, sobre los peligros que conducirían a una dictadura anti-mercados, funcionó como una amalgama que contribuyó a consolidar un frente empresario anti-kirchnerista unido más por un miedo irracional, inducido, que por una amenaza real de expropiación o de estatismo exacerbado. El rechazo a cuestiones tan elementales como la necesidad de incluir a la población en el consumo, la de proteger el mercado interno y la de regular las relaciones comerciales y financieras con el mundo para evitar situaciones de estrangulamiento, hablan de un ideologismo empresarial extremo, que contradice sus intereses objetivos tanto desde el punto de su viabilidad económica como política. La actual crisis argentina expresa el ideologismo empresario, la pulsión a incrementar la rentabilidad más allá de cualquier equilibrio macroeconómico y social. La paradoja es que en nombre del rechazo a un peligro chavista que nunca existió se puso en marcha un proyecto extremista, irresponsable, de exclusión social y endeudamiento insostenible, para incrementar transitoriamente rentabilidades que –debido a los enormes desequilibrios provocados— no podrán sostenerse, como ya ha ocurrido con las retenciones.
Son tiempos intensos en nuestro país, en los que se irá definiendo si los sectores más poderosos son capaces de asumir algún tipo de realismo político y social a partir de mirarse en el espejo del fracaso macrista, o seguirán embarcados en la aventura delirante e insostenible en la que nos metieron a todos y todas.