Fuente: Raúl Zaffaroni | La Tecl@ Eñe
Fecha: 30 de OCT 2018
Es innegable que todos los días nos bombardean noticias poco confortantes y tratamos de no leer el diario temprano para no comenzar mal el día. Es verdad que es muy desagradable saber que tenemos presos políticos –con Milagro a la cabeza-, se entrega el país a la voracidad financiera con una creciente deuda, se suscriben acuerdos que nos someten a organismos internacionales y cuyo contenido desconocemos (y lo desconocen también todos los legisladores), hay jueces que criminalizan opositores, se aprueba un presupuesto con cálculos falaces y que no promete otra cosa que miseria, que la policía infiltra anarquistas para provocar desórdenes y desarmar nuestra capacidad de movilización popular, el ejecutivo felicita y asciende a los autores de ejecuciones sin proceso, el presidente mueve jueces a su antojo en su tablero de ajedrez judicial cuyas cúpulas se lo consienten, se persigue a jueces por el contenido de sus sentencias, los gobernadores son presionados con amenazas de recorte o retraso en la remisión de partidas, los medios monopólicos estigmatizan para preparar la criminalización judicial (lawfare o los once principios de Göbbels actualizados), y no sería del caso seguir enunciando lo que todos vivenciamos cotidianamente, mientras esquivamos la mampostería demolida de lo que otrora fue un Estado de Derecho más o menos aceptable, con un mercado interno de consumo considerable y cierta distribución de riqueza menos inequitativa.
Ahora, para detener la inflación, será necesario no tener dinero para consumir, o sea, que los seres humanos estamos al servicio de la economía y no ésta a nuestro servicio. Parece que el ideal es la inflación cero aún a costa de la vida cero.
En síntesis, todo esto es resultado de la decisión de entregar nuestra Nación al poder de las transnacionales que hoy quieren vaciar todas las democracias del mundo, sin que importe si los pueblos votan por socialdemócratas, conservadores, liberales o quien sea, puesto que, cualesquiera fuesen los electos, no deberán obedecer lo que quieren quienes les votaron, sino lo que les manden acreedores autócratas de transnacionales, que gobiernan ficciones de dinero de las que no son propietarios y que en los propios países sede han privado de soberanía a sus pueblos.
Desde hace quinientos años la polarización básica en nuestra región está dada entre independencia y colonialismo. Es posible llamar izquierda a cierta distribución de la riqueza y derecha a la mayor concentración, pues una sociedad colonizada trabaja para otros y nunca puede tener una discreta distribución. Pero esa denominación es inofensiva a condición de no confundirnos, es decir, siempre que seamos conscientes de que todo lo que decide nuestra distribución de riqueza se juega conforme a la polarización básica, porque nuestra posición geopolítica siempre hizo que nuestro capitalismo haya sido derivado y, por ende, sería absurdo razonar como si viviésemos los tiempos europeos de la acumulación originaria en la Revolución Industrial.
Si apartamos la máscara del neoliberalismo como ideología encubridora que coopta hoy las academias, veremos que esconde el rostro de un Pennywise o de un Chuk: se trata del totalitarismo financiero mundial, en manos de los chief executives officers (autócratas neuróticos bajo estress continuo) de corporaciones transnacionales, que mantienen como rehenes y lobistas a los gobernantes de sus países sede (cuyos gobernantes otrora decidían en el marco del antiguo imperialismo neocolonial).
En nuestra región practican una etapa avanzada del colonialismo, valiéndose de sustituibles títeres locales, que descartarán cuando, una vez cumplida la misión de endeudar, por su voracidad e incapacidad de gestión pierdan funcionalidad para garantizar el pago de los intereses de las deudas siderales.
Al describir esto, se producen diferentes reacciones, sin perjuicio de los rasgos de personalidad como explicación psicológica, desde la interacción se ponen de manifiesto claros condicionamientos sociales.
La reacción más extrema es el negacionismo frente al colonialismo que sufrimos, lo que no se explica simplistamente alegando que hay muchos fascistas. Esto último no es cierto, ante todo porque los que pululan entre nosotros no son fascistas, sino algo peor si lo hay, o sea, personalidades autoritarias propias de sujetos frustrados dispuestas a impulsar cualquier atrocidad represiva. Por suerte, no son demasiados y nunca dejarán de ser como son.
El negacionismo más difundido consiste en una defensa frente a la perspectiva de una depresión, que es la que sufre toda víctima de estafa, cuya primera reacción consiste en negar su victimización y luego, cuando ante la evidencia ya no puede hacerlo, cae en depresión, porque todos nos deprimimos cuando nos damos cuenta de haber jugado el papel de tontos, crédulos o ingenuos y que otros más hábiles nos han usado.
Pero hay otras reacciones a veces más preocupantes, que corresponden a quienes caen en depresión por supuesta impotencia. Nos hemos ocupado antes de estas reacciones, pero queremos ahora hacerlo con un poco más de detalle. Las reacciones depresivas son de dos tipos: (a) una es la que atribuye todo a una suerte de destino manifiesto, por llamarlo de alguna manera (los argentinos somos así, siempre nos pasa, pasamos una etapa buena y después viene esto); (b) la otra, más corriente, es la reacción de impotencia total frente al poder verticalizador (no podemos hacer nada, lo tienen todo, medios, dinero, justicia, policía, y no hay reacción, la gente sigue igual).
La primera de este tipo de respuestas ignora que tenemos a nuestras espaldas quinientos años de tradición de resistencia al colonialismo, empezando por el Padre Las Casas y la resistencia de los indios, de los quilombos de esclavos fugitivos, de movimientos de liberación, de gobiernos populares, de luchas sindicales, y todo lo que sería largo enumerar y respecto de lo que no cabe menos que recomendar que revisen un poco la historia de nuestro continente y de nuestro país.
¿Y de qué han servido, si estamos como estamos? Sería la objeción del deprimido. La respuesta es obvia: para que estemos como estamos. Pero de esa obviedad no es consciente quien responde sin darse cuenta de que sin todo eso no sólo no estaría como está y tal vez, ni siquiera estaría, porque lo hubieran abortado por miseria, hubiera muerto de enfermedad infantil, le hubieran faltado proteínas en la infancia y no tendría suficientes neuronas en su cerebro, no hubiera aprendido a leer y escribir y, si es el caso, nunca hubiera pisado la universidad.
Sencillamente, está aquí y ahora y puede hablar porque otrora por aquí pasó nuestro pueblo, con sus próceres a la cabeza, esos que ahora reemplazan por animalitos en los billetes (dejo de lado a Roca y Mitre, claro, y faltaron Yrigoyen y Perón, aunque por suerte estuvo Evita), porque los animalitos son la vida y los próceres están muertos, según el inefable vocero del actual gobierno (o régimen si gustan). Lo que calla el creativo vocero es que el totalitarismo (del que él es agente local colonialista) es tanático,no tiene en mira la vida, sino la muerte, pues de seguir adelante hará desaparecer también a los animalitos, dado que no genera dos crisis, una ambiental y otra social, sino una única crisis socioambiental (perdón por citar al Papa, que según los bien pensantes hace bien en ocuparse de los pobres, pero hace mal en destapar la olla y explicar por qué hay pobres).
La segunda de las reacciones arriba referidas, la de la depresión por impotencia, es frecuente entre los que nunca se engañaron y tienen las cosas claras, por lo que debe preocupar incluso más. Se trata de quienes dan la razón a la descripción cruda de la realidad, la tienen incluso incorporada, pero reaccionan con un no podemos hacer nada y no pasa nada.
Aunque parezca mentira, estos también son víctimas del totalitarismo financiero, porque como todo totalitarismo, éste se esfuerza por desarmar cualquier resistencia mediante la depresión y, por supuesto, sabe muy bien que la sensación de impotencia (o su omnipotencia propia) genera depresión.
Sin perjuicio de todas las espectaculares demostraciones de fuerza de cualquier totalitarismo (paradas, desfiles, muestras de fuerza, represión policial abierta, fanfarronadas autoritarias, etc.), en nuestra Patria, en Latinoamérica y en el mundo, gran parte de la población es víctima fácil de una doble ilusión, que la lleva a creer que las transformaciones sociales sólo se pueden producir desde el poder y con fuertes conducciones, o bien que, por el contrario, surgen como explosiones espontáneas sin historia ni preparación previa, algo así como movimientos que aparecen porque Dios quiere y sólo podemos rezar para que ocurran.
Si bien ambas percepciones son erróneas, todos los totalitarismos las explotan, estimulan y fortalecen, precisamente porque saben que son las que provocan depresión, que es el mayor antídoto para la resistencia. Quede claro que todo totalitarismo es consciente de que no es posible resistir con depresión.
Pero en la realidad, los fenómenos de transformación social responden a una dinámica del todo diferente: ninguna cúpula podría cambiar nada sin un previo debilitamiento del verticalismo social (descorporativización social), generado lenta y casi en silencio por la crítica y resistencia producida en cada punto de interacción o encuentro social (fábrica, escuela, sindicato, barrio, hospital, lugar de culto, asociaciones, clubes, ONGs, cooperadoras, sociedades vecinales, carnicería, panadería, farmacia, etc.).
Aunque parezca extraño, toda transformación comienza desde lo microsocial y el conjunto de esas microcríticas sociales es el que va resquebrajando la base de la verticalización corporativa inherente a toda estructura de poder totalitaria y, a su vez, es el presupuesto necesario que prepara el momento en que se produce una convocatoria convergente de la que emergen los grandes movimientos de transformación.
Sólo que la espectacularidad del momento en que se manifiesta el movimiento convergente, con demasiada frecuencia encandila y deja oculta la miríada de críticas microsociales que lo preceden y lo impulsan, y eso es lo que facilita alguna de las ilusiones de impotencia. No hay ninguna cúpula ni fragmento de ella que pueda hacer nada transformador sin esto, ni tampoco ninguna transformación que surja de la nada, pero el totalitarismo, para deprimir y debilitar toda resistencia, alimenta estas ilusiones.
Aunque parezcan insignificantes, locales, de pequeño contorno, son todas las microcríticas sociales que surgen en nuestros círculos reducidos de interacción, las que lentamente se van enlazando para desembocar en un momento en el movimiento convergente de transformación.
De allí la importancia de insistir en ellas y de pensar desde esos encuentros -que parecen menores- cómo haremos para que, superada la emergencia colonialista que padecemos, surja un nuevo Estado, un nuevo nunca más al endeudamiento colonizador, una valla institucional sostenida por nuestro Pueblo, para interrumpir el círculo viciado de irrupciones colonialistas que hacen regresar etapas de soberanía, en particular desde 1955 hasta la fecha.
Los sesenta años que el presidente considera perdidos, porque durante ese tiempo las minorías colonialistas no lograron entregar por completo a la Nación y consolidar definitivamente nuestro sometimiento al colonialismo, deben invertirse de una vez por todas con un fuerte basta que consolide hacia el futuro la soberanía nacional. Nadie debe ignorar que esta dinámica no se detiene y vacunarse contra la depresión que quiere provocarle este totalitarismo financiero.