Fuente: Carlos Rozanski | Página 12
Fecha: 07 de MAR 2018
La descabellada iniciativa del Gobierno, de mandar a su casa a 96 genocidas, con la excusa de que eso “descomprimiría” las cárceles, hiere a una parte importante de la sociedad. Si bien es cierto que las cárceles federales y provinciales, en violación de la Constitución Nacional, mantienen hacinados a decenas de miles de detenidos, es falso que al Poder Ejecutivo le interesen esos presos. No al menos los presos sociales –que son la inmensa mayoría- y los presos políticos, que sólo están encarcelados por decisión del régimen. Lo que en realidad les importa son aquellos procesados y condenados por delitos de lesa humanidad, cuya prisión colisiona con la ideología de quienes, por el momento, conducen la política oficial. No podemos soslayar que, desde el primer día de gestión, la banalización y negacionismo de las violaciones a derechos humanos cometidas por la dictadura de los 70, fue la regla y el precedente de este nuevo atropello.
En ese sentido, cabe recordar que los delitos de lesa humanidad, que son aquellos cuya gravedad trasciende al daño individual ya que afectan a la humanidad toda, son los que, en nuestro sistema legal, reciben la mayor sanción prevista por el Código Penal. En nuestro país, los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura cívico-militar configuraron, además, el delito internacional de genocidio. A partir del año 2003, se dieron en la República Argentina las condiciones para que numerosos genocidas fueran juzgados y condenados por los tribunales locales, en un proceso histórico que no reconoce antecedente en el mundo. En ese proceso, cientos de represores han sido condenados por delitos gravísimos como homicidios, desaparición forzada de personas, apropiación de bebés, violaciones, torturas y robos calificados. Por la magnitud y características de las penas aplicadas y los delitos cometidos, los procesados y condenados, han permanecido en cárceles de nuestro país, ya sea durante los procesos, o bien cumpliendo sus condenas. Ante esa realidad, como sucede con todos los avances sociales que generan pérdida de privilegios o el fin de la impunidad, como la que gozaron durante décadas los genocidas, se producen reacciones. Esas reacciones pueden traducirse en amenazas o daños concretos a víctimas y testigos que los incriminen, llegando en el trágico caso del testigo Jorge Julio López a su desaparición forzada en el año 2006 durante la última etapa del juicio a Miguel Osvaldo Etchecolatz. El nombrado ex jefe policial – hoy en su hogar- resultó en esa oportunidad condenado a reclusión perpetua, pena máxima prevista por nuestro ordenamiento jurídico. Otro aspecto de las citadas reacciones reside en las estrategias llevadas adelante para lograr una impunidad de hecho, conocida como “prisión domiciliaria”.
Se trata de un instituto regulado en la Ley 24660, que implica una opción y no una obligación de los jueces de conceder ese beneficio. Esto resulta fundamental porque pone en evidencia que esas prebendas son otorgadas por clara y explícita voluntad de los magistrados y no por obligación legal. La razón sistemáticamente esgrimida en las resoluciones favorables -en los casos de lesa humanidad- es la de que se otorga por “estrictas razones humanitarias”. Se impone explicar sintéticamente la falacia de esa argumentación. Las personas mayores de 70 años de edad suelen presentar algunos problemas de salud derivados de la etapa etaria que atraviesan. En diversos casos llegan a afecciones que incluso ponen en riesgo su vida, de no contarse con ayuda médica inmediata o lo más rápida posible. En ese sentido, algunos casos de detenidos por delitos de lesa humanidad ayudan a tener claro el tema. En el caso del nombrado Etchecolatz, se tramitaron –previo a su actual libertad domiciliaria- diversos pedidos de ese beneficio. Allí, el Hospital Penitenciario Central (HPC) respondió en su momento a preguntas específicas del tribunal actuante que el condenado en cuestión –o cualquier otro allí alojado-, en caso de requerir auxilio médico urgente, lo recibiría en el plazo aproximado de 5 minutos. Para situaciones de mayor riesgo que requirieran una complejidad de atención superior a la que dispone el HPC (que de por sí es bastante alta y competente), se podría trasladar al interno a un nosocomio de alta complejidad en un lapso de alrededor de 15 minutos. Resulta obvio que un detenido que gozara del beneficio de cumplir su pena en su casa en ningún caso estaría en condiciones de recibir ayuda médica en lapsos tan reducidos de tiempo. Esto, no por obvio deja de ser impactante, ya que da por tierra la excusa “humanitaria” en el caso de detenidos enfermos, sean leves o graves. Resulta claramente más humanitario proveer condiciones de ayuda médica rápida a quien la necesita, que mandarlo a su casa.
Una prueba dramática de lo dicho es el caso del represor Miguel Colicigno, quien durante 1976 fue jefe del centro clandestino de detención y tortura «Protobanco» que funcionó en Camino de Cintura y Autopista Riccheri. El represor había estado prófugo de la justicia durante 2 años antes de ser detenido. El 16 de junio de 2016, ya apresado, Colicigno se encontraba en su casa gozando de la denominada “prisión domiciliaria” por su edad (86 años) y alegadas condiciones de salud. Sin embargo, su deceso se produjo a raíz de un suceso ocurrido mientras se encontraba subido a una escalera, podando un limonero. Desde allí cayó hacia una pileta de natación que no tenía agua y como consecuencia de las lesiones de la caída falleció. Emblemático desenlace para el tema en análisis. Está demás aclarar que la casa de Colicigno no fue precisamente un espacio seguro para su salud. En segundo lugar, su estado le permitió subir a una escalera para podar un árbol. Finalmente, los limoneros y la pileta de natación dan cuenta claramente del nivel de vida de quien, luego de permanecer dos años prófugo de la justicia, acusado de gravísimos delitos, es enviado a su casa por “razones humanitarias”.
Si bien el tema permitiría un desarrollo más extenso, baste para finalizar este breve análisis, efectuar algunas conclusiones que considero oportunas. Los procesados o condenados por delitos de lesa humanidad deben afrontar el proceso y una eventual condena en prisión. Lo contrario viola el compromiso del Estado argentino ante la comunidad internacional de juzgar y sancionar adecuadamente a dichos perpetradores. En los casos en que la salud de los genocidas lo requiera, deben ser atendidos eficiente y humanitariamente en un hospital penitenciario y en su caso, ser trasladados a nosocomios extramuros. Finalmente, cabe afirmar que la verdad se conoce al juzgarse los casos, la justicia se obtiene cuando se condena a los responsables y la memoria se cultiva con los genocidas en prisión real y no con ficciones que encubren indultos.