Fuente: Edgardo Mocca | Página 12
Fecha: 24 de FEB 2019
El país vive una profunda crisis. Lejos de “unir a los argentinos”, como era su promesa electoral, estos años de gobierno han puesto al antagonismo argentino en su punto más intenso. Para nada altera este cuadro, el hecho de que una parte muy importante de la población no adhiera a ninguno de los bloques antagónicos: cualquier esperanza de armar un gran centro político, choca con la roca dura de la realidad. No habría que buscar la causa de esa imposibilidad en los méritos -o en su escasez- de aquellos que encarnan la utopía centrista. Cualquier movimiento en contra de uno de los polos es inmediatamente absorbido por el otro polo: actuar en serio contra el macrismo acerca fuerzas al kirchnerismo. Y viceversa.
Paradójicamente, este tramo de intenso conflicto y polarización ha dado lugar a un proceso curioso: el prestigio del centrismo en un país antagónico. Se desarrolla este fenómeno, particularmente en el mundo periodístico e intelectual que rodea a la política, aunque a pesar suyo está dentro de la política. El centrismo tiene un santo y seña común: la denuncia del extremismo y del pensamiento “binario” como lo llaman sus cultores. Así se cultiva la moderación y se da cátedra sobre el relativismo de las cuestiones sociales y políticas. Y desde esa prestigiosa plataforma se coloca toda posición política definida en el lugar de una concesión al fanatismo, de una ausencia de pensamiento crítico. Crecientemente frustrada en la política real, la posición mantiene su prestigio en el género periodístico y académico.
Una manifestación muy interesante de este fenómeno ha aparecido en el interior del espacio que reconoce a Cristina Kirchner como su principal referencia. Es muy comprensible que así haya sido porque la elección de este año tiene representa para ese universo una especie de muro muy problemático: el voto de ese origen aparece siempre peleando la punta en las encuestas pero no termina de “cortarse” definitivamente. Entonces surge de modo natural la idea de romper ese muro sobre la base de distender la relación con una parte de esa roca dura que está contra Macri pero no se reconcilia con Cristina. El objetivo es indiscutiblemente correcto: cualquier encuestador lo recomendaría sin vueltas después de constatar que después de mucho tiempo de haber surgido (y fracasado electoralmente también durante mucho tiempo) el territorio del “centro” sobrevive porfiadamente. Cada tanto surge un candidato que aspira a representarlo y rápidamente crece en las encuestas hasta encontrar un techo insalvable, el de la ampliamente mayoritaria porción de la población que se inclina hacia cada uno de los polos.
Por eso la batalla por el “centro” no alcanza una experiencia independiente y termina por ser el objeto de la política de los “extremos”. Es interesante y curioso que las formas más conflictivas de la búsqueda de ese centro se desarrollen en el interior de la coalición de gobierno. No es desde su liderazgo que surge ese intento sino desde el radicalismo. Atizado por los nubarrones y síntomas de descomposición que se dan en la gestión de gobierno (la situación social se hace indefendible y el caso Dalessio-Stornelli toca el núcleo de la pudrición judicial), el radicalismo esboza sus primeros gestos de independencia política más o menos relevante desde la convención de Gualeguaychú. Sin embargo es una independencia que tiene límites estructurales; nadie puede augurar un destino para el partido fuera de la sombrilla de la relación con el gobierno de Macri, después de haber asegurado su triunfo electoral y acompañado su gestión sin insinuar ningún síntoma de existencia independiente durante todo lo que va de su penosa gestión. Y sobre esa base, la única promesa que existe es la de un neoliberalismo con un rostro más humano; para resucitar un partido corresponsable de la actual catástrofe parece bastante poco.
Por su parte el peronismo protagoniza una saga muy curiosa. El destino manifiesto del movimiento en el que el establishment confiaba era el de su rápido y completo distanciamiento de la experiencia kirchnerista. Gobernabilidad, responsabilidad, realismo; así se fundaba la política que permitió al macrismo consumar en forma fulminante el regreso a las fuentes más puras del neoliberalismo. Reparaciones truchas, blanqueos ilegales, reformas previsionales dictadas por el Fondo, acuerdo con el mismo Fondo, persecución política contra el anterior gobierno, todo eso gozó de ocasionales mayorías parlamentarias que el macrismo no podía obtener por sus propias fuerzas. Pero ese juego entró en crisis. En la movilización callejera, en las encuestas, en el clima fácil de captar en la calle se abrió paso la consigna de la unidad, en un registro de clara oposición al gobierno. Y encarnado de forma absolutamente mayoritaria por la ex presidenta. Por supuesto ese proceso formó parte de un ajuste táctico muy visible por parte de Cristina, quien entendió que la encarnación del antagonismo y el liderazgo de la oposición son tareas que pueden ser conciliadas, pero para serlo demandan dosis mayores de flexibilidad que las que fueron conformándose en los duros años de los intentos de desestabilización contra sus gobiernos.
La flexibilidad tiene, sin embargo, sus propios problemas. El discurso de la unidad a como dé lugar contra Macri abrió el espacio para la expansión de un discurso político particular. Su sello distintivo es un modo de comprender la política, según la cual los conflictos son formas absurdas de los malentendidos y de los malos modales. La “amplitud” que exige el momento habilita una revisión de los años anteriores a Macri en términos de una radicalización innecesaria y de una conflictividad artificial. De lo que se desprendería que la unidad antimacrista debe parir un proceso político que termine con el desmadre de la justicia convenciendo a Comodoro Py, que democratice los medios conversando amablemente con los ceos de los oligopolios del rubro, que saque al país de la timba financiera y de la subordinación externa en plena fraternidad con los bancos, los grupos financieros, los acreedores internacionales y el FMI.
Existe otro modo de pensar la unidad de la oposición. Es la de suscitar dramáticamente su necesidad para poder dotar al gobierno que surja de ese proceso de la fuerza y la autoridad para avanzar hacia cambios profundos. Dialogando con quien haya que dialogar, pero teniendo la fuerza suficiente para aconsejar una conducta razonable a sus interlocutores.