Fuente: Jorge Elbaum | El cohete a la luna
Fecha: 13 de ENE 2019
José tenía 15 años. Ese primero de julio de 1976 en el que sonaron golpes en la puerta de la casa ubicada en la calle Brasil 755 del barrio Güemes, estaba junto a otros tres jóvenes preparando volantes para denunciar la represión feroz que se vivía en Córdoba. No tenían armas. Cuando escucharon los alaridos policiales los cuatro corrieron hacia la medianera trasera del departamento ubicado en una casa de tipo chorizo. Intentaron trepar por los techos. Quienes conocen a José sabían de su capacidad para escalar alturas. De su equilibrio entre muros. De su agilidad para esconderse entre las ramas y saltar como un gato hacia casas vecinas. Siempre volvía a su casa con las rodillas sangradas o con costras que se arrancaba para ver el color rosado de su piel curada. Había aprendido esas habilidades en las siestas tucumanas y en los veranos cordobeses en los que participaba de las colonias de Zumerland. Eso fue lo que intentó cuando escuchó los tiros que rozaban los tanques de agua. Saltó de una terraza a una casa vecina. Intentó esconderse en un patio interno. Un policía le disparó desde pocos metros. José estaba desarmado.
Los familiares lo llamaban Joshela. Quienes compartieron su infancia lo recuerdan con el rostro desencajado ante la noticia del asesinato de su padre, en agosto de 1975. Marcos había sido uno de los pocos presos que habían logrado escapar de la cárcel de Trelew. José viva como orgullo el nombre de Marcos. Los ojos se le habían quedado fijos, la mirada instalada en un lugar lejano. Pese a que sabía del constante peligro en el que vivía su padre, la noticia le amputó algo.
En poco tiempo se le esfumó todo resabio de candor infantil. Su padre había sido fusilado en una comisaría en Córdoba después de asumir simuladamente la comandancia de la organización Montoneros, para proteger a quien realmente detentaba ese cargo, Horacio Mendizábal, que había sido detenido en la misma redada. Marcos logró convencer, en medio de las torturas practicadas por el “capitán Vargas”, pseudónimo de guerra de Héctor Pedro Vergez, que él era el máximo responsable de la regional. Ese hecho motivó su fusilamiento y el salvataje del verdadero responsable. Mendizábal fue trasladado a Buenos Aires, donde tiempo después logró escapar de sus captores.
Joshela, su madre Sara Solarz y sus abuelos, el zeide Jacobo y la bobe Soñe, esperaron durante horas la llegada del cadáver para darle sepultura judía en el Cementerio Israelita de Tucumán, luego de arduas discusiones con las fracciones más reaccionarias de esa comunidad que se negaban a su inhumación. En el trayecto, Vergez ordenó que el cuerpo fuese dinamitado para evitar que se develaran las evidencias de tortura y el posterior fusilamiento, que fue ocultado por los medios de la época como el producto de un intento de fuga.
Casi un año después, habiendo sufrido el secuestro y asesinato de su hermano Mario, el 25 de marzo de 1976, Joshela estaba escapando de otro grupo de tareas. Los cuatro jóvenes fueron rodeados por policías del comando radioeléctrico de Córdoba, controlado por los oficiales del Tercer Cuerpo de Ejército, dirigidos por Luciano Benjamín Menéndez. Quienes estaban en la calle Brasil eran Néstor Morandini, Carlos Berti, José María Villegas y José Osatinsky. Según testigos del barrio Güemes, brindados ante el tribunal que juzga a una veintena de integrantes de las fuerzas de seguridad y del Ejército, uno de los efectivos descargó una cinta de balas de un fusil FAP hacia los techos, lo que habría motivado el descenso de José a un patio interno. Media docena de policías ingresaron a las casas aledañas y acribillaron a Villegas, de 21 años, y a José. Néstor “Lanita” Morandini y el riocuartense Guillermo Berti escucharon los tiros pero lograron escapar.
El silencio que cruje
De Joshela no se supo nada más. Su familia, desesperada, pidió información y se le cerraron las puertas. Su entorno se refugió en la creencia, apenas tranquilizadora, de que había sido secuestrado por la policía. Pensaban que nadie podía ser capaz de asesinar a un pibe de 15 años desarmado. Se repetían unos a otros que Joshela iba a reaparecer. Que iba a ser devuelto por sus captores. Que debía estar encarcelado. Que habría sido detenido como botín de guerra. Como extorsión y reaseguro, dentro de su contienda genocida, contra los enemigos de la dictadura.
Su madre, Sara Solarz, intentó buscar ayuda en la Capital Federal. Un año después, el 14 de mayo de 1977, Sara fue detenida y trasladada a la ESMA, donde la torturaron. En ese campo de concentración logró contactarse con “Lanita”, el hermano de la futura senadora Norma Morandini. Poco después, Néstor Morandini fue asesinado durante uno de los vuelos de la muerte. Solarz recibió la confirmación del asesinato en medio de los interrogatorios y la picana de parte del propio “capitán Vargas”, quien le declaró su alegría por haber sido responsable del asesinato de su marido y de su hijo mayor. En esa ocasión le confirmó también el fusilamiento de José: “Me voy a encargar –le subrayó— de que el apellido Osatinsky desaparezca de la faz de la tierra”.
Sara fue liberada bajo vigilancia y extorsión en 1979, por orden del “Tigre” Acosta, con la única intención de contribuir al señalamiento de militantes populares radicados en Europa. Ni Massera ni el “Tigre” lograron su cometido. Fueron desairados por tres mujeres: la madre de Joshela logró escabullirse de sus perseguidores y denunció con pormenorizados detalles a la dictadura genocida. Se convirtió en una de las fuentes más relevantes de la causa instruida contra los grupos de tareas de la ESMA. El 12 de octubre de 1979, Sara Solarz junto a otras dos mujeres también perseguidas y torturadas por el aparato represor, Alicia Milia de Pirles y Ana María Martí, contribuyeron al desenmascaramiento de la junta militar genocida. Detallaron el robo de bebés, los vuelos de la muerte y las torturas inimaginables. Una vez que terminaron su conferencia de prensa en París, con testimonios demoledores, fueron escoltadas hasta Ginebra por fuerzas de seguridad de la presidencia francesa.
La primera semana de febrero se reinicia el juicio por desaparición, asesinato y torturas efectuadas por el grupo de tareas del comando radioeléctrico y su relación con el centro clandestino de detención D2 (Inteligencia de la Policía), que funcionaba en la parte trasera del Cabildo, en pleno centro de la ciudad de Córdoba. Será el 11° proceso oral que se realiza en Córdoba por estos delitos imprescriptibles, todos ellos ligados directa o indirectamente a Luciano Benjamín Menéndez y al capitán Vargas.
Las imágenes de José que acompañan esta nota fueron sostenidas por parientes, amigos y miembros de los organismos de derechos humanos en las primeras audiencias del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N° 1 de Córdoba. Algunas de ellas fueron obtenidas de las sesiones de fotos familiares realizadas por Mochi, el recurrente y periódico encargado de mostrar el paso del tiempo. A fines de los años ’60 los retratos eran un acontecimiento trascendente porque sus copias terminaban en las repisas de los aparadores familiares. Los Solarz y los Osatinsky sabían que una de esas fotos serviría para que la tía Raquel mostrara orgullosa, a sus vecinos, el perfil de su amado sobrino Joshela.
La tarde en que Joshela posó para Mochi, antes de la muerte de Marcos y Mario, fue necesario repetirle insistentemente que se peine, que se arregle, que se cambie la camisa y que se ponga serio. José era desaliñado y permanecía ajeno a cualquier escena estilizada. Más aun si se trataba de quedarse quieto. Nadie supuso, en ese instante provinciano, que esa foto desfilaría por oficinas, dependencias gubernamentales y organismos internacionales para indagar sobre su paradero.
El capitán Vargas fue condenado a cadena perpetua. Y además vio frustrada su intención de borrar de la faz de la tierra a los Osatinsky. Su presente y futuro remiten al recordado policial de Boris Vian, en el que se advierte el colofón de trayectorias similares: Escupiré sobre vuestra tumba. En forma paralela, cientos de miles de jóvenes, sensibles al dolor que los rodea, llevan tatuados la imagen de Joshela en sus hombros, omóplatos, muslos y pectorales, incluso sin reconocer con exactitud el perfil retratado por la cámara de Mochi. José, el negrito Avellaneda y los lxs pibxs que cruzaron las noches de los lápices, continúan encarnando lo que Vergez no pudo ni podrá: aquello que el apellido Osatinsky, desafiante, aún sigue augurando.