Fuente: Ricardo Ragendorfer | TiempoAr
Fecha: 02 de DIC 2017
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, demoró 36 horas en esgrimir una explicación sobre el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, baleado por la Prefectura. Y sus palabras fueron en realidad una declaración de principios: el Poder Ejecutivo «no tiene que probar lo que hace una fuerza de seguridad». ¿Acaso fue un exabrupto? Todo indica que no. Porque semejante tesitura fue apuntalada por prestigiosas voces; entre estas, la de Mauricio Macri («Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse»); la de Gabriela Michetti («El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad»); la del ministro de Justicia, Germán Garavano («La violación de las leyes va a tener consecuencias») y la del diputado del PRO Waldo Wolff («Se debería tomar medidas contra el juez si no actúa»). A modo de remate, «La Piba» –tal como sus allegados aún llaman a esa señora de 62 años– hasta suscribió una resolución para que los uniformados «no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales», lo que sin duda será un semillero de sangrientas desgracias.
¿Se podría suponer que esa fue una iniciativa de su propio cuño o una medida debidamente consensuada en las más altas esferas del poder? Alguna vez se sabrá en qué despacho oficial –y con qué funcionarios– fue ideada y pulida tal «doctrina» que legitima, entre otras peligrosidades, el pogrom contra los pueblos originarios.
El secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, otro alfil de tal política, expresó en un comunicado el disgusto gubernamental ante la realización de una mesa de diálogo con representantes de la comunidad Lafken Winkul Mapu, ya que ello hizo que el juez federal de Bariloche, Gustavo Villanueva, frenara la represión.
Lo cierto es que aquella circunstancia también causó un cisma entre él y la Bullrich, su –hasta entonces– socia en el asunto. Por tal motivo, en relación al crimen de Rafael, ella soltó: «Es el juez quien debería buscar pruebas, y ya está perdiendo bastantes días».
Un encono injusto hacia el hombre que obedeció con suma docilidad los dictados segregacionistas del Poder Ejecutivo. De hecho, fue Villanueva quien llevó a juicio –para su extradición a Chile– al lonko Facundo Jonas Huala en base a testimonios obtenidos bajo tortura. Fue también Villanueva –quien tras la anulación de ese proceso– ordenó otra vez su detención una hora después de que el Presidente, de visita oficial en el país trasandino, recibiera un pedido al respecto de la mandataria anfitriona, Michelle Bachelet. Y su último servicio a la causa civilizatoria ocurrió el 23 de noviembre, cuando dispuso desalojar del lago Mascardi a 30 personas con una task force compuesta por 400 efectivos de Gendarmería, Prefectura y Policía Federal. La faena fue bestial; entre los detenidos hubo niños de uno a cuatro años cuyas muñecas fueron precintadas. Algunos pobladores lograron huir al monte. Entre ellos estaba Rafael. Ahora es casi un chiste que ese sujeto deba esclarecer su muerte.
Ya se sabe que en el sur el vínculo entre los magistrados y el gobierno tiene tales dobleces. Y el juez Guido Otranto es un ejemplo de ello. Ese sujeto fue el garante de la impunidad en la causa Maldonado. Pero su exagerado empeño tiñó de impudicia el sano ejercicio de la «posverdad» judicial. Y fue apartado por un simple tecnicismo: «temor de imparcialidad». Así llegó la hora del juez Gustavo Lleral, quien descomprimió esa penumbra. ¿Había que cambiar algo para que nada cambie? Así al parecer lo había interpretado el presidente de la Cámara de Apelaciones de Comodoro Rivadavia, Javier Leal de Ibarra. Aquel hombre –nada menos que el vicario patagónico de Ricardo Lorenzetti– fue el bastonero de dicho enroque. Y ahora la pesquisa bailotea en un limbo procesal.
La investigación por la muerte de Rafael va hacia el mismo camino. El juez, basándose en «rumores surgidos en las redes sociales», acaba de aplazar la inspección en el lugar de la muerte. Y por falta de materiales no se tomaron muestras para determinar la presencia de pólvora en manos de los prefectos.
El doctor Villanueva no tardó en aprender la lección.