Fuente: Luis Bruschtein | La Tecl@ Eñe
Fecha: 23 de agosto de 2019
Algunos se preocupan porque Alberto Fernández no es igual que Cristina. Es como discutir si se ve la parte llena o la parte vacía del vaso. Las diferencias o los acuerdos. Pero también importa el vaso, lo que los contiene. El peronismo siempre fue la resultante de distintos afluentes. Por eso Perón prefería llamarlo «movimiento». Por eso, cuando se habló de tres, cuatro y varios peronismos, en realidad se hacía referencia a esa conformación diversa. Pero además, cada dirigente expresa una mirada diferente. Sin embargo, el peronismo no es un dispositivo vacío para tomar el poder por asalto.
En teoría el peronismo resume la multiplicidad de intereses populares, con las contradicciones que implica ese papel que, además, siempre se cumple de manera imperfecta. Y encarna el impulso, informe y siempre en falta, de construcción de la Nación como entidad soberana e independiente. Dentro de ese cauce caudaloso y accidentado transcurre la heterogeneidad que a veces se ha resuelto en forma democrática y otras no. Pero esa diversidad, dentro de ese cauce, es inherente a su naturaleza y los peronistas tienen que navegar en aguas turbulentas. Con esa heterogeneidad molesta pero necesaria es imposible que el camino sea lineal. Es sinuoso, con marchas y contramarchas.
La historia de la Argentina moderna muestra que esa masa globular e inestable ha sido la máxima concentración de fuerza para confrontar al neoliberalismo. Esa confluencia, que además suma a otras corrientes no peronistas, es lo que define al llamado campo nacional y popular. Se probaron otras convocatorias, progresistas o de izquierda y todas fracasaron.
El país cambió, el mundo cambió y en ese tránsito cambiaron muchos de los paradigmas del peronismo que se manejaban entre el ’45 y los ’70. Cambió el significado de pueblo, el significado de Nación y la configuración mundial. Pero sigue habiendo el espacio pueblo y la meta de Nación, y sigue habiendo un planeta donde juegan intereses que colisionan o confluyen.
Con una propuesta vetusta que no supo entender las expectativas populares, el peronismo perdió, por primera vez, las elecciones en 1983. Los intentos posteriores de renovación fueron arrasados por la fuerte hegemonía del neoliberalismo en los ’90, que cooptó al menemismo de la misma forma que lo había hecho con las socialdemocracias europeas y con otros movimientos latinoamericanos de raíz popular como Acción Democrática en Venezuela, el Partido Colorado en Uruguay, el APRA peruano, el MNR de Paz Estenssoro en Bolivia. Todos fueron doblegados y aplicaron políticas neoliberales que iban en contra de sus principios de origen. Y la mayoría de ellos desapareció o quedó solamente el sello.
Entre los gobiernos peronistas, el menemismo significó la desviación. Fue un gobierno neoliberal que privatizó lo que Perón había estatizado y la prueba contundente de su fracaso como peronista fue que desapareció cuando perdió el gobierno y perdió una elección.
Néstor y Cristina surgieron de esas cenizas donde parecía que el neoliberalismo había apagado el fuego. La contrapartida popular al neoliberalismo no salió de otro lado, sino de ese peronismo que parecía agotado. En cambio la confluencia de algunos peronistas y progresistas en la Alianza dirigida por la derecha radical, fue neoliberal desde el principio. Nunca intentó otra cosa y terminó en el peor de los fracasos.
La derrota electoral de 2015 hizo pensar a muchos analistas que el kirchnerismo, como una de las encarnaciones del peronismo, estaba fulminado ante la consagración estelar de Mauricio Macri y su «derecha moderna». Anunciaron que el kirchnerismo dejaría de existir en menos de lo que canta un gallo, como le había pasado al menemismo. Pero a pesar de la represión, de la salvaje persecución judicial, de la obscena censura mediática y, a diferencia del menemismo que había desaparecido, el kirchnerismo resistió haciendo gala de la tradición peronista en la resistencia, a su manera, en otras realidades y otras herramientas.
Cristina iba a ser la candidata para estas elecciones, pero decidió que, para la etapa que debían atravesar y las tareas que debería asumir el gobierno peronista en caso de derrotar al neoliberalismo, sería mejor Alberto Fernández. En esa decisión hubo una concordancia entre ambos dirigentes y Cristina se ubicó en el segundo término de la fórmula. Cristina concluyó que ella tendría que hacer lo mismo que hará Alberto Fernández cuando asuma y que para esa tarea, entonces, era mejor que fuera el candidato.
Con problemas y limitaciones el kirchnerismo representó la renovación del peronismo. Lo convirtió en la expresión actualizada de lo que es un movimiento popular en este país y en esta época de Lulas, Evos, Chávez y Correas. Gracias a los logros de sus gobiernos, Cristina se convirtió en el centro de un remolino de pasión popular, también en la mejor tradición de la liturgia peronista que actúa como gran contenedora de la heterogeneidad en una sociedad tan fragmentada. Resulta difícil que ese factor determinante cambie en el futuro próximo.
Pero además, y al igual que lo hizo Perón en los ’70, el kirchnerismo atrajo a la militancia política a una generación de jóvenes. Como en los ’70 podrán meter mucho la pata, pero darán trascendencia y proyección en el tiempo al peronismo. Una prueba de ese fenómeno ha sido la elección contundente de Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires.
Quedarse en que Alberto Fernández no es igual a Cristina sería atorarse en una obviedad. Son figuras que se complementan y, sobre todo, hay un proceso abierto. Se rompió el cuello de botella que anunciaba a fines del viejo milenio el fin de la política y que Macri parecía confirmar.