Fuente: Edgardo Mocca | Página 12
Fecha: 07 de OCT 2018
¿Es antidemocrático expresar el deseo de que se vayan los actuales gobernantes? Cada vez que alguna persona públicamente conocida se pronuncia de ese modo se activa el piloto automático del periodismo monopólico -incluido su segmento más “neutral”- para repudiar esos dichos. La voz de orden es la “defensa de las instituciones”. Hace diez años no era así como pensaba el actual presidente y su partido, cuando la furiosa manipulación política de la tragedia de Cromañón habilitó el juicio político contra Aníbal Ibarra en la ciudad de Buenos Aires y generó las condiciones para el ascenso de Macri al centro de la escena política nacional. La presidencia es, por cierto, una institución de las más importantes de la república pero su duración en el cargo no lo es, en la medida que la Constitución habilita el juicio político en su contra, dadas ciertas premisas y cumplidos ciertos procedimientos.
Claro que para la memoria política argentina, la cuestión no es solamente un problema de leyes y de constitución, sino que está atravesada por el mal endémico de la república durante gran parte del siglo anterior. La intervención pretoriana de las fuerzas armadas -casi siempre a nombre de las oligarquías legales y con un sentido de persecución e injusticia- generó una legítima y muy mayoritaria valoración por el cumplimiento del mandato presidencial. Cuando recuperamos el estado de derecho y el voto realmente universal, sin vetos ni proscripciones, el deseo colectivo de que sea el voto popular el que juzgue el desempeño del presidente se convirtió en una de las premisas del buen funcionamiento de las instituciones. Sin embargo, en dos ocasiones desde entonces los presidentes no terminaron su período de gobierno; fue el caso de Alfonsín y de De la Rúa, quienes, en ambos casos rodeados de un clima de crisis general y de desorden social, renunciaron anticipadamente. Un lugar común de la ignorancia disfrazada de análisis político atribuye a la acción de la oposición peronista esas crisis y esas alteraciones de los tiempos institucionales previstos. Claramente no fue la oposición la que en diciembre de 2001 ordenó la cruel represión que terminó con la muerte de decenas de personas en aquellas caóticas jornadas.
La duración estricta del mandato del gobierno es un principio que no rige en buena parte de los actuales regímenes democráticos. Una parte importante de ellos son gobernados por regímenes parlamentarios, muy diferentes entre sí pero con el principio común de que el jefe de gobierno no puede mantenerse en su cargo desde el mismo momento en que pierde el apoyo de la mayoría de los parlamentarios. Un debate muy transitado en las últimas décadas -a veces casi excluyente entre politólogos y constitucionalistas-gira en torno de las bondades y de los problemas del presidencialismo y el parlamentarismo. Esta nota no se internará en ese territorio. La mención se limita a quitarle a la duración del mandato la aureola de santidad que lo identifica con el “buen funcionamiento de las instituciones”. ¿Puede hacer lo que quiera un gobierno mientras dura el período previsto para su recambio? ¿Es la duración prevista del mandato un valor superior al “bienestar general”, para mencionar el principio que invoca el preámbulo de nuestra constitución? Claro que, llegados a este punto, aparece el obvio problema de quién puede determinar cuándo se está actuando en la dirección de ese principio o cuándo no. Pero justamente de eso se trata, de la deliberación política. Y no de su reemplazo por candorosas o fraudulentas apelaciones a la defensa de las instituciones como modo de enfrentar fuertes y fundados cuestionamientos a la actual gestión de Macri.
Una impresionante maquinaria mediática trabaja hoy para defender una serie de formulaciones que emite el gobierno: tormentas, cosas que pasan, esfuerzos circunstanciales del pueblo y futuros luminosos. Hoy ni los más acérrimos ideólogos del neoliberalismo otorgan crédito a esos productos de la publicidad, que a medida que pasa el tiempo se van volviendo ya no solamente mentirosos sino también ofensivos y provocativos para una gran parte de nuestra sociedad. El debate es político y no jurídico. Hay que dirimir lo que políticamente conviene y después darle el marco jurídico, sin olvidar que detrás de lo político y lo jurídico se juegan vidas, proyectos individuales y colectivos, derechos elementales que nadie que se reclame democrático puede ignorar. Claro, lo mejor es que esos debates políticos tengan lugar en el proceso de elecciones presidenciales para las que no falta tanto tiempo. Pero tampoco se puede ignorar o degradar la suerte concreta de millones de argentinos, bajo el argumento del respeto por los tiempos institucionales.
Nadie puede negar que el deseo de que esta lamentable experiencia política termine lo más rápido que se pueda abarcar a una parte importante de nuestro pueblo. Se trata, claro, de una parte que no es la dueña de los grandes medios, ni influye gran cosa en la conducta de los tribunales, ni dispone de grandes capitales. Pero así y todo existe. Se pronuncia, sale a la calle y protesta. No son facciosos ni provocadores ni antidemocráticos; simplemente tienen un juicio o un punto de vista. Tan respetable, en principio, como los de quienes por conformidad con las políticas en curso o temor por las derivas de la crisis, prefieren mantener este estado de cosas hasta la elección.
Por eso la retórica del presidente en los últimos días, esa que habla del “veneno social” y de las “personas envilecidas” tiene que ser repudiada. Porque tiene el designio de suplantar el debate político por la amenaza. Desde que empezó la gestión, ese discurso está en primer plano. Y ya acumula mucho dolor, mucha persecución y mucha violencia. Y ya que de instituciones estamos hablando, no está demás decir que mal se puede defenderlas apoyando y/o aceptando la entrega del poder de decisión soberana sobre nuestros recursos y nuestras políticas a las manos del FMI como hizo y hace este gobierno. ¿Tiene más importancia la duración del mandato presidencial que el ejercicio por la república de su soberanía?
Los argentinos y argentinas hemos dicho nunca más al terrorismo, a la persecución y a las usurpaciones golpistas del poder constitucional. Tal vez en estos tiempos esté madurando un nuevo nunca más. Un nunca más a gestar por la vía de una asamblea que elabore y ponga en acción un nuevo pacto constitucional. Que sea el punto final al avasallamiento de la soberanía, al endeudamiento como mecanismo para la brutal redistribución regresiva de la riqueza, a la privatización de la educación, al ataque sistemático contra la actividad sindical y social en general y a todo lo que constituye un proceso de recolonización escondido en el prestigioso ropaje de la institucionalidad democrática. De modo paciente, pacífico, inteligente y enérgico esa ruta empieza a abrirse paso entre nosotros.