Fuente: Ricardo Ragendorfer | Revista Zoom
Fecha: 23 de ENE 2018
Fue un verdadero brote conmemorativo de la llamada “lucha antisubversiva”: el Ejército –con el auspicio del Ministerio de Defensa– acaba de homenajear a militares muertos por la guerrilla, en un acto encabezado por su comandante, Diego Suñer, mientras el Museo de la Casa Rosada inauguraba una muestra de objetos personales del dictador Pedro Eugenio Aramburu, como si éste fuera la versión autóctona del general Charles de Gaulle. Y a manera de remate, una frase dicha por el jefe de los diputados del PRO, Nicolás Massot, durante una entrevista publicada en el diario Clarín: “Con los años 70 hay que hacer como en Sudáfrica y llamar a la reconciliación”.
¿Acaso esa fue una idea soltada al voleo o el anticipo de algún proyecto parlamentario para impulsar tal cuestión?
Claro que la “teoría de los dos demonios” está en los genes filosóficos del macrismo. Eso explica por sí sólo el negacionismo gubernamental sobre el número de víctimas, la escandalosa ley del 2×1, la indiferencia del Ministerio de Justicia por los juicios, el festival de arrestos domiciliario a represores y la desfinanciación de actividades y programas de Derechos Humanos articulados por el gobierno anterior. Pero al corpus doctrinario del oficialismo se le suma su colosal empeño por instalar el carácter únicamente castrense del genocidio, soslayando así a sus hacedores de saco y corbata.
No es novedoso que la fortuna de la familia presidencial fuera forjada al calor de la última dictadura con fabulosos contratos de obra pública. Ni que la actual política económica sea idéntica a la aplicada por José Alfredo Martínez de Hoz. Y menos aún que varios funcionarios y asesores del gobierno del PRO también lo fueron en el régimen que usurpó el poder entre 1976 y 1983. De ahí proviene –junto con profundas convicciones ideológicas– el atávico reparo del oficialismo por la revisión política y judicial de ese período; especialmente en lo que hace al componente civil del terrorismo de Estado.
De allí que el modelo sudafricano de “reconciliación” suene como una agradable melodía.
Perdón a la africana
Las primeras elecciones multirraciales en Sudáfrica habían marcado el final de 46 años de apartheid, tal como se bautizó el sistema de segregación imperante entre 1948 y 1994. Con el 62% de los votos, el Congreso Nacional Africano (ANC, en su sigla inglesa) resultó elegido y designó a Nelson Mandela como presidente. Su gran desafío se concentró en unificar el país sobre la base de una democracia parlamentaria sin desigualdades étnicas. En tal contexto, la Comisión por la Verdad y la Reconciliación fue la herramienta concebida para reparar los efectos de las violaciones a los derechos humanos cometidas hasta entonces por el régimen racista.
Su etapa más represiva se desató a partir de 1960. El 21 de marzo de ese año la policía abrió fuego contra una manifestación antigubernamental en el poblado de Sharpeville, situada en la provincia de Transvaal. El saldo fue de 69 muertos y 180 heridos. Desde ese momento la población negra fue objeto de una cacería en todo el país para acabar con la estructura ya clandestina del ANC. Su cosecha: 12 mil presos a disposición de tribunales especiales.
Otro hito sangriento fue la masacre de Soweto. Ubicada en las afueras de Johannesburgo, se trataba del área urbana con población negra más grande del país. El 16 de junio de 1976 hubo allí una multitudinaria manifestación de estudiantes y profesores. La policía envió 1600 policías. Sus balas en aquella ocasión sumaron más de 700 muertos y un millar de heridos.
Ese mismo día el gobierno declaró el estado de emergencia, una medida de excepción que se prolongó durante 13 años. En ese lapso alrededor de otros 750 jóvenes fueron asesinados y unas 10 mil personas pasaron a engrosar las cárceles sudafricanas sin proceso y bajo torturas permanentes.
Aquellas fueron las heridas que Mandela decidió “cicatrizar” a través de su Comisión por la Verdad y la Reconciliación.
Presidida por el obispo anglicano de Ciudad del Cabo, Desmond Tutu (Premio Nobel de la Paz en 1984), la Comisión estructuró su funcionamiento en los principios de la denominada justicia “reparadora” o “compasiva”, cuya dinámica hace foco en la necesidad de los sobrevivientes en relatar su calvario y confrontar tal experiencia con el testimonio de sus victimarios. Esa dinámica excluye el castigo penal a estos últimos. El lema acuñado al respecto por Tutu fue: “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no hay perdón”.
Es notable a simple vista que entre el proceso represivo sudafricano y el que hubo en Argentina no hay demasiados puntos en común; ambos casos son incomparables tanto por la clase de conflicto como por su duración y también por los actores que intervinieron en su desarrollo. Por lo tanto es muy difícil que sus modelos de digestión político-judicial puedan ser similares.
De hecho, el esquema argentino es reconocido internacionalmente como el paradigma más desarrollado en materia de juzgamiento a perpetradores de delitos de lesa humanidad, en tanto que dichos procesos permiten explorar los secretos del terrorismo de Estado y así conocer mejor lo que pasó. En cambio, el modelo sudafricano ofrece el camino opuesto: impunidad por información, y con la creencia de que tal trueque propiciaría una instancia reconciliatoria.
Esa, por cierto, es la propuesta del diputado Massot.
Grupo de familia
Aquel hombre de 34 años es uno de los pocos cuadros genuinos del macrismo. La solidez de su retórica está a años luz del discurso de los CEO’s amaestrados por Jaime Durán Barba, sin mencionar los casos clínicos de Esteban Bullrich o Gabriela Michetti. Eso explica que sea justamente Massot –y no, por caso, Claudio Avruj– el instalador de este asunto. Y –tal como supo expresarlo en Clarín– con una motivación etaria, al decir que él, perteneciendo a una generación que ni siquiera vivió aquella época, deba dispensarle “el tiempo que le tendría que dedicar a los combates de la actualidad, que son la inflación, la pobreza y la informalidad laboral”.
Tal vez al pronunciar aquellas palabras haya evocado un desagradable momento que le deparó aquella etapa no vivida de la historia, cuando, estando de visita en el departamento porteño de su tío, Vicente Massot, un bochinche de cánticos, bombos y redoblantes comenzó a filtrarse por los ventanales que dan a la avenida Callao al 700. Era un “escrache” de la agrupación HIJOS por el rol de aquel pariente durante la dictadura militar. Corría el 14 de abril de 2015, y él acababa de ser nombrado director general de Casas de la Ciudad. A fines de aquel año fue elegido diputado nacional.
El joven Nicolás –tataranieto de Enrique Julio Massot, quien en 1898 fundó el diario bahiense La Nueva Provincia– suele confesar que la política le entró por los poros durante la infancia a través de su padre, Alejandro, y el tío Vicente. También asegura que de ellos aún hoy conserva cierta inclinación por el nacionalismo católico. Este último dirigió la revista ultraderechista Cabildo, mientras también ejercía funciones ejecutivas en el diario familiar. Tal cuadro se completa con la abuela Diana Julio de Massot. Esa señora anticomunista, antiperonista y con una religiosidad rayana con la insanía condujo –durante 53 años– dicho medio periodístico que actuó como portavoz histórico de todas las dictaduras militares. Ella murió en 2009 a los 80 años. El diputado la recuerda con especial cariño.
Doña Diana no tuvo el disgusto de padecer los problemitas judiciales de Vicente. El tío de Nicolás –pelirrojo como él– estuvo procesado en calidad de “coautor” de los secuestros, torturas y ejecuciones de dos obreros gráficos del diario, Enrique Heinrich y Miguel Ángel Loyola. También se lo acusó por haber efectuado “aportes esenciales para el ocultamiento deliberado de la verdad” en los secuestros, torturas y homicidios de 35 personas a través de acciones psicológicas desde las páginas de La Nueva Provincia.
Asimismo, en 2014 quedó al descubierto su relación con el agente de la DINA pinochetista, Enrique Arancibia Clavel, quien purgó en Buenos Aires una condena por el atentado del general chileno Carlos Prats. El vínculo quedó al descubierto al desclasificarse un cable secreto enviado por éste a la sede en Santiago del Servicio Exterior de la DINA; allí el espía da cuenta de un pedido de informes solicitado por Massot sobre una presunta compra de armas rusas por parte del gobierno peruano, para así llevar adelante una campaña sobre la “penetración soviética en América Latina”. En ese paper, Arancibia reconoce que lo unía a Massot “una vieja amistad” y que se reunían semanalmente en la redacción de Cabildo.
Ya en democracia, el tío Vicente fue viceministro de Defensa durante el gobierno de Carlos Menem.
Y ahora, con Mauricio Macri en el Sillón de Rivadavia, sus procesamientos se diluyeron bajo una oportuna “falta de mérito”.
El 19 de diciembre pasado, durante el memorable debate parlamentario sobre la reforma previsional, el diputado Massot se refirió a sus ancestros tras ser cuestionado en ese aspecto por legisladores kirchneristas. Y sus palabras fueron: “Estoy orgulloso y agradecido de la familia a la que pertenezco y del apellido que cargo. Espero que muchos de ustedes sientan lo mismo. Y que en sus acciones estén honrando el apellido”.
Bregar por la “reconciliación” fue su forma de hacerlo.