Fuente: Jorge Elbaum | El Cohete a la Luna
Fecha: 27 de septiembre de 2020
Hace pocos días Alberto Fernández manifestó que “muchas veces los medios no dicen la verdad, la tergiversan de acuerdo a sus necesidades empresariales”. Dicha aseveración remite en forma directa a la actual operación destinada a montar un clima de época basado en dos dimensiones. La primera, de carácter directo y explícito, diseñada para frustrar o entorpecer el cumplimiento del programa de gobierno del Frente de Todxs y la segunda enfocada a enrarecer el clima social, generar desaliento y garantizar el regreso del neoliberalismo.
La primera interpela a las tres fracciones convergentes y superpuestas de la oposición, los neoliberales antiestatistas, los antiperonistas viscerales y los anticuarentena conspiranoicos. Sus mensajes buscan empoderar a los defensores de los grupos concentrados, dotándolo de autoconfianza para obstaculizar la gobernabilidad. La segunda maniobra, más sinuosa y estratégica, tiene como destinatarios los perfiles menos sensibles a los debates político-institucionales. Sobre estos últimos, la trifecta corporativa de medios (Clarín, La Nación e Infobae), viene desplegando una batería de falacias e inexactitudes manifiestas destinadas a sumarle aflicción y confusión a la actual situación pandémica. Mientras sugieren cuestionamientos larvados de las medidas sanitarias indicadas por los epidemiólogos e infectólogos, difunden (y propician) pretendidos éxodos multitudinarios a Punta del Este, publicitan la visa de residencia en variados destinos internacionales y notifican la (supuesta) huida en masa de empresas trasnacionales.
Las fracciones fuertemente ligadas al mundo financiero exhiben un espanto manifiesto frente a la posibilidad de perder influencia en el manejo de los resortes claves: por un lado lideran el cuestionamiento a las medidas impulsadas por el gobierno, y –en forma simultánea– instalan la degradación del clima social, impulsando el desánimo y su traducción anómica del sálvese quien pueda. Esta última operación, además de disolver cualquier expectativa respecto al actual gobierno, intenta fundar un espacio vacante para la irrupción de una esperanza política futura, que logre anclar en las próximas elecciones legislativas, cuya campaña se inicia en un semestre. Esta siembra de mensajes cotidianos trabaja para debilitar cualquier contacto entre los colectivos menos politizados de la sociedad y el Frente de Todxs.
El ataque directo se ejecuta contra la progresiva desarticulación de la mesa judicial macrista –impulsora de las causas mediáticas destinadas a destruir al kirchnerismo–, el impuesto a las grandes fortunas y las regulaciones del Banco Central en relación con la divisa estadounidense. La justificación discursiva desde la que se monta esta ofensiva es la defensa de los valores republicanos y el resguardo de la instituciones. Sin embargo, esta arremetida omite el rol que ocupan dos de sus instituciones claves: el Consejo de la Magistratura y el Senado de la Nación. Para los poderes fácticos, los valores republicanos solo son reivindicables cuando coinciden con los criterios y los intereses de sus portavoces y/o sus respectivos patrones.
La ofensiva directa es palmaria y explícita. Interpela a los grupos opositores, les brinda insumos discursivos para desafiar al gobierno y los dota de confianza para ilusionarse con un retorno al poder político en un futuro cercano. La maniobra de desánimo, por su parte, tiene como destinatario al tercio de la sociedad cuyo voto es fluctuante y está básicamente articulado al universo simbólico, cotidiano, que lo rodea. Este colectivo es el que ha decidido los diferentes vuelcos electorales desde 1983 hasta la actualidad. Para este segmento, la trifecta sigue los postulados de la metodología instituida por primera vez en el Reino Unido en la década del ’70 del siglo pasado, consistente en la siembra sistemática de malas noticias y la difusión del pesimismo.
Se inocula, mediante la insistencia de malas noticias, la sensación de caos social. A la pandemia que conlleva el peligro permanente de contagio, ahogo económico y dificultad para proyectarse en el tiempo, se le añade la sensación de desgobierno y el horizonte de una crisis terminal. Esta actividad comunicacional es específicamente pregnante entre quienes se sienten ajenos a las disputas políticas institucionales, suelen percibirlas con desconfianza y cimentan su percepción de la realidad en torno a contextos marcados por el optimismo socioeconómico o su contracara, la depresión. Estratagemas que son coherentes con los modelos elaborados por el Departamento de Estado para fomentar la catalogación de Estados Fallidos, necesitados de asistencia o injerencia extranjeras para su sobrevivencia.
Desolación y después
La ofensiva comunicacional indirecta apunta a divulgar determinados mensajes periódicos, dispuestos para exacerbar la decepción, el desaliento y el abatimiento generalizado:
- La recurrente invitación para acceder a ciudadanías extranjeras de diversos países como solución al desasosiego previamente instalado, haciendo caso omiso a su contraparte de regresos vertiginosos producto de situaciones más graves en otros países.
- La multiplicación de noticias falsas sobre manejos más eficientes de la gestión sanitaria respecto al coronavirus en otros países.
- La propagación de información sobre la huida de empresas trasnacionales. (Cantidad mínima comparada con el éxodo sucedido durante el gobierno macrista, según esta concisa cronología).
- El exilio dorado de integrantes del mundo del espectáculo.
Estos discursos fomentan el pánico moral, que busca la reacción de un sector de la sociedad frente a una amenaza que exige respuestas rápidas. Sus difusores cuentan con los sucesos del 2001 como referencia obligada y, aunque no nombren dicha crisis, la utilizan como espejo caótico posible de destino prefijado. Según el sociólogo británico Stanley Cohen, que concibió el concepto de pánico moral, su utilización por parte de los sectores conservadores gira en torno a una amenaza agitada por soportes mediáticos para etiquetar enemigos y al mismo tiempo impedir las transformaciones sociales. Se trata –como sugiere Raúl Zaffaroni en La estructura inquisitorial– de apelar a un instrumento discursivo que proporciona la base para crear un estado de temor colectivo, orientado a ubicar límites a quienes estorban al poder. Este ejercicio se asemeja a una verdadera caza de brujas que necesita personificar y hacer visibles a los chivos expiatorios (la familia Kirchner, los tomadores de tierras en Guernica, los maestros que se resisten a convertirse en vectores de contagio en CABA), de forma similar a quienes fueron etiquetadxs y perseguidxs por el macartismo en la década de 1950.
Algunas de las características detalladas por Cohen respecto de la conformación del pánico moral son claramente visibles en las artimañas comunicacionales de la trifecta local:
- Utilización de lenguaje emotivo: se apela a términos como decadencia, angustia, inestabilidad, inseguridad o incertidumbre.
- Apelación a casos particulares sobre-representados, exagerados, narrando situaciones dramáticas irrecuperables, como si fuesen la expresión de la totalidad y pudiesen generalizarse.
- Tergiversación de estadísticas o descontextualización de las mismas (en la última semana se insistió en que Argentina subía en el ranking global de los contagiados, sin hacer referencia a los indicadores comparativos de curados y/o fallecidos cada millón de habitantes).
- Demonización de individuos o grupos a través de la consolidación de estereotipos forzados, solidificados por etiquetamientos repetitivos: peronismo/barbarie o kirchnerismo/corrupción.
Las operaciones de derribo indirectas son más relevantes que las directas, porque las primeras trabajan sobre actores sociales más volubles. Desarmar, desenmascarar y evidenciar dichas manipulaciones es parte de la tarea de quienes siguen estipulando el sistema democrático como la verdadera forma de gestión colectiva y ciudadana. De lo contrario, el orden social será definido en cuatro paredes por los sectores rentistas, sus voceros mediáticos y los grandes titiriteros internacionales.
En 1486 los frailes dominicos Henrich Kramer y Jacobus Sprenger escribieron el Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas), que se publicó un año después. Ese compendio de preguntas y respuestas se utilizó durante dos siglos para justificar persecuciones y crímenes, especialmente hacia las mujeres. Su divulgación logró aterrorizar y disciplinar a quienes se enfrentaban a las lógicas poderosas del Renacimiento. Según sus autores, una de las primeras tareas para encontrar brujas era convencer a las comunidades de su indudable existencia y su proliferación herética contra el poder de la iglesia católica. Por eso había que divulgar el daño que le provocaban a los creyentes. Uno de los principios instituidos por el tratado consistía en asociar a personas díscolas con el demonio. Esa sola catalogación, repetida con insistencia, garantizaba una persecución legitimada. Hoy Kramer y Sprenger serían editorialistas del engranaje encargado de patrocinar climas de época, para garantizar la continuidad de sus privilegios.