Autor: Patricio Porta/Página 12
23 de ENERO 2017
Etgar Keret. el escritor más leído de Israel
Inmerso en el conflicto del Medio Oriente, Keret referencia su obra en la cultura judía de la diáspora. “No importa tanto lo que pienses”, dice, “siempre puede haber un punto de contacto, pero en Israel ya no se puede discutir.”
En un café de la agitada calle Dizengoff, cuando va cayendo la tarde en Tel Aviv, Etgar Keret toma una coca cola y habla sin rodeos sobre el gobierno de Benjamin Netanyahu y la idiosincrasia de los israelíes. Parece no tomarse muy en serio el lugar que la crítica y los lectores le han otorgado. Keret es el escritor israelí más leído dentro y fuera de su país, en parte por la silenciosa e inintencionada renovación que lideró al interior de una tradición literaria dominada por nombres como los de Amos Oz y Aharon Appelfeld.
Los temas que toca están lejos del heroísmo y la altisonancia de la guerra y la paz. La clave de su éxito reside en la identificación que suscitan sus relatos. “Leer endurece el músculo de la empatía”, explica a Página 12. Keret se define a sí mismo como un contador de historias. “Un cuento no es una novela más corta, sino una forma de escritura más intuitiva. La literatura es como un susurro, puede cambiar a quien quiere escuchar”, sostiene antes de su visita a la Argentina, donde participará de la Feria del Libro de Buenos Aires.
–¿Cómo se convirtió en escritor?
–Cuando era joven estaba más interesado en las matemáticas y la física. Mi hermano mayor era una especie de genio de la informática, así que teníamos planeado crear una startup. Pero en Israel el servicio militar es obligatorio. Yo era un pésimo soldado, me metía en problemas y un día me cambiaron a la unidad de informática. Allí no podía comunicarme con otras personas y me ponía a escribir. Estaba solo en mi habitación por horas y entonces escribía mis propias historias. Me veo esencialmente como un contador de historias, y si bien escribo libros, cuento historias en cada lugar que puedo. Soy guionista de televisión y de cine, director, escribo libros infantiles y novelas gráficas.
–Usted nació en Israel pero es hijo de sobrevivientes del Holocausto. ¿Sus padres hablaban de ese tema en su casa?
–Mis padres no hablaban mucho de ese asunto, era un tema que los afectaba. Mi madre quedó huérfana desde muy pequeña, su familia había sido asesinada en la guerra. Cuando éramos chicos ella nos decía que no tenía referentes a la hora de criarnos y nuestro hogar era un lugar muy loco, en el buen sentido. Por ejemplo, en casa había una regla según la cual si llovía no íbamos al colegio, porque nuestros padres creían que no nos enseñarían algo suficientemente importante que justificase mojarnos. Mi padre trabajaba en una cafetería y se levantaba a las cuatro y media de la mañana y yo, con cinco años, me quedaba levantado mirando la televisión después de que se iba a dormir. Eso nos marcó de cierta forma, porque mis hermanos y yo somos muy diferentes. Mi hermano inició un movimiento pro marihuana, lucha contra la violencia policial y es un activista pro palestino de la izquierda anti sionista. Mi hermana es judía ultraortodoxa, vivió en una colonia en Cisjordania y tiene 11 hijos y 20 nietos a los 55 años. Nos criaron con mucha libertad y siempre nos apoyaron. Mis padres valoraron que mi hermana criara a tantos hijos y nietos y que mi hermano tuviera conciencia y trabajara para lograr cosas que considera significativas para la sociedad.
–¿Esa forma de crianza influyó en su imaginación?
–Mi madre no tenía muchos recuerdos de sus padres. Pero una de las cosas que sí recordaba eran las historias que le contaban en el gueto antes de dormir. Como no podían leer libros inventaban los cuentos. Esto la hacía sentir una niña muy especial, porque esas historias eran solo para ella. Se dijo que si un día fuese madre tampoco leería cuentos. Mis padres hablaban seis idiomas y la casa estaba llena de libros, pero nunca nos leían. Mi madre tenía mucha creatividad para las historias y mi padre una forma empática y compasiva de narrar sobre gente loca o violenta. Sus historias siempre tenían lugar en un burdel. Cuando tenía cinco años le pregunté qué era una prostituta y me respondió que era alguien a quien se le paga por escuchar los problemas de los demás. Me hablaba de la mafia, que según él era gente que te cobra el alquiler de lugares de los que a veces no son dueños. O de borrachos, personas que cuanto más bebían más felices eran. Entonces de chico yo no sabía si quería formar parte de la mafia, ser alcohólico o prostituta. De más grande, mi padre reconoció que no fue buena idea contarme esas historias, pero que tampoco sabía cómo hacerlo ni cómo explicarme su infancia con los nazis. Después de la guerra se vino a Israel y los británicos lo echaron a Chipre. Se unió al Irgún y lo enviaron al sur de Italia a comprar armas a la mafia, donde su contacto lo dejó dormir en el prostíbulo que administraba, sin necesidad de pagar nada. Era la primera vez que no tenía que esconderse ni ocultar su identidad, y eso le hizo ganar confianza. Estas historias reivindicaban el humanismo, eran un tanto jasídicas.
–Sus libros no tratan temas pretensiosos, sino asuntos cotidianos. ¿Se siente parte de la tradición literaria israelí que integran Amos Oz, David Grossman o Abraham B. Yehoshua?
–Escribo mucho sobre ataques terroristas y soldados. Pero no soy parte de esa tradición porque existe una gran diferencia entre la tradición israelí y la de la diáspora judía. Mi escritura tiene que ver más con la tradición de la diáspora. La literatura israelí es increíble. Amos Oz es uno de los mejores escritores del mundo. Los grandes escritores israelíes escriben novelas muy largas que cuentan historias épicas que no son divertidas. La diáspora judía tiene una tradición ligada al humor. Me encanta Amos Oz pero me siento más cercano a Bashevis Singer, Sholem Aleijem, Woody Allen y Franz Kafka. Digamos que si vas a Corea no entienden la diferencia entre la tradición israelí y la judía. Y no solo hay diferencias sino que son lo opuesto. Los judíos de la diáspora están orgullosos de lo espiritual, mientras que en Israel lo estamos de la alta tecnología. En la diáspora el líder suele ser el rabino o un hombre de los libros, y aquí lo es siempre un general. Antes eran los libros y ahora es el mayor ejército del mundo. Los judíos de la diáspora que llegaron a Israel se dijeron que ya no serían los muchachos flacuchos que leían libros: ahora serían hombres musculosos con rifles. El mensaje era que ya no vamos a ser más espirituales y que ahora vamos a hacer buenas startups. Hay algo materialista en eso, un intento de imitar a otras nacionalidades, ser un país normal. Los judíos de la diáspora siempre tuvieron dos niveles de pensamiento. Si sos argentino y judío, entonces sos ambas cosas. Si voy por la calle y veo a unos argentinos un poco locos puedo decir que son judíos. Y si voy a la sinagoga y veo a unos judíos locos puedo decir que son argentinos. Los judíos de la diáspora son siempre insiders y outsiders. Pensemos en Einstein o Freud. TEn el judaísmo aprendemos debatiendo, polemizando. En la diáspora esta tradición aún se mantiene, pero en Israel está desapareciendo. Se perdió el sentido del humor y la capacidad de reflexión, porque ya no somos una minoría. El único escritor israelí que tiene un humor judío es Sayed Kashua, que es árabe. Son los escritores árabes israelíes los que tienen un humor judío, porque ellos sí son una minoría aquí.
–¿Cuánto cambió Israel desde que era un joven escritor?
–Cuando uno mira su infancia siempre hay nostalgia porque tendemos a creer que el pasado es mejor, pero en realidad es porque fuimos jóvenes. Desde que Isaac Rabin fue asesinado, hace 20 años, la derecha nos gobierna. Por un lado estamos asustados, algo que es natural, aunque el gobierno juega con ese miedo para distraer a la gente y no hablar de los problemas reales. Los palestinos no representan una amenaza existencial. No tienen un ejército. Claro que pueden matar israelíes, pero no pueden destruir a Israel. Alguien como Benjamin Netanyahu elige a Irán, a los palestinos. La semana pasada fue la prensa libre. Siempre existe un enemigo al que temer. Esta narrativa del miedo, de la victimización y de culpabilizar a un otro te lleva a un lugar indeseable. El miedo genera falta de confianza. Si estás discutiendo, sacás un palo y matás al otro. Si tenés confianza, decís está bien, qué me querés decir. En Israel tenemos ahora partidos religiosos mesiánicos. Nuestro ministro de educación, Naftali Bennett, no quiere negociar con los palestinos porque no quiere comprometerse. El judaísmo trata sobre la compasión. El eslogan de Bennett en la última campaña fue “Desde ahora dejemos de disculparnos”. Mi primera reacción fue preguntarme si ahora tendríamos que cancelar el día del perdón, porque una de las tradiciones más importantes en el judaísmo es disculparnos con las personas que hemos lastimado. Los israelíes quieren vivir bien y al mismo tiempo nos acostumbramos al miedo y no queremos que nada cambie. Si le preguntás a los israelíes si les gusta Netanyahu, si creen en él y en su honestidad, te dirán que no. Sin embargo, lo respaldan porque es el señor seguridad y sabrá cómo lidiar con los miedos. Luego de todos estos años de conflicto la gente quiere mandar todo a la mierda. Si miramos la historia, Israel firmó dos acuerdos de paz. Si agarrás un mapa, verás que alcanzamos la paz con Egipto en el sur, que muchos dentro de la derecha decían que no duraría y que sobrevivió 40 años. Ahora se trata de Hezbollah en el Líbano y de Irán. En la frontera norte conquistamos parte del Líbano, ya que éramos muy fuertes. ¿Y qué hicimos? Creamos Hezbollah, que ahora es una amenaza. Si me dicen que los acuerdos de Oslo fracasaron yo respondo que podemos fallar una vez al intentar la paz. Y podemos fallar dos veces. Lo único en que no fallamos es en la guerra. No soy naif ni soy un hippie. Lo que digo es que somos los suficientemente fuertes para intentar y quizás fallar. ¿Cuántos soldados israelíes murieron en Líbano? ¿Cuántos civiles murieron en la frontera norte? Es desproporcionado. No digo que podés vivir en Medio Oriente sin un ejército. Pero creo que el papel de este gobierno es pasivo desde el momento en que no ofrece nada. Esa no es una estrategia. Somos fuertes, no hace falta compartir nada. Está bien, si no querés hacer la paz al menos hacé otra cosa. Arrojá humus. Y no compres armamento caro y gastes billones entrenando para atacar a Irán cuando ese dinero debería estar puesto en el sistema educativo o de salud. La gente le pide a Netanyahu que eleve el nivel de vida y él responde que no le interesa eso, sino mantenerla a salvo. Esta es una guerra larga. Porque podés tener a las personas sin estudiar o hacer nada, tratándolas como animales.
–Los siete años de abundancia es una obra muy personal. ¿Por qué expuso cuestiones tan privadas acerca de su vida?
–Lo hice porque siempre escribí ficción hasta el nacimiento de mi hijo. No puedo llevarme el crédito de las cosas que me pasan, en cambio sí puedo hacerlo con las historias que invento. Nunca les encontré un fin artístico. Solo cuando mi padre se enfermó decidí recolectar estas historias y publicarlas. Mis editores me decían que no iba a vender porque el público quiere leer ficción. Pero cuando se publicó se convirtió en un éxito de ventas. A mi madre le encantó y me dijo que publicara otro así. Le contesté que quizás lo haría cuando ella muera, porque este lo edité tras la muerte de mi padre y después seguí escribiendo ficción.
–En abril viene a Buenos Aires para participar de la Feria del Libro. ¿Lee autores argentinos?
–Borges fue una gran influencia para mí. También me encanta Cortázar. Me siento mucho más cerca de Borges y Cortázar que de Gabriel García Márquez, porque tiene un sentimentalismo que me gusta leer pero que no escribo. Hay una gran diferencia entre ellos. Continuidad de los parques y Pierre Menard, autor del Quijote son relatos muy reflexivos. Esa reflexión sobre la literatura, que algunos lo juzgan de posmodernismo, es algo que me interesa. También hay una película argentina que cuenta varias historias, creo que se llama Wild Tales. La última es sobre un casamiento judío.
–Sí, en castellano es Relatos Salvajes, de Damián Szifron.
–Es muy buena. La sentí muy próxima a lo que yo hago. Conocí a un productor que quería llevar mis historias al cine y me dijo que las veía como las de esa película.
–Usted dijo al diario The Guardian que en Israel lo boicotean por sus ideas y que en el extranjero lo hacen por ser israelí. ¿Cómo maneja esta situación?
–Eso lo expresé en un momento específico, durante la última guerra en Gaza, cuando critiqué al gobierno. Había gente que quería tirar mis libros a la basura y todo se tornó muy agresivo. Mi familia y yo recibimos amenazas de grupos minoritarios. Me preguntaban por qué no dejaba el país. ¿A dónde iba a ir? El movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones a Israel, BDS, me llamó bufón del estado apartheid y dijo que el gobierno israelí me apoyaba y era mi sponsor, y que buscaba humanizar a mi país. Hay gente que quiere que desaparezca por ser de izquierda y hay gente que quiere que lo haga por ser israelí. Mi padre me dijo una vez que si la gente no te odia es porque no hacés nada o no te pronunciás sobre lo que pasa. Y coincido con él. Para mis padres Israel no era solo un país donde vivir. Ellos sobrevivieron al Holocausto, a la guerra. Hay personas que me dicen que si amo a mi país no tengo que criticarlo. Creo que es lo contrario. Si me cruzo a un drogadicto en la calle no voy a decirle que no consuma crack. Pero si es mi hermano el que consume crack voy a tratar de que deje de hacerlo. Lo mismo ocurre con mi país. Si veo caca en la calle no me importa. Si hay caca en mi casa me ocupo del asunto. Las personas que tienen miedo de hacer críticas no están ejerciendo su deber democrático. Einstein decía que las cosas horribles suceden cuando hay una cantidad suficiente de buenas personas que se quedan en silencio. Es curioso, porque crecí en un hogar de derecha. Mi padre era del Irgún y mi madre apoyaba a los conservadores. Mi hermana fue colona por un tiempo. No importa si estamos de acuerdo o no. Lo que se discuten son las tácticas. Al final de cuentas, lo que queremos es vivir en un lugar mejor. En los últimos diez años discutir se volvió imposible. No se trata de un diálogo entre personas que comparten un mismo espacio, sino de barrabravas que pelean todo el tiempo. Cada vez hay más personas que se oponen a que otras expresen sus puntos de vista.
–A diferencia de lo que pasa con otros países, se espera que los intelectuales y artistas israelíes tengan una opinión acabada del conflicto entre Israel y los palestinos. Sin embargo, usted opuso la idea de “ambi Israel” a la de anti Israel.
–Creo que es natural que la gente me pregunte sobre el conflicto entre israelíes y palestinos. Tiene sentido. Fui soldado del ejército, tengo amigos que murieron en las guerras o en ataques terroristas. Es normal que me pregunten y que yo tenga una opinión al respecto. Del mismo modo que puedo preguntarte por el presidente de Argentina y seguro tengas una opinión. Sobre la expresión “ambi Israel” sucede que cuando visito Europa o Estados Unidos todo se reduce a ser pro Israel o anti Israel, pro Palestina o anti Palestina. Si me preguntan si soy pro Israel yo les pregunto si son pro pedofilia. ¿Qué significa ser pro Israel? No conozco a nadie que sea pro Italia. Es raro. En este conflicto todo es binario. Amo a Israel pero no soy pro Israel, porque si mi país hace algo estúpido no es una decisión mía. La idea de ser anti Israel esconde algo básicamente chauvinista, fascista.
–¿Y qué piensa de los palestinos?
–Cuando yo era joven, interactuaba con muchos palestinos. Ahora funciona como dos países separados y la comunicación es menor. Podés decirles a los palestinos cualquier cosa de los israelíes porque lo único que conocen son soldados que entran a sus casas con rifles. Lo mismo con los israelíes, porque los únicos palestinos que conocen andan con cuchillos encima. Es muy fácil demonizar al otro. Antes había una mayor interacción entre las partes. Si quería ir a lo de un amigo palestino, estaba a una hora de su casa. Ahora no puedo ir a su casa y él no puede venir a la mía.
–¿Alguna vez consideró abandonar el país?
–Un par de veces. Pero la idea de irme de Israel es similar a imaginarme en un gimnasio. Lo pensé pero nunca lo llevé a la práctica. Mis padres, que eran inmigrantes, me hablaban de la importancia de vivir en un país donde uno se siente como en casa. Por lo único que lo pienso es por el futuro de mi hijo. Yo estuve en el ejército, mis hermanos y mis padres también. Vivir y crecer en Israel es parte de tu identidad. Una semana después de que su hijo muriera en la segunda guerra del Líbano, David Grossman publicó una carta en la que decía que nada de esto tenía sentido. Es un sacrificio mucho más duro cuando algo carece de sentido. No tengo miedo de que mi hijo luche en una guerra, sino de que luche en una guerra innecesaria. Pero soy parte de este país y lo amo.
–¿Cómo imagina a Israel en los próximos diez o veinte años?
–Soy un optimista por naturaleza. Si vivís en Israel y creés que las cosas van a empeorar, es muy difícil quedarse aquí. Pienso que el mundo atraviesa momentos complicados. Me refiero al brexit, a Trump, a lo que sucede con el nacionalismo en Europa. Los líderes son cada vez menos impresionantes y se parecen más a estrellas de televisión. Israel no es muy distinto al resto del mundo, aunque es cierto que es todo más extremo. Pero podemos vivir unos al lado de otros. Crecí viendo cómo Israel invadía el Líbano y también vi a Rabin entregar territorios a cambio de paz. Con Netanyahu vemos cómo crecen los asentamientos. La gran mayoría de los israelíes quiere una vida mejor. La pudimos haber jodido pero queremos ser buenos. Creo en la bondad de las personas y en la solución de tres estados. Uno judío, otro palestino y un tercero para las personas de ambos países que se quieran matar entre sí.
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