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«Desratizar» Nota en Página 12

Fuente Página 12 5 de OCTUBRE 2016 Por Jorge Elbaum* La convocatoria a “desratizar el Poder Judicial”, enunciada por el fiscal German Moldes la pasada semana asume reminiscencias históricas y sociales muy ligadas a las metáforas con las cuales se han estigmatizado, históricamente, a determinados colectivos y se han montado las bases para su posterior persecución. El hecho que el fiscal Moldes haya sido denunciado por el extinto Alberto Nisman como uno de los responsables de proteger a los encubridores de la Causa AMIA, en la cual lo “judío” aparece como un elemento central, resignifica la terminología adoptada para cuestionar a jueces y fiscales que no comparten sus criterios inquisitoriales. “Ratas judías” fue una de las formas de catalogación mediante la cual se inició el proceso de deshumanización que concluyó en las cámaras de gas. Gran parte del proceso de exterminio incluyó un pesticida utilizado a fines del siglo XIX para la desratización de vagones de ferrocarril y bodegas, el Zyklón B, elaborado por la compañía IG Farben, consorcio de tres empresas alemanas entre la que se destacaba la conocida Bayer. La analogía zoológica y la fumigación que conlleva el vínculo con los roedores fue recuperada creativamente por Art Spiegelman, el reconocido autor de la historieta Maus, relato de un sobreviviente para graficar y denunciar la vida de sus padres en los campos de concentración, instaurados por el nazismo. Las dos partes de Maus –“Mi padre sangra historia” y “Allí empezaron mis problemas”– se convirtieron en 1992 en la primera historieta en obtener un premio “Pulitzer”, otorgado por transmitir en forma artística y desgarradora la deshumanización (“ratización”) que requieren ciertos modelos de dominación para cometer sus crímenes desligados de la ética y de sus efervescencias culpabilizadoras. Cuando se define al otro como una rata y se convence al entorno de esa “cualidad” se llega al estadio en que el otro ya no merece el mas mínimo espacio de compasión. La primer etapa de todo proceso de discriminación requiere del “etiquetamiento”. Y este incluye convertir al otro, al enemigo, al inferior, al oponente, en algo no humano. El “otro” ya no es la expresión de una diferencia, un conflicto, un debate, una discusión, una “brecha”, un oponente político. El “otro” –ahora, para Moldes– se convirtió en algo no humano. En una rata. En algo que puede/debe desratizarse. Lo que de ninguna manera puede llegar a ser cuestionable porque “nos salva”, nos libra del peligro que la peste bubónica supone. El contagio. Las ratas contaminan. Así dicen los gatos nazis a los ratones judíos, en Maus. Desratizar es de alguna manera mejorar la especie. O –en la versión “Comodoro Py”– contribuir a un Poder Judicial sin múridos. Ante la peligrosa presencia de los roedores, es dable pensar en la utilización de del Zyklón B vernáculo, entre los pasillos y despachos de quienes no pretenden someterse a la hegemonía neoliberal del poder. Desratizar es aceptar una Justicia donde los ganadores son los encargados de definir quiénes son las ratas y quiénes son los hombres. Y en ese trámite no hay “enfrentamiento”, no hay un Otro con el cual difiero o entro en conflicto. El otro es una rata. Y con las ratas no se discute. Solo se las desratiza. Desratizar es una convocatoria a eludir el conflicto político. Es también una forma de clausurarlo. Ya no hay brecha. Ya no hay diferencias. Hay sólo hombres versus ratas. El sociólogo canadiense Erving Goffman analizó durante décadas el mecanismo por el cual algunos grupos sociales se dedican a estigmatizar a otros mediante clasificaciones inferiorizadoras. Dichos grupos utilizan “etiquetas” para reducir y esencializar a otros grupos y/o individuos para que sean reconocidos por una única cualidad o característica, generalmente negativa. Esos rotulamientos despectivos –una vez que se difuminan, se instalan y se instituyen como sentido común– aceleran una discriminación menos conflictiva, más “aceptada” por el entorno social, y por lo tanto más propicia para las segregaciones, las exclusiones y todas las violencias asociadas. Fue así como se logró convencer a la sociedad alemana del peligro del judío, el gitano y/o el comunista. Primero fue necesario “construir” un sujeto que sea digno del desprecio y el odio. Fue imprescindible instaurar una pátina de maldad sobre el grupo social etiqeutado. Y, frente a la peste de las ratas y a la evidencia de la maldad, solo queda “la defensa propia”. Es decir, desratizar. Para que sea posible asesinar pueblos originarios hay que catalogarlos –primero– de salvajes. Y hubo que justificar –paralelamente– que cortarle sus orejas era una evidente forma de civilización. Para esclavizar afrodescendientes con cierta legitimidad fue necesario nominarlos –y convencer de dicha caracterización– como sub-humanos, bestias de carga, cuerpos aptos para ser comprados y vendidos. Para enviar a personas con síndrome de Down a las cámaras de gas fue requisito catalogarlos inicialmente como portadores de “vidas que no merecen ser vividas”. Para detener musulmanes hay que “construirlos” –a todos– como terroristas. Para perseguir inmigrantes latinoamericanos hay que agruparlos como narcotraficantes actuales o potenciales. Para golpear a un individuo gay hay que instituirlo como integrante de un grupo de enfermos y pervertidos. Para lograr (poder) torturar una embarazada –en la ESMA o en cualquier otro centro de detención– fue imprescindible asociar a esa mujer con el “cáncer subversivo que corroe la sociedad”. Para continuar con la permanente sangría de femicidios es necesario persuadir a los varones (de ayer y de hoy) acerca del carácter de maldad intrínseca, debilidad y “brujidad” de la condición femenina. Después de Auschwitz la asociación con las ratas y la desratización no parece ser el discurso engolado y republicano que suelen vociferar quienes postulan el escéptico mundo de las normas. Pierre Bourdieu detalló hace unas décadas que toda clasificación (que hacemos) nos clasifica. Es decir: las formas que tenemos de ver el mundo, de nombrarlo, de caracterizar a los otros es la forma con la cual nos identificamos. Y la violencia simbólica –la de las palabras– es el territorio donde histórica y recurrentemente, se afilan las armas persecutorias de la violencia material.

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