Fuente: Edgardo Mocca | El Destape
Fecha: 19 de julio de 2020
Dijo Elisa Carrió: «Si la sagrada comunión no puede darse en los templos debe darse en las calles porque Jesús es el que sana y cura». Le da así a la resistencia a la cuarentena una especie de épica teológica. ¿Cómo se hace para discutir políticamente con esa afirmación? La ex diputada nos ha acostumbrado al uso de la extravagancia oral como recurso político. Pero mucho más importante que el imposible diálogo con ese tipo de dictámenes conviene la reflexión sobre cómo llegamos a este punto. Porque haríamos mal en pensar el problema en términos psicológicos individuales: el aire de la discusión política está globalmente viciado. Está penetrado por el auge del irracionalismo: el pensamiento mágico se ha apoderado de segmentos cruciales del poder a escala global. El presidente actual de Estados Unidos practica también, en su propio estilo, estos modos del discurso. Es cierto que ese país vive un proceso acelerado de declinación de su rol como principal potencia global. Pero también es verdad que sus decisiones políticas y militares pueden provocar –y de hecho provocan- mucho daño a escala planetaria. Es la ideología del terraplanismo: el coronavirus no existe y la tierra es plana.
Ahora bien, que ese tipo de personas hayan alcanzado ese lugar no es una circunstancia casual. Todo lo contrario, parece necesario pensar en las razones sistémicas que facilitan la emergencia de liderazgos de esa naturaleza. Para Trump la ingesta de lavandina es un recurso muy importante contra la pandemia. Es un registro profundamente irracionalista que ha impregnado la práctica política del mundo occidental, que siempre se consideró a sí misma como custodio de la razón científica contra las amenazas de “teocracias orientales” y los residuos del “pensamiento pre-científico”.
La pandemia ha alimentado esta deriva de la cultura y la política occidental. En nuestro país circula la crítica al gobierno por haberse rodeado de científicos especialistas en infecciones y epidemiólogos. ¿Por quién habría de ser asesorado el presidente en estas circunstancias? ¿Por brujos y hechiceros? No, la idea que se hace circular es que debería tener más cerca a los “economistas”. Claro que la referencia no es genérica a quienes han obtenido el correspondiente diploma universitario. Se refiere a otra comunidad: a la de un tipo de hechiceros (también ellos irracionales y en este caso corresponsables de los mayores desastres de nuestra comunidad política). Son los sacerdotes de una potente religión contemporánea: el culto al dios dinero. El que sostiene las maravillas de la apertura económica, del libre mercado, del equilibrio fiscal… Prometen la celestial utopía del “derrame” que esas prácticas producirán en las sociedades que participen en ese culto. En ese paraíso al que llegaremos sacrificando (hoy por la pandemia, siempre por los bajos salarios, la desocupación y la desidia social y estatal) a muchos millones de seres humanos de esta generación, en espera de los ríos de leche y de miel que nunca llegaron ni llegarán.
Es decir, el irracionalismo de Trump, de Carrió, de Macri, de Bolsonaro, de las ultraderechas europeas y globales no es otra cosa que la religión de los más ricos y poderosos entre los ricos y poderosos. Los militantes anti-cuarentena inscriben en sus banderas el nombre de la libertad. Los demonios que exorcizan son el comunismo, el populismo, el chavismo. Son los demonios del ataque a la propiedad privada, de la socialización, de la promoción del segmento salvaje de la sociedad, de los desheredados, de los que carecen de cultura y de buenos modales. Ese giro mundial de la derecha es el que en nuestro país ha reverdecido un viejo fantasma que después de 1983 y sobre todo en la década de los noventa había entrado en decadencia: el antiperonismo.
Es muy interesante conectar esta época de derechas extremas e irracionales con la etapa del capitalismo en la que hemos entrado: la época del capitalismo de la timba, en la que impera la lógica excluyente de la acumulación del capital, ya sin el freno que funcionó en la etapa posterior a la segunda guerra: el del “estado de bienestar” como premisa de la competencia con el mundo socialista. Es la época del salto en la orientación destructiva del capital. El tiempo de la máxima capacidad aniquiladora de las armas, el de la destrucción sistemática de los recursos necesarios para la vida en el planeta. Trump puede parecer una anomalía por sus modales de gánster que se asume como tal; pero no hay que olvidar que el país que preside se resiste a firmar los acuerdos de Kyoto de prevención contra el calentamiento global. Que su país no necesitó de las “nuevas derechas que intoxican Europa con su discurso de odio xenófobo porque en Estados Unidos el odio racial es uno de los emblemas ideológicos más potentes a escala masiva.
Es en este mundo que surgió la pandemia del coronavirus. El globalismo ideológico de los años noventa no tiene hoy discurso político para esta trágica coyuntura. Cada país trata de arreglárselas como puede. Estados Unidos (no Trump sino Estados Unidos) retira su apoyo a la Organización Mundial de la Salud. Las fronteras tienden a cerrarse (para las personas no para el capital). Sigue la escalada discursiva, las amenazas y las provocaciones de la Casa Blanca contra Irán, Venezuela, Cuba y cualquier país que no adhiera al culto excluyente del dinero. El papa Francisco, por su parte, ha colocado a su papado, por primera vez en décadas al servicio del rescate de una concepción del mundo auténticamente cristiana; por eso los ideólogos de la razón, el liberalismo y el progreso lo atacan sistemáticamente, en nombre de la religión que adora al dios dinero. El establishment corporativo clama por retomar la “actividad económica” que es el nombre neutral que se usa para designar la incesante acumulación y concentración del capital en manos de un ínfimo porcentaje de la población global.
Cada vez está más claro que en esta etapa tan dura y dolorosa estamos empezando a decidir un largo futuro. A escala nacional, regional y global. La reducción del daño, la disciplina colectiva, el sentido de comunidad que cada país pueda construir en esta etapa será el principal activo para encarar un futuro en el que tendremos que vérnosla con un mundo empobrecido y con fuertes tendencias en cada país a encerrarse dentro de sus fronteras. Por supuesto que en la lucha por reducir los costos de esta experiencia de enfermedad y muerte masivas hay que ir adelantando en nuestro país las líneas maestras que señalen un futuro digno de ser vivido. La idea de empezar por los últimos para alcanzar a todos, que pronunció el presidente en el momento de su asunción, tiene que guiar todos los actos. La amplitud y la pluralidad es un activo importante de esta nueva experiencia política que hay que reforzar con el ejercicio de la autoridad necesaria para hacer respetar la voluntad mayoritaria de nuestro pueblo. Para darle energía y velocidad a la ruta hacia un país independiente, igualitario y efectivamente democrático.