Vicentin, la empresa aceitosa

Fuente: Horacio Gonzalez | Nuestras Voces

Fecha: 21 de junio de 2020

Los dueños de Vicentin se mostraron a la altura de la consistencia pastosa del biodiésel que extraían. Pero, así como el aceite comestible puede transformarse en biodiesel, Vicentin puede pasar de ser un centro penumbrosos de negocios a costa del dinero público, a una empresa pública con respaldo estatal. La confrontación está abierta. Las derechas del odio vuelven a anudar la bandera nacional al temor de que se vulnere la propiedad privada. Una vez más nos tocará defender una democracia viva e igualitaria.

Son antiguos los debates respecto a qué es una ciudad. En principio, es un ámbito de libertades, que pueden ser exclusivas de un minoría –al promoverse al mismo tiempo la esclavitud, como en las antigua ciudades griegas–, o ámbitos de creación de libertades, como las ciudades que emergen del proceso de industrialización y disolución progresiva del campesinado que sostenía en términos de vasallaje el régimen feudal. Pero no ocurre lo mismo en las grandes metrópolis actuales, que exceden a la ciudades renacentistas, donde la vida se politizaba alrededor de foros, consejeros del príncipe y el príncipe mismo que “creó ciudadanía” a partir de la tensión entre el poder que es temido o deseado.

La ciudad de los inicios del capitalismo ya es un engendro singular. Es recordable la descripción que hace Engels en 1843 de “La situación de la clase obrara en Inglaterra”. Las peores condiciones de existencia, hacinamiento, trabajo infantil, niños que duermen en la misma fábrica, entre húmedos alquitranes. Es la ciudad herida por una desigualdad de hierro, el mando fabril y el proletariado sin ciudadanía social, solo entregando su fuerza de trabajo, lo que a su vez lo deshumaniza. Pero una ciudad como Londres no ejerce su vida social solo en torno al surgente movimiento fabril. Otra gran franja de habitantes vive en otras condiciones, adquieren y gozan de una ciudadanía política y cultural. Pueden ir al teatro shakespeariano y leer la “Balada del viejo marinero” de Coleridge. Es una ciudad no reducible enteramente a las condiciones de producción del nuevo industrialismo capitalista.

A mediados de siglo XX un recordable libro de Henri Lefebvre sugiere un “derecho a la ciudad”, donde defiende la idea de una comunidad de iguales que usufructúan la ciudad no como un espacio que reproduce el mercado capitalista, sino como un mundo cívico donde se discute cómo construir la vida igualitaria al margen de la alienación del trabajo. No fue esa, sin embargo, la orientación de muchos otros trabajos de la naciente “sociología urbana”, que desde los estudios de la ciudad de Chicago en los años 30 y de San Pablo en los años 50, percibió en la gran urbe un campo de experimentación de circulación, habitacional y laboral, con conflictos de ocupación territorial, tratamiento de la ilegalidad, corrientes inmigratorias, economías impetuosas y expansión fabril, todo lo cual configuraba un ente tanto de ecología vital como de construcción de relaciones simbólicas. Con lo que la ciudad terminaba siendo una identidad productiva y cultural fusionadas y siempre en conflicto.

Otros estudios avanzados en los años 60 y 70 enfatizaron mucho más el papel de las ciudades en torno a las grandes fábricas, desbalanceado el papel de la urbe en favor de lo que las gigantescas Corporaciones hacían de ella, un simple suministro de la “reproducción colectiva” de la fuerza de trabajo, en términos de vivienda y educación, todos ellos aspectos subordinados a las necesidades fabriles. Toda la ciudad se concebía como una unión urbana al servicio de la reproducción del trabajador. Era obvio que ciudades como Buenos Aires o París, con su tejido metropolitano tan complejo, no podían reducirse únicamente al mero aspecto de ser ámbitos anexos a las necesidades materiales de la producción industrial. La clásica asociación entre ciudad y libertades cívicas (o creación de identidades y símbolos) quedaría así totalmente anulada. La heterogeneidad urbana y las luchas sociales lo impedían.

No obstante, esta cuestión de la adhesión subordinada de un tejido urbano a las necesidades de grandes empresas dista mucho de ser un punto de vista superado. Para dirigirnos rápidamente a las calificaciones que forman parte de nuestra actualidad más candente, veamos el caso de la empresa Vicentin y otras de semejante porte y funciones, primero en relación de las pequeñas ciudades que tienen a su servicio. Como todos sabemos, el Intendente de la ciudad de Avellaneda, en realidad una urbe menos que mediana adosada a la ciudad santafesina de Reconquista, tiene una directa e íntima relación con los directivos de esa empresa cerealera, una de las principales exportadoras de granos del país. Buena parte del pueblo, como es lógico, depende de empleo o formas derivadas de empleos que están directa o indirectamente relacionada con las necesidades de la empresa, que tiene allí su sector portuario exclusivo, aunque el puerto no es de su propiedad.

Esto debe aclararse porque muchos puertos de las orillas del Río Paraná, son puertos privados de otras grandes cerealeras, Dreyfus es propietario del puerto de General Lagos, al sur de la provincia de Santa Fe, y en su página oficial lo presenta como “el puerto privado más importante del país”. Lo que se podría considerar el tercer o cuarto puerto de importancia de la Argentina, también sobre el Rio Paraná, luego de Buenos Aires, Rosario y Bahía Blanca, es el Puerto de General San Martín, cercano al solar donde se desarrolló la batalla de San Lorenzo y años después, en las inmediaciones donde se llevó a cabo una de las batallas contra la flota anglo francesa, luego de que superara la oposición que se hizo en Vuelta de Obligado y siguiera río arriba. Son acontecimientos de 1845. Pero en décadas pasadas, el intendente del lugar tuvo que pedir que las empresas propietarias de las grandes extensiones de esa zona sojera, permitiera abrir un pasadizo para que se visitara un monolito conmemorativo. Pero no solo eso, como en las cercanías de ese puerto –junto a la llamada Terminal 6, están instaladas las sedes de Cargill, Dreyfus, Nidera, Vicentin, además de la poderosa y siempre sospechosa Dow Chemical, también estamos ante una ciudad subsidiaria. Puerto San Martín es una pequeña ciudad al norte de Rosario con una vida cultural activa, pero toda la ciudad se mueve alrededor de la poderosa economía de exportación de granos y productos químicos generados por esas industrias localizadas a esa altura del Río Paraná.

Tanto en la ciudad de Avellaneda al Norte, como el Puerto San Martín, al Sur de la provincia, las antiguas comunas, hoy ciudades, son los típicos ordenamientos urbanos que dependen enteramente de la lógica empresarial que se impone sobre todo su horizonte vital, con sus elevadores de granos, sus enormes contenedores, el humo permanente de las altas chimeneas que flota perezoso pero amenazante. Y en la planicie aledaña, hasta donde la vista alcanza, miles de camiones en fila esperando descargar su contenido en los silos portuarios. El Paraná, el viejo río de la Oda de Lavardén, por la canal Mitre, y al Norte por la Hidrovía al Paraguay, permite una navegación ajustada a las grandes necesidades corporativas.

Raúl Scalabrini Ortiz estudió los ferrocarriles como la red de hierro que asfixiaba la economía del país, todos convergentes hacia la Cabeza de Goliat, la Buenos Aires con sus grandes estaciones de gran estilo arquitectónico, y sus rieles excedentes que terminaban dentro del Puerto que habían construido Madero y Huergo. Estas agroindustrias hacen extrañar los trenes de carga que habían trazado los ingleses. Al desaparecer, desaparecieron pueblos enteros. Las pequeñas ciudades que sirven de “reproducción de recursos colectivos” a las empresas que crecieron desde la revolución tecnológico y biotecnológica de la soja, componen un escenario a ser problematizado con nuevos interrogantes culturales. No es arriesgado suponer que son núcleos poblacionales con menuda y escasa capacidad de ejercer una ciudadanía más amplia. Un ejemplo específico conocido en estos días es la relación del intendente de Avellaneda (Santa Fe) con el directorio de Vicentin, cuerpo de poder económico que se impone sobre la ciudad, fundada por inmigrantes del Friuli.

Sus bisnietos poseen hoy en gran medida la identidad que provee Vicentin. Complejo caso, vástagos de la gran inmigración italiana, de varias oleadas, que dan la gran marea social que nutre en tiempos ya fenecidos los movimientos progresistas del campo y la ciudad, y en gran parte se vuelcan a poblar esas inmensidades antes ocupadas por los aborígenes desplazados –lo que no se hace sin un dejo de angustia social, que solo mucho después quedó en claro–, y un núcleo que quedó ligado al agrarismo patronal y patriarcal. Son los que rendían y rinden tributo, con su apoyo, sea o no sentimental, a una de las corporaciones que mellan económicamente la soberanía social, la garantía alimentaria colectiva y la legalidad de la percudida trama económica argentina.

Por supuesto, la discusión sobre la expropiación de Vicentin, de ser aprobada por el parlamento –lo que produciría un efecto tan importante como la nacionalización de los ferrocarriles en 1948–, está avalada por la Constitución, ante las múltiples muestras de irregularidades de sus dueños. Cumplían con todas las características de lo que sería un serio deterioro de las autonomías posibles para que el país siga siendo una nación con resortes de decisión sobre sus economías regionales, sus exportaciones, sus puertos y sus ríos. Vicentin había caído en las mallas del abismo financiero que el propio juego de las capitales internacionales, en el que participaba, le reserva a los que siendo grandes empresas, no pueden imitar la deslegalización total de sus movimientos y operaciones, como hacen las más gigantescas. A pesar de cotizar en las bolsas internacionales.

Puede si se quiere, recordarse que Dow Chemical está en todo el mundo y fue la empresa química que fabricó los desfoliantes que se usaron en Vietnam. Vicentin fábrica aceites mezcla de girasol y soja. Pero también carga con su oscura historia en los años 70 y con sus manejos financieros en la penumbra –como es costumbre–, pero estos no solo involucran al Banco Nación sino a bancos de Europa y de Estados Unidos. En medio de las difíciles negociaciones con la deuda y las ardides de minorías exasperadas que quieren romper la cuarentena, el gobierno tiene ante sus manos un ramillete de temas donde –en este caso–, la única alternativa es no arrodillarse y comenzar a pensar que una población a la expectativa puede ser devuelta al entusiasmo cívico, con las medidas adecuadas.

Aun en esta época tan dura donde ronda la enfermedad y el drama sanitario, si se explica adecuadamente que esta expropiación constitucional toca uno de los hilos ocultos, que al desovillarse, muestra el papel que juegan empresas que ingresan en la especulación financiera mundial de forma inclemente, no hay dudas que un decisivo acompañamiento colectivo sostendrá estas decisiones imprescindibles. Por cierto, inclemente es ese mundo. Mientras a lo largo del Paraná –el padre río– ellos seguían mostrando el falso rostro vecinal de paisanos para anular autonomía de ciudades y condicionar las posibilidades alimentarias colectivas, tanteaban en las aceitosas timbas de Holanda o Bélgica para recolocar los abultados préstamos bancarios de los que el mencionado presidente Avellaneda hubiera dicho “los pagaremos con la sed de los argentinos”. Frase fea, pero aquí siquiera es el caso. Los dueños de Vicentin se mostraron a la altura de la consistencia pastosa del biodiésel que extraían. Pero, así como el aceite comestible puede transformarse en biodiesel, Vicentin puede convertirse de un centro penumbrosos de negocios a costa del dinero público, en una empresa pública y cooperativa con respaldo estatal. A prepararse para el gran debate, donde el destino del país y de sus pobladores está en juego.

En las últimas horas se conoció la decisión del Presidente Fernández de habilitar una intervención a la Empresa con una línea judicial de superior entidad al juez de primera instancia que decidió que no actuaran los interventores nacionales, rebajándolos a una inerte condición de veedores. Es una humillación para el Presidente de la República, que aceptó los hechos con una actitud de retroceso de la primera palabra pronunciada, expropiación con debate parlamentario e indemnización, como señala la Constitución. Este hecho quizás no fue percibido así por el Presidente, pero supuso una fuerte pérdida de la autoridad presidencial, paradójicamente más necesaria que nunca, pues las derechas del odio vuelven a anudar la bandera nacional al temor de que se vulnere la propiedad privada. Incluso se animan ahora contra el propio Perotti, un gobernador amigo de los grandes negocios agroganaderos, y que reza con el credo de la propiedad privada todas las mañanas. Fernández podrá decir que la reacción a su medida era más fuerte de lo imaginado, y era necesario retroceder. No parece ser así, pues ese es el modelo de la negociación jurídica, financiera y de la política tradicional. Se avanza, se retrasa. Pero en este caso no es así pues está la bandera nacional de por medio. La que imaginó Belgrano a orillas del Paraná que hoy dominan las Mega Oleaginosas y Químico-cracias del mundo. Aquí están en disputa cuestiones única y extraordinarias. Y en momentos en que nadie ataca la propiedad privada sino la ramificación sigilosa y repleta de triquiñuelas de una vieja empresa familiar con oscuras ramificaciones, endeudada de modo irresponsable y también fraudulento, que gana más terreno con el hecho de que el Presidente retiró su propuesta inicial, que si la hubiera mantenido sin magnificar los escritos de jueces en primera instancia totalmente enredados en las telas de araña de un Empresariado corroído por todos los vicios de un mundo regido por la razón financiera, estaríamos todos mejor preparados para una confrontación en la que una vez más nos tocará defender una democracia viva e igualitaria.

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