Fuente: Ricardo Ragendorfer | TiempoAr
Fecha: 23 de SEPT 2018
Corta la sesión legislativa del 27 de marzo de 1910 cuando el diputado del Partido Autonomista Nacional, Lucas Ayarragaray, entretuvo a los presentes con el siguiente concepto: «Este país, que en su población ya tiene elementos étnicos bien inferiores, debe precaverse trayendo elementos de orden superior. Para ello resulta necesario seleccionar la corriente inmigratoria con la idea de incorporar elementos sanos, y poder así tener una raza futura bien construida».
A casi once décadas de semejante proclama civilizatoria, recrudecen en Argentina los embates xenófobos del Estado. Pero se trata de una práctica que, en ocasiones, a sus hacedores se les escapa de las manos.
Lo prueba el embarazoso episodio desatado el último miércoles por un simple operativo de rutina: la represión a un grupo de vendedores ambulantes senegaleses. El asunto siguió con la cacería de integrantes de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), quienes reclamaban ante la Comisaría 38ª la libertad de los primeros. El arresto de su máximo referente, Juan Grabois, supo visibilizar tal coreografía, y con un notable bonus track: su imagen viralizada al pronunciar una arenga, ya cautivo con los africanos. En aquel mismo instante, la vereda de la seccional se iba colmando de dirigentes políticos y sociales. Ellos, junto a una creciente multitud, presionaron para que por la noche no quedara ni un solo detenido. La escena final de la jornada tuvo un aura de epopeya.
Tales dos extremos temporales del racismo autóctono sugieren que ese trastorno ideológico sobrevuela la historia nacional como un fantasma apenas disimulado. Aunque con sus propios matices.
Ocurre que en la Argentina del Centenario la preocupación por el delito se entrelazaba con el miedo a lo desconocido y la aprensión a los cambios de la modernidad. Buenos Aires fue en ese sentido un gigantesco laboratorio. En la Gran Aldea que se asomaba al siglo XX con formas graduales de metrópoli, tales elementos abundaban: la inmigración en profusas proporciones, junto con el aumento demográfico y sus consecuencias babélicas, alentaron ciertos atavismos. Los más recurrentes: el debilitamiento de los valores religiosos, la desintegración de la familia y la caída en picada de la moralidad sexual. De allí –siempre de acuerdo con aquellas creencias– el peligro de una sociedad sometida por el crimen estaba apenas a un paso.
Ahora, el espíritu de esas encrucijadas –escoltadas por la construcción del miedo y la siempre febril pugna por identificar un «enemigo público»– aún siguen activas. Sin embargo lo que antes fue una zona brumosa del progreso, en la actualidad es un signo del derrumbe. Un signo que bailotea en torno a las secuelas del proceso económico desencadenado a partir de 1976. Un proceso que aniquiló el tejido social del país, junto con las redes de solidaridad entre sus habitantes. Y que el macrismo resignificó de modo extremo y bestial.
De hecho, los pogroms policiales contra migrantes llegados de África ya están naturalizados. Al respecto, basta con retroceder al 5 de junio, día en que –tal como se vio por TV y en las redes sociales– una horda de uniformados inmovilizaba a puñetazos y patadas al senegalés Kane Serigne Dame en medio de un charco de sangre y alaridos; el hombre tenía una fractura expuesta en un brazo. «Voy a mear en un vaso y se lo voy a dar», comentaba jocosamente un suboficial de civil. Eso sucedía en el barrio de Flores.
En ese mismo instante se desarrollaba otro operativo de la Policía de la Ciudad en la avenida Pueyrredón, a la altura de Bartolomé Mitre, del barrio de Balvanera. Los mastines humanos del alcalde Horacio Rodríguez Larreta no tardaron en desalojar a los manteros africanos con forcejeos y palazos, además de saquear sus mercaderías, para después irrumpir en 27 viviendas de la zona, habitadas por inmigrantes. En la primera incursión hubo más de 20 detenidos; en la segunda, sólo cinco. Al frente de aquella task force estaba nada menos que el ministro de Justicia y Seguridad porteño, Martín Ocampo, acompañada por la sonriente fiscal Celsa Ramírez.
Bien vale reparar en este personaje.
Al igual que el ministro, la doctora tiene un padrino de lujo: el poderoso Daniel Angelici. Gracias a sus buenos oficios ella accedió –sin antecedentes que la avalen– a la Fiscalía Penal y Contravencional Nº 35, convertida ahora en una especie de sucursal jurídica del PRO. En agradecimiento a su mentor, ordenó el desalojo de una cooperativa que funcionaba en los terrenos de Casa Amarilla. Una grabación de las tratativas ilegales entre el representante legal de Boca, Claudio Lutsky, y ella fue emitido una y otra vez por televisión. Esa fue –diríase– su presentación en sociedad. Después acumuló más prestigio al calificar de «asociación ilícita» al sindicato del Subte; ella también fue quien pidió la detención de Néstor Segovia y otros 15 metrodelegados por el paro a mediados de mayo. Su triunfo procesal más impactante fue haber logrado una condena (30 horas de trabajos forzados y una multa de 500 pesos) para tres «trapitos» arrestados cerca de la cancha de Boca. Pero nada la entusiasma más que hostigar a inmigrantes africanos. En los últimos dos años firmó casi todos los operativos contra ellos. Y la mercadería secuestrada –por ejemplo, unos 70 mil productos en los procedimientos del 5 de junio– se transforman en «botín de guerra» que revende alegremente la policía.
Sin duda, una gran discípula del diputado Ayarragaray.