El naufragio de Pepin pescador

Fuente: Ricardo Ragendorfer | Revista Zoom

Fecha: 18 de septiembre de 2019

Cristina Fernández de Kirchner se despidió de la presidencia el 9 de diciembre de 2015 ante una multitud que desbordaba la Plaza de Mayo. En la ocasión se permitió una ironía: “Miren que no puedo hablar mucho porque a las doce me convierto en calabaza”. Se refería a la cautelar que fijaba el fin de su mandato en el último segundo de aquel miércoles.

Aquella medida había sido solicitada a la jueza federal María Servini de Cubría en un escrito firmado por un representante legal de Mauricio Macri.

De modo que, exactamente a la cero hora del día 10, ese tipo –escoltado por el futuro jefe de asesores presidenciales, José Torello, y el también futuro secretario Legal y Técnico, Pablo Clusellas– avanzaba con paso firme hacia la Casa Rosada y, frenado en el portón por un guardia de seguridad, expresó su intención de ingresar con solo dos palabras pronunciadas con tono imperativo: “¡Autoridades entrantes!”. Así fue como Fabián Rodríguez Simón (a) “Pepín”, se convirtió en el primer macrista que puso un pie en ese edificio.

Ahora, a 45 meses de aquel momento glorioso, su semblante ya no luce tan altanero. El resultado de las PASO lo afectó de sobremanera.

De hecho, durante una de las últimas mañanas de agosto se lo oyó decir: “¡Qué mal esto del peronismo! Podemos ir todos presos”.

La escena transcurría en una mesa de la confitería La Biela  Y su único interlocutor era nada menos que Torello. Vueltas de la vida.

El  mérito de Pepín –un apodo que arrastra desde su época estudiantil en el Colegio Champagnat– fue pasar desapercibido durante gran parte de sus 61 años. En eso le vino de perillas su encarnadura macilenta y menuda como la de un jockey. Tanto es así que ni siquiera era recordado por su breve etapa de funcionario porteño. Un milagro, ya que él fue, a partir de 2008, nada menos que jefe de la Unidad de Control de Espacios Públicos (UCEP), el organismo parapolicial del gobierno de Macri en la Ciudad que se encargaba de apalear a los indigentes. Su escurridiza figura tampoco resaltó en su rol de abogado del grupo Clarín. Ni como defensor del Presidente en causas resonantes. Ni como integrante del directorio de YPF. Ni como legislador del Parlasur. Ni como el arquitecto en la sombra de la política judicial del oficialismo, responsabilidad que supo darle más poder que al ministro del área, Germán Garavano.

Pero su buena estrella empezó a declinar a fines de septiembre de 2018, al ser difundida en El Cohete en la Luna, el portal de Horacio Verbitsky, una fotografía tomada a hurtadillas donde se lo ve en el bar Biblos, de Libertad y Santa Fe, con el camarista Martín Irurzun. A partir de entonces las constantes injerencias de Rodríguez Simón en el universo tribunalicio dejaron de ser un secreto de Estado.

En ese informe también se ilustró el vínculo que lo enlaza a la diputada Elisa Carrió con un simpático video casero en la que ambos, secundados por Mariana Zuvic, animan una sobremesa denostando a Daniel Angelici (un rival acérrimo de Pepín), al supremo Ricardo Lorenzetti (otro de sus enemigos) y al juez Ariel Lijo (un magistrado que debía ser puesto en caja).

Lo cierto es que el romance político entre Lilita y Pepín osciló entre el sainete y la tragedia shakesperiana.

A mediados 2016 el Presidente había convocado al entonces vicejefe de Gabinete, Mario Quintana, y a Rodríguez Simón para confiarles una misión de suma delicadeza: contener a la líder de la Coalición Cívica ante sus habituales derrapes. La posterior eyección de Quintana del cargo hizo que el pobre Pepín fuera el único acompañante terapéutico de la señora.

Fue un deber no exento de mala sangre. Porque poco después de la nota de Verbitsky, Carrió soltó en el programa de Mirtha Legrand: “Garavano no existe; la Justicia la manejan Angelici y los pepines”. Una amiga.

Rodríguez Simón, sentado frente a la pantalla, montó en cólera. Y por un tiempo le retiró el saludo a Carrió. Hasta que por orden presidencial tuvo a bien reconsiderar aquella actitud. Al fin y al cabo ella era la vaca sagrada de la alianza Cambiemos.

Pero la cuestión tuvo sus repercusiones. Por ejemplo, Alberto Fernández estampó el 4 de octubre en su cuenta de Twitter las siguientes palabras: “¿Y si le pedimos juicio oral a @elisacarrio por valerse de Pepín Rodríguez Simón para manipular jueces federales como Martín Irurzun? ¿Y si estudiamos como @ mauriciomacri busca favorecerse con esas causas persiguiendo opositores?”

Claro que en aquella época nada hacía suponer que Fernández sería el candidato a presidente opositor. Y el triunfalismo orgánico del PRO aún era una prenda imbatible de impunidad. De manera que Pepín no se vio afectado por la súbita trascendencia de su apellido. Al menos, eso creía.

En tanto, su existencia se mediatizaba a pasos agigantados.

Hasta Marcello Bonelli lo mancilló (involuntariamente, desde luego) en su columna del diario Clarín publicada el 21 de septiembre del año pasado, al sindicarlo como el ghost writer de un proyecto de ley para –según el texto– “encapsular el escándalo los cuadernos” con la idea de que los involucrados pierdan sus todos derechos. O sea: apartar a los empresarios de sus compañías e impedir a los políticos postularse para cargos públicos.

Ahora no cabe ninguna duda de que ese hombre fue el artífice operativo –en el plano legal– de la oleada persecutoria contra funcionarios del gobierno kirchnerista y de las maniobras –con fines de despojo y neutralización– contra empresarios rivales a los intereses financieros de los referentes del régimen.

El encarcelado empresario Fabián De Sousa (socio de Cristóbal López) jamás pudo olvidar el timbre nasal de aquella voz que había escuchado en un ya remoto 9 de marzo de 2016: “La guerra empezó y que cada uno se salve como pueda”. El tiempo probó que la amenaza de Pepín no fue en vano.

Lo cierto es que entre sus trapisondas previas a esta gesta disciplinadora se destaca la iniciativa de nombrar por decreto a dos miembros de la Suprema Corte (con el siguiente criterio: el doctor Carlos Rosenkrantz porque es amigo suyo y Horacio Rosatti, para que los peronistas no protesten demasiado). Y no sin soslayar su papel en la táctica de Rosenkrantz para desplazar a Lorenzetti de la presidencia del máximo tribunal.

Pero si hay una historia que lo pinta de cuerpo entero es su intervención en el “problemita” penal que le causó a Macri figurar en los” Panamá Papers”. La estrategia de Pepín consistió en instigar una demanda del Presidente contra su propio padre.

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Tal vez a la luz del presente todas estas proezas republicanas adquieran para él otro significado.

“¡Qué mal esto del peronismo! Podemos ir todos presos”, insistió el otro día en La Biela ante un Torello no menos desencajado. En esa ocasión también se lo escuchó nombrar al ministro Oscar Aguad (a centímetros de su procesamiento en la causa que investiga la deuda de la familia Macri con el Estado por Correo Argentino). Y aludió al ministro de Transporte, Guillermo Dietrich, y al ex titular de Vialidad Javier Iguacel (recientemente procesados por graves irregularidades en la concesión de peajes, un expediente del que tampoco es ajena la familia presidencial).

Por lo pronto, el mismísimo Mauricio tiene 92 denuncias, siendo cuatro o cinco de tales expedientes muy delicados, según su entender.

Es posible que a la vez evocara ese viejo tuit de Alberto Fernández, algo que –según sus allegados– lo tendría a maltraer desde el 18 de mayo, cuando fue anunciada oficialmente la candidatura de ese hombre.

Desde entonces Pepín bregó denodadamente para que lo metieran, al menos como suplente, en alguna lista legislativa de Juntos por el Cambio, pero sin ningún éxito. En la mesa chica del PRO lo consideraron un “piantavotos” debido a su historia. Así capotó su esperanza de tener fueros para enfrentar el vendaval penal que podría abatirse sobre su cabeza.

El máximo “influencer” judicial de los últimos tres años y medio ahora está solo y espera.

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