La predilección de Rodríguez Larreta por los malditos policías

Fuente: Ricardo Ragendorfer | Nuestras Voces
Fecha: 27 de diciembre de 2017

El nuevo jefe de la Policía de la Ciudad propuesto por Horacio Rodríguez Larreta, Carlos Arturo Kevorkian, no es menos inocente que sus dos antecesores, que terminaron presos. Uno mientras ejercía el cargo, Potocar, y el otro mientras lo ocupaba virtualmente, Claviño. Kevorkian fue filmado mientras ejecutaba una feroz represión contra hinchas en un partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano en el que un joven murió por una golpiza policial en un patrullero. En sus años mozos integró la temible Superintendencia de Seguridad Federal, la élite policíaca más destacada del país durante el imperio del terrorismo de Estado, bajo las órdenes del comisario Juan Lapuyole, alfil del general Albano Harguindeguy.

Tal vez aquel hombre ya esté cansado de aclarar su falta de parentesco con el “Doctor Muerte”, tal como la prensa llamaba al médico norteamericano Jack Kevorkian, el rey del suicidio asistido. Pero lo cierto es que él, Carlos Arturo Kevorkian, tampoco es un fanático de la vida ajena.

Eso lo supo en carne propia Fernando Blanco, de 17 años, quien dejó de existir por los golpes recibidos en un patrullero de la Policía Federal luego del partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano disputado el 25 de junio de 2005 en la cancha de Huracán. El operativo de seguridad estuvo al mando del comisario inspector Kevorkian. De esa jornada hay un video que lo muestra gritándole a los hinchas: “¡Te hago cagar a palos! ¿Cuál es el problema?”

Ahora acaba de ser propuesto por el alcalde porteño, Horacio Rodríguez Larreta, como nuevo jefe de la Policía de la Ciudad. Si, “propuesto”, dado que –según la Ley 5688– su nombre y antecedentes deben ser publicados por diez días en el Boletín Oficial y, de no haber en dicho plazo alguna impugnación de peso, se concretara el nombramiento. Una formalidad que también alcanza al titular de la Superintendencia de Operaciones, comisionado Gabriel Oscar Berard, a su vez elegido para la subjefatura de la fuerza.

El anuncio se hizo durante la mañana del último miércoles de 2017 en la Comisaría Comunal 4ª, del barrio de Parque Patricios. Acompañaba al jefe de Gobierno su ministro de Seguridad, Martín Ocampo, y el secretario de dicha cartera, Marcelo D’Alessandro. Fue precisamente este último –un abogado sin formación policial– quien desde mayo condujo esa mazorca en forma interina, a raíz del súbito arresto de su primer cabecilla, José Potocar, al ser procesado por coimas a comerciantes y trapitos. Claro que en aquel lapso las decisiones reales corrían por cuenta de la dupla Kevorkian-Berard. Durante la conferencia de prensa, el primero, un sujeto macizo como un toro pese a sus 66 años, ahora sonreía de oreja a oreja bajo su mirada torva y el cabello oscurecido con matizador.

El ladero de Palacios

Una carrera policial en Argentina supone tres décadas de servicio activo. Pero por algún milagro de la persistencia, Kevorkian lleva ya 46 años con uniforme y chapa. Primero en la Federal, después en la Metropolitana y finalmente en la Policía de la Ciudad. Por lo tanto, es un pedazo de historia viviente: desde que egresó en 1970 de la Escuela Ramón Falcón, supo transitar en patrullero dos dictaduras cívico-militares (la de Lanusse y la de Videla con sus sucesores), junto con la virulenta etapa constitucional de Cámpora, Perón e Isabel y, claro, todos los gobiernos democráticos surgidos a partir de 1984.

De modo que en sus años mozos integró la temible Superintendencia de Seguridad Federal, la élite policíaca más destacada del país durante el imperio del terrorismo de Estado. Y bajo las órdenes del comisario Juan Lapuyole –un alfil del general Albano Harguindeguy–, quien con Carlos Gallone y Miguel Ángel Timarchi dirigía el Grupo de Tareas 2 (GT2) que operaba bajo la órbita del Batallón 601. Allí el joven Kevorkian hizo amistad con otro sabueso de fuste: Jorge “Fino” Palacios. Ellos serían inseparables.

Al respecto, una anécdota. Durante la mañana del 23 de noviembre de 1991, Macri fue llevado a una casa de Parque Patricios para reconocer el sitio en el que había transcurrido su secuestro. Al llegar a un oscuro sótano rompió en llanto. Su sollozo entrecortado y agudo era casi infantil. En ese instante, un oficial lo estrechó entre sus brazos con fingida ternura. Se trataba de un tipo alto, con bigote tupido y mirada fría. La cuestión es que su gesto bastó para que el joven heredero recobrara la compostura. Es posible que entonces el uniformado no haya llegado a imaginar hasta qué punto aquellas palmaditas incidirían con el tiempo en su destino. No era otro que Palacios. Y 17años más tarde, Macri –ya ungido como alcalde porteño– le concedería el gran honor de diseñar y dirigir la Metropolitana. Una fuerza de amigos. Y formada por los amigos de los amigos. Tanto es así que Kevorkian no tardó en ser convocado.

De hecho, durante dos décadas él había sido en la Federal un destacado ladero del “Fino”. Pero la caída en desgracia de éste en 2004 no lo arrastró a Kevorkian. Por esos días se desempeñaba en la jefatura de la División Mitre (dependiente de la Dirección de Seguridad del Transporte), donde libró una ardua guerra contra vendedores ambulantes. Y aquel año –ya ascendido a comisario inspector– fue puesto al mando del Departamento de Delitos contra las Personas de la poderosa Superintendencia de Investigaciones. En 2005 pasó a ser jefe de la Circunscripción VII, con seis comisarías a su cargo. Y pasó a retiro en 2007 como comisario mayor, cuando era jefe de la Dirección de Sanidad Policial, de la que depende el Complejo Médico-Policial Churruca-Visca.

En 2009 –caído Palacios nuevamente en desgracia, pero esta vez en la Metropolitana por el escándalo del espionaje telefónico y su procesamiento por encubrimiento en la causa AMIA– Kevorkian fue nombrado coordinador del Instituto Superior de Seguridad Pública la academia de la aún no nacida Metropolitana. Desde semejante sitial supervisó las actividades preparatorias para su puesta en marcha, tarea que incluía contratos y licitaciones.

Después fue nombrado jefe de la Superintendencia de Investigaciones de esa fuerza. Y lo secundaría su discípulo, el comisionado Berard.

Dramaturgia represiva

A comienzos de 2014, hubo otro affaire de espionaje ilegal efectuado desde la Metropolitana. Uno de sus agentes, Alejandro Rivaud, estuvo infiltrado entre los sospechosos de una pesquisa penal por falsificación de entradas orquestada desde la barrabrava de River Plate. Todo indica que su misión encubierta fue cumplida de una manera tan impecable que el propio fiscal de la causa, José María Campagnoli no dudó en pedir su encarcelamiento, junto con el resto de los involucrados. Tal paradoja fue la que puso al descubierto su condición de “topo”, una actividad expresamente impedida por la ley. Aunque el Ministerio de Seguridad capitalino señaló que Rivaud no habría actuado por cuenta de la fuerza, en sus pasillos era un secreto a voces que en aquella tarea reportaba en forma directa Kevorkian, con quien mantenía un vínculo profesional de larga data. Tanto es así que aquel joven policía –cuando aún prestaba servicios en la Federal– no fue ajeno a la represión futbolera que en 2005 le causó la muerte al chico Fernando Blanco.

En este punto bien vale retomar dicha historia por un detalle que merece ser destacado. Aquel día Kevorkian ordenó que varios de sus hombres de civil –entre ellos Rivaud– se infiltraran en la tribuna del estadio de Huracán donde estaban los hinchas de Defensores para causar desmanes que justificarían la brutal represión desatada en los alrededores al concluir el partido.

¿Acaso no resulta familiar aquella metodología? Se trata exactamente del mismo modus operandi desplegado el 1º de septiembre por la Policía de la Ciudad durante el multitudinario acto que reclamaba la aparición de Santiago Maldonado: sujetos encapuchados que provocaron con vandálicos incidentes una cacería de manifestantes.

Un patrón operativo debidamente estrenado durante la emboscada con golpizas y arrestos arbitrarios a mujeres luego de la marcha organizada el 8 de marzo por el colectivo Ni Una Menos. Y que se repitió tanto en el sorpresivo ataque del 9 de abril a docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los dos Congresos como en la bestial celada a los cooperativistas que el 28 de junio se habían movilizado ante el Ministerio de Desarrollo Social. Por tal razón ni siquiera despertó el asombro que en la convocatoria contra la sanción de la reforma previsional ese ardid fuera parte del menú policial. Un ardid que lleva el inequívoco sello de Kevorkian y Berard.

Apenas nueve días después, Rodríguez Larreta presentó en sociedad a esos dos sujetos con las siguientes palabras: “Todo apunta a garantizar cada vez mejor seguridad para los vecinos”.

Kevorkian seguía sonriendo de oreja a oreja.

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