Fuente: Graciana Peñafort | El cohete a la luna
Fecha: 13 de ENE 2019
El lunes 18 de julio de 1994 a las 9.53 de la mañana estalló una bomba en la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en lo que se considera el más brutal atentado que sufrieron civiles en nuestro país luego del bombardeo de Plaza de Mayo de junio del ’55, al cual las crónicas oficiales —inexactas— le atribuyen 308 víctimas. En el atentado de la AMIA murieron 85 personas.
Pocas horas después, “el primer ministro israelí Yitzhak Rabin propuso al gobierno argentino de Carlos Menem coordinar una interpretación unificada de lo sucedido, que conviniera a los intereses políticos de ambas administraciones. Así se desprende de un cable emitido por el embajador argentino en Israel José María Valentín Otegui, a las 2.50 horas del 19 de julio de 1994” [1].
Comenzó entonces una historia que lleva casi 25 años y debería avergonzar al Poder Judicial argentino y a buena parte del poder político.
En enero del 2013, la Argentina suscribió un Tratado de Entendimiento con Irán para obtener, luego de 19 años, la declaración de los iraníes imputados por el Poder Judicial argentino por presunta participación en el atentado, que a la fecha permanece sin resolver. El Memorándum fue aprobado por ley en la Argentina. Luego fue declarado inconstitucional. El gobierno de Mauricio Macri no apeló la inconstitucionalidad y por lo tanto la misma quedó firme. El Memorándum con Irán jamás entró en vigencia.
Esta es la historia de la infamante causa judicial que surgió a partir de la denuncia del fiscal Alberto Nisman, en la que acusó a Cristina Fernández de Kirchner, a Héctor Timerman y otros funcionarios y dirigentes sociales argentinos de utilizar ese Memorándum como herramienta para encubrir a los responsables del atentado.
Es un caso que tiene demasiados cómplices, demasiados cobardes y unos pocos valientes que buscaron la verdad y la justicia para las víctimas de la AMIA estallada. Esta es la historia de uno de esos valientes. Se llama Héctor Timerman y fue Ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
En la madrugada del domingo 30 de diciembre de 2018 recibí una llamada. Era Jordana Timerman, para avisarme que su papá, Héctor Timerman, había muerto. Sabía que esa llamada llegaría, lo sabía desde hacía varios días. La certeza no la hizo menos dolorosa. Me quedé sentada en la cama de mi casa paterna, en San Juan, en el cuarto donde dormí durante parte de mi infancia y en la misma cama, que se me antojó un poco absurda. Porque cuando yo era chica, las personas que yo quería no se morían. Paseé la vista por ese cuarto que podría describir de memoria, hasta en su más mínimo detalle. La quemadura en la mesa de luz de algún cigarrillo de hace más de 20 años. Empezaba a clarear cuando envié los tres mensajes que debía enviar, avisando del fallecimiento de Héctor. Pensé en la pena que iba a provocar a quienes se los enviaba. Pensé, con rebeldía infantil, que si no te enterabas de la muerte sería como si no hubiese ocurrido. Pude ver en mi cabeza a Alejandro, levantándose a hacer el desayuno en el sur, seguramente tempranísimo. Pude imaginarme a Cristina, también en el sur, bajando la escalera para iniciar el día. El tercer mensaje nunca sabré en qué huso horario y qué lugar del mundo lo recibió su destinatario.
Un vecino de mi casa de San Juan infringe desde hace años la norma municipal que impide tener animales de granja en la ciudad. Porque tiene al menos un gallo. Desde que tengo memoria, el bicho canta en las mañanas. Deben haber pasado varias generaciones de gallos, cuya misión esencial en este mundo es despertar a mi papá. Que, desde que tengo memoria, le dedica un saludo poco amable al plumífero en cuestión tan pronto suena. También la casa se llena del olor a pan horneándose, de la panadería que está a media cuadra. Un rato después sonará el portero y será el diariero, que sabe que mi padre se despierta tempranísimo. Es extraña la continuidad de los rituales cotidianos de la vida, frente a la quietud absoluta e indiscutible de la muerte.
¿Se murió Timerman?, dijo mi papá al verme la cara, sentada como indio en la cama y fumando. ¿Hago café?
Mientras mi papá hacia café me fui con la notebook al comedor. Busqué pasaje de regreso a Buenos Aires, le avisé a Jordana, hablé con Javier para decirle el horario de llegada y me senté a esperar que la familia Timerman diese a conocer la noticia. Como en una película alocada me acordé de Héctor abriendo la ventana de la Embajada en Washington y diciéndome: “Acá podes fumar”. Héctor riéndose de algún chiste. Héctor gritando de dolor hace un año. Héctor aconsejándome que me separase: “Graciana, no sos feliz. Dejalo. Yo te voy a buscar un buen muchacho judío. Son buenos esposos”. Héctor mostrándome el chalequito naranja de Greta, su adorada bulldog francesa. Héctor entusiasmado con un libro de los ’70 pero discutiendo los hechos ahí plasmados. Héctor llamando en horarios locos desde lugares remotos, para saber cómo avanzaba la causa. Héctor pidiéndome que le traficara unas Titas, a escondidas de Anabelle, cuando no podía salir de su casa. Diciéndole a Anabelle: “Sigo vivo porque mi mujer me mantiene vivo” y largando una carcajada, para agregar: “Lo que no tengo claro es si es por amor o por venganza”.
Pensé en la familia de Héctor. Porque si hay algo que adoraba tanto como leer, era a los suyos. Lo vi pasar horas mientras su nieta mayor le explicaba en un inglés infantil los dibujos que había traído del jardín. Y el orgullo con el que mostraba la foto de su nieta menor, cuando todavía no la conocía porque nació del otro lado del océano, en la ciudad donde estaba uno de los cafés al que soñaba volver. Y las largas charlas con Jordana. Y con su hermano Javier, que vino un día a visitarlo desde Estados Unidos y simplemente se quedó a acompañarlo hasta el final. Y sus amigos, que pasaban por la casa a charlar. Doris, Verónica, Rudy, sus primos, Horacio, sus cuñados. Las compras que hacía por internet de reliquias peronistas. Anabelle cuidándolo con amor y tolerando con exquisita cortesía el batallón de personas que solíamos ir a verlo. Y riéndose cuando Timerman la acusaba, también riéndose, de esconder las reliquias peronistas en la baulera.
Y las mil anécdotas, de Jacobo, de su madre Rishe, de sus abuelos y de la historia. Porque algo sorprendente era que Timerman te contaba en la misma charla la historia de su tía abuela a quien no le gustaba su nombre y se rebautizó con el nombre de su hermana hasta la discusión que tuvo con un presidente extranjero. Personas y personajes que para mí eran nombres en libros de historia, para Héctor habían sido personas de su vida cotidiana. Era un narrador extraordinario. De la Historia, así con mayúsculas, que en más de una oportunidad lo había tenido como testigo o protagonista. Porque si hay alguien a quien le calzó siempre a la perfección lo que canta el Indio Solari: “Cuando el fuego crezca, quiero estar ahí”, fue a Héctor Timerman. Que disfrutó y padeció de ese fuego en cada segundo de su vida.
No fue hasta después de que Javier Timerman hiciera público el fallecimiento que me acordé del odio. Porque apareció personificado en los trolls y otros odiadores ad honoren que surgieron desde las redes sociales a vomitar su pus de odiosa indecencia.
La familia Timerman sabe de odio. Lo ha sufrido desde el exilio que los trajo a la Argentina. Lo supo Jacobo, a quien encerraron, torturaron y desposeyeron de todo, hasta de la nacionalidad argentina. Fue Raúl Alfonsín quien le dijo a Jacobo que si no le devolvía la nacionalidad argentina, sería como si la democracia no hubiese regresado del todo a nuestro país. Muchos años después, Héctor discutía amablemente con la embajadora israelí en la Argentina cundo esta, intentando doblarle la decisión, le recordó la deuda de gratitud que los Timerman tenían con el Estado de Israel por haberle dado la nacionalidad israelí a Jacobo para que pudiera salir del país y así salvar su vida. Un de pronto seco Héctor contestó: “Envíenme la factura por haber ayudado a salvar la vida de mi padre.” Y dio por concluida la reunión. Porque así de humillante y horrible había sido la persecución de Jacobo para su familia. Y porque así de leal era Héctor Timerman a la Argentina.
Pocas cosas enojaban más a Héctor que la acusación de no ser leal a la Argentina. Lo enojaba desde mucho antes de que le tocara sufrir en carne propia la infame acusación de traición a la patria. Siempre decía que esa era la historia de los judíos, o mejor dicho del antisemitismo no enunciado. “Graciana, nos persiguen con la acusación de que tenemos nuestras lealtades divididas entre dos naciones. Siempre la misma historia. Yo sólo tengo una lealtad y un país y ese país es Argentina”, me dijo en mayo del 2010 en su residencia de embajador argentino en EE.UU., durante una larga charla que a la postre resulto premonitoria, como recordamos tiempo después.
En el 2013, luego de suscribir el Memorándum con Irán, se reunió con Guillermo Borger, titular de la AMIA, Julio Schlosser, presidente de la DAIA, y familiares de las víctimas del atentado. Ellos brindaron su apoyo al memorándum. De ello da cuenta este video:
El mismo Héctor expresó tiempo después: “Pensé que esta misión, impulsar la Causa AMIA, inmovilizada desde hace mucho tiempo, era la más importante de mi vida; y que una vez finalizada podía retirarme satisfecho de haber cumplido con mis ideales como persona y mi deber como canciller… Sentí, con la firma del Memorándum, la profunda emoción de encontrar el camino para encontrar y juzgar a los autores del atentado. Es normal que haya desacuerdos en cualquier tema de política internacional, pero nunca imaginé la reacción que se desataría en este caso. Y, particularmente, el vehemente rechazo de la comunidad judía a la que pertenezco, que me sorprendió y causó un profundo dolor”.
Apenas 72 horas después, la postura de las asociaciones cambió radicalmente. Y casi dos años después, en enero de 2015, Timerman quedó estupefacto al enterarse de que el fiscal Alberto Nisman lo había acusado, junto con Cristina Fernández de Kirchner y otros funcionarios, de intentar encubrir el atentado a la AMIA. La denuncia que Nisman presentaría sin pruebas, tal como señaló Servini de Cubría en su primer intervención el 15 de enero de 2015: “En razón del régimen de feria establecido para evaluar si corresponde dar curso a la presentación y peticiones que realiza el Dr. Nisman, debe considerarse que el caso no es de aquellos supuestos que habilitan a ser tratados en el transcurso de feria —aún por gravedad institucional— en razón de que no se han acompañado las pruebas que le otorgan sustento a sus solicitudes”.
La denuncia de Nisman fue desestimada por el doctor Daniel Rafecas, quien claramente señaló en su sentencia que no existía delito. Clausura que luego fue confirmada por las instancias superiores. Héctor tuvo su primera nieta, la bella Anya, su primera intervención por el cáncer, de la cual se recuperó satisfactoriamente, y luego Mauricio Macri ganó las elecciones.
El 9 de diciembre de 2015 estábamos en Cancillería y Timerman dijo: “Graciana, van a reabrir la causa”. Lo acusé de trágico. De estar haciendo honor a su abuela llamada Mevake [2]. Le hablé de la cosa juzgada. Y me reí de él y de Alejandro por dramáticos.
Héctor y Alejandro tenían razón. La reapertura fue posible mediante una maniobra de vergonzoso fórum shopping, permitida y facilitada por los fiscales Eduardo Taiano, Gerado Pollicita, Germán Moldes y los jueces Claudio Bonadío, Martin Irurzun, Eduardo Farah, Mariano Borinsky, Juan Carlos Gemignani. Gustavo Hornos, Ricardo Lorenzetti, Elena Highton de Nolasco y Juan Carlos Maqueda. Solo el fiscal de Casación Javier De Luca y en menor medida la doctora Ana María Figueroa elevaron su voz en contra de la vergüenza. Pero a nadie le importó la Justicia. A nadie.
En esa misma época Timerman, que venía de resultados médicos que indicaban la ausencia de indicadores tumorales, me llamó para contarme que el cáncer había regresado y que iba a viajar a EE.UU., donde estaban desarrollando un tratamiento experimental. Aun recuerdo el almuerzo en Dandy, a principios de enero de 2017, y cómo lo vi irse con la gorrita que le gustaba usar. Tuve miedo de que no regresara de ese viaje. Y por primera vez entendí que Timerman se podía morir. Me largué a llorar asustada en esa mesa de café, mientras sostenía en la manos el e-reader que me había dado. La noche antes el Lobo, marginal como es —perrito loco— se había masticado el mío y Héctor me dio el suyo. “Tomá. Yo me compro otro allá”.
Reviso los papeles para escribir esta nota y encuentro la sentencia de agosto de 2016 de Daniel Rafecas, en la que rechaza por tercera vez la reapertura de la causa iniciada por la denuncia de Nisman. En ella dice “que cada vez que (en el marco de las conversaciones entre estos personajes inclasificables, como lo eran D’Elia, Esteche, Bogado, más el agente pro-iraní Khalil), aparece mencionada la figura de Héctor Timerman, no es más que para denostarlo, despreciarlo, discriminarlo (refiriéndose a él como “judío de mierda”), criticarlo”.
Concluyo entonces que el odio y el desprecio siempre estuvieron. Pero no quiero contar una historia de odio. Quiero contar la historia de la injusticia cruel e inhumana que sufrió Héctor Timerman en manos del Poder Judicial argentino.
Y para hacer un poco de justicia con su memoria, debería empezar esta historia diciendo que Héctor Timerman se definía a sí mismo como Argentino, Judío y Peronista.
[1] https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-38318-2004-07-18.html
[2] “Lamento” en hebreo
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