El ataque del perro Perroni a las costillas de Bressi

Fuente: Ricardo Ragendorfer | Nuestras Voces
Fecha: 15 de MAYO 2017

Cómo se erige un jefe de Policía Bonaerense que debe asumir mustiando la sórdida aclaración de “no soy ningún torturador” y lleva cosida la sombra del secuestro y asesinato de Bru en su Abrigo. Perroni, el jefe al que le gusta forjar cuchillos de acero y se jacta de ser un gatillero. Cómo cayó Bressi, rodeado de traiciones y chanchullos. El poder en las sombras de Matzkin. Los hombres de Ritondo y los comisarios que todavía tienen predicamento en la tropa. Las “no” opciones de Vidal. Todas las cajas. La Caja.

Corría la tarde del 9 de mayo cuando el subjefe de La Bonaerense, comisario general Rubén Fabián Perroni, recibió una llamada telefónica efectuada desde el Ministerio de Seguridad. Durante unos minutos escuchó en silencio la voz que le hablaba por el otro lado de la línea. Y finalmente, dijo:

–Sí, señor. Voy enseguida para allá.

No obstante, antes de ir al encuentro del ministro Cristian Ritondo hizo una breve escala en el despacho del jefe de la fuerza, Pablo Bressi.

Ese hombre alto, de mirada torva y cutis poceado lucía alicaído. Masticaba la amargura del adiós, puesto que su eyección del cargo era ahora imposible de revertir. Una hora antes había sido arrestado su dilecto amigo, el comisario Alberto Miranda. Una estocada –en perspectiva– previsible.

El tipo estaba al mando de las Plantas Verificadoras de Automotores, una de las cajas más generosas de la mazorca provincial. El origen de su infortunio: una “batida anónima” sobre la llegada de la recaudación mensual a su oficina de Villa Tesei. Los datos hasta incluían la hora exacta de la entrega. De modo que la patota de Asuntos Internos sorprendió al pobre Miranda con las manos en la masa. Y su única reacción fue revolear fajos de dinero –alrededor de 200 mil pesos– por el aire.

Lo cierto es que Bressi no exhibió ni una pizca de asombro por la dinámica del acontecimiento. De hecho, también fue una “batida anónima” la que había propiciado –en febrero de 2016– el escandaloso arresto de tres oficiales muy afines a él por brindar protección a narcos en Esteban Echeverría. Al igual que –en abril del mismo año– el hallazgo en la Jefatura Departamental platense de los 36 ya famosos sobres con billetes, y sin otro propósito que enlodar el buen nombre y honor del ex jerarca de aquel coto, Alberto Domsky, quien acababa de ser sumado a su entonces flamante plana mayor. Recién a 13 meses de esa maniobra, otro soplo destituyente impulsado desde las entrañas mismas de La Bonaerense impactaba por fin de lleno en su cuestionada gestión. Lo que se dice, un triunfo de la persistencia.

Porque el ascenso de Bressi a la cúspide de la fuerza –sugerida en diciembre de 2015 por su antecesor, el aún hoy influyente Hugo Matzkin, a Ritondo y éste, a la gobernadora María Eugenia Vidal– encendió el fuego de la discordia en algunos miembros del comisariato que habían cifrado en la transición sus ilusiones de grandeza.

Entre los más heridos resaltaba el jefe de Investigaciones, Néstor Larrauri, quien fue lanzado al ostracismo junto a su lugarteniente, Roberto Di Rosa, a cargo de la DDI de Quílmes. La suerte también le fue esquiva al mandamás de la Zona Oeste, Carlos Grecco -quien tuvo efímera notoriedad por encubrir en 2008 a los secuestradores del empresario Leonardo Bergara– y al de Delitos Complejos, Marcelo Chebriau, entre cuyas hazañas resalta haber malogrado intencionalmente la pesquisa por el crimen de la niña Candela Sol Rodríguez.

Todos en la actualidad siguen gozando de predicamento en ciertos sectores de la corporación policial y además conservan intacta su capacidad de daño.

En el transcurso de ese martes negro Bressi no tuvo dudas de que en alguno de ellos estaba la autoría intelectual de su decapitación.

Perroni, quien compartía tal creencia, sólo atinó a declamar alguna frase de consuelo. Y tras un sentido abrazo, se retiró.

Sabía que Matzkin, en su rol de consiglieri oficioso del Poder Ejecutivo con asiento en La Plata, supo orientar anticipadamente los términos de la sucesión. Fue allí donde entró a tallar su figura. Otro triunfo de la persistencia.

Cuidado con el Perro

Cuesta creer que ese hombre canoso, parco y algo excedido de peso haya sido en sus años mozos delantero en las inferiores de Gimnasia y Esgrima. Ahora, a los 51 años y tras una trayectoria policial zigzagueante, el “Perro” –tal como lo llaman en alusión al apellido– se vio obligado a debutar en el máximo sitial de La Bonaerense con una aclaración por demás sombría: “Yo no soy ningún torturador”.

Aquella frase remite a una historia ocurrida en el ya lejano invierno de 1992, cuando el entonces oficial principal Perroni prestaba servicios en la comisaría 9ª de La Plata. Por esos días, junto con el jefe de calle de esa seccional, Walter Abrigo, irrumpió en el domicilio de un tal Ramón Silva, un presunto pistolero sospechado de integrar una banda abocada al asalto de carnicerías. Pero el tipo no estaba allí; en cambio, se llevaron a un amigo suyo, Julio César Medina. Y fue sometido a impiadosos apremios ilegales. Además le plantaron un revolver para involucrarlo en la causa. Ambas cuestiones hicieron que el juez Ernesto Domenech procesara a los dos policías. Por aquel expediente Perroni pasó en 1997 una breve temporada tras las rejas. Finalmente, Abrigo y él salieron bien librados del tema por no ser identificados en el reconocimiento. Cabe recordar que por aquella época Abrigo, un ser temible hasta para sus colegas, tenía otro problemita: era el imputado más comprometido en el secuestro y asesinato del estudiante de periodismo, Miguel Bru, ocurrido en 1993.

Con respecto a su situación en la causa por torturas, Perroni esgrimió –según el portal Diario Full, de La Plata– el siguiente argumento: “El defensor tenía la costumbre de aconsejar a los detenidos que hicieran denuncias por apremios para desviar la investigación. Ellos dijeron que Abrigo los apremió, y que con él había un muchacho gordito que se hizo llamar ‘El Perro’. Pero ‘El Perro’ soy yo, no el que estaba ahí. Ese policía habrá pensado que haciéndose pasar por mí le iban a dar información”.

En esa y en otras entrevistas Perroni puso todo su empeño en diferenciarse de Bressi y sus prácticas non sanctas, además de dejar bien sentada su ajenidad al círculo de adláteres del omnipresente Matzkin, a quien describe una y otra vez como el prototipo del policía indeseable.

En relación al jefe saliente –su compañero de promoción y amigo desde la pubertad en el Liceo Policial– no es un secreto que con él supo articular un sistema tributario idéntico al que imperó en la década del noventa, durante el reinado del legendario Pedro Klodczik: las “cajas” del área de Investigaciones son administradas por el jefe de la fuerza y las del área de Seguridad, por el segundo en el mando; o sea, el Perro en persona.

Perroni bien sabe que una fuerza que se autofinancia en una fuerza que se autogobierna. Y que el mérito del “Polaco” –como se lo llamaba a Klodczik–fue haber dotado a la institución de un sesgo empresarial. Pero tampoco ignora el eje de su legado corporativo: el sistema de los delfines. Un sistema a través del cual el poder de los caciques no se diluye con su pase a retiro, sino que se perpetúa a través de un código rayano a la heráldica, donde anida un complejo mapa entenados, hombres de confianza y sucesores.

En dicho contexto, su posición crítica hacia Matzkin no sería más que una cuidadosa puesta en escena seguramente urdida con él.

“Todavía estamos pagando las consecuencias de la mala gestión de Matzkin que vació las comisarías”, se esforzó en remarcar en una entrevista publicada el 13 de mayo en el diario La Nación.

Pero fue precisamente Matzkin quien a fines de 2013 lo puso al mando de la Jefatura Departamental de Lanús, un destino muy codiciado por sus múltiples fuentes recaudatorias.

Con anterioridad Perroni había cumplido funciones idénticas en San Isidro, Almirante Brown y Mar del Plata. Allí –por caso– no dejó un buen recuerdo a raíz del notable crecimiento del delito durante su gestión. Tanto es así que su labor principal fue reorganizar las comisarías para que quedaran liberados los accesos norte y sur de la ciudad, una medida que agilizó el ingreso de drogas y la salida sin inconvenientes de vehículos robados en esa urbe. Con tal mácula a cuestas volvió presurosamente al Gran Buenos Aires. Aún así Matzkin le dio otra oportunidad.

Sin embargo su paso por Lanús también produjo más sombras que luces. Al igual que en la Ciudad Feliz, la presencia del Perro coincidió con un aumento exponencial de los índices delictivos. A eso se le añadía el descontrol policial, las zonas liberadas y el quiebre del Foro de Seguridad. Un vidrioso combo no sin su correlato civil: quejas de vecinos, marchas y un cúmulo de acusaciones contra los uniformados.

Fue en esa etapa de su carrera cuando la silueta ancha y rozagante de Perroni saltó por primera vez a los medios nacionales en razón a un luctuoso hecho: el ataque de vecinos del asentamiento Villa Iapi, en Quílmes, a policías de Lanús que habían abatido a un supuesto ladrón de 15 años. La pueblada –ocurrida el 14 de abril de 2014 –incluyó la quema de patrulleros, pobladores detenidos y un agente con un tiro en la mandíbula por efecto del llamado “fuego amigo”.

En tales circunstancias, Perroni enfrentó las cámaras para resumir: “Toda la villa se le vino encima al personal policial”.

Dos semanas después, el Perro fue separado del cargo y también del servicio activo. Los motivos aún hoy son inciertos.

Por lo pronto, su versión al respecto no despeja la incógnita: “Me fui yo; no me echaron. No quería ser cómplice de Matzkin. Serlo para mí era mucho más traumático que quedarme sin laburo”.

En cambio, el otrora jefe máximo no se expidió sobre la cuestión.

El Perro estuvo más de un año sin destino. Y mitigaba las horas muertas del destierro entregado a su hobby preferido: forjar cuchillos de acero. En agosto de 2015 viajó a Santa Fe para un curso de cuchillería artesanal.

Mientras tanto la ciudad de Lujan estaba sumida en el caos; en medio de una inundación histórica había muerto un vecino durante un asalto y además hubo una fuga de 12 presos en la comisaría local.

Él miraba dichos acontecimientos por TV. En ese instante sonó su celular; lo llamaba nada menos que Matzkin desde esa seccional, sitiada por una multitud furiosa. Y le pedía que le dé una mano.

Sin dudarlo, Perroni subió a su auto y atravesó 400 kilómetros para ir en su auxilio. Se ve que entre ellos había una relación de amor y odio. El epílogo de esa historia –relatado por él– abona tal impresión: “Matzkin me recibió con un beso en la frente y se fue”.

A partir de entonces estuvo al frente de la Departamental Luján-Rodríguez. Y a fines de aquel año se convirtió en el segundo de Bressi en la mismísima conducción de La Bonaerense. Ahora –ya se sabe– es su jerarca principal.

El mejor amigo del hombre

“Cuando cae preso un chorro de uniforme, sus compañeros se sienten bien. Si hay algo peor que un ladrón, es un policía ladrón”, soltó Perroni al cronista del sitio Notiuno; pero era como si hablara para los lectores de la revista Billiken.

Se nota que el flamante jefe de La Bonaerense trabaja con denodado ahínco en la construcción de su propia imagen, la del policía comprensivo pero duro, inflexible pero humano. Y sobre todas las cosas, impoluto. En definitiva –y a tono con las autoridades políticas que lo designaron–, su primera misión en el cargo es el marketing de sí mismo.

Tanto es así que desde el Ministerio de Seguridad se difunde un perfil que destaca la cintura operativa y el gran conocimiento callejero de este muchacho ya maduro que se crió –y sigue viviendo– en el barrio de Los Hornos. Un muchacho al que –según esa misma fuente– no le falta valor. Y dicen de él que hizo toda su carrera en comisarías, que representa un nuevo arquetipo para la pelea contra la delincuencia, que estuvo en decenas de tiroteos, que va al polígono una vez por mes y que dispara como pocos la nueve milímetros.

Perroni mismo se ufana por su impronta de gatillero, y con frases no exentas de cierto dramatismo: “Mi mayor miedo es que un día se me trabe el arma” o “A mí no me mataron porque los delincuentes no saben tirar” o “Jamás comí un asado con un chorro; sólo los he enfrentado a tiros”. En rigor, palabras que dejan picando un interrogante: ¿Cuántas muescas fatales tendrán las cachas de su reglamentaria?

En tanto cierta prensa pone de relieve que su vida privada no es como la de su antecesor, con denuncias de sus ex parejas por violencia de género. Hombre familiero si los hay, Perroni lleva casi tres décadas casado con la novia de la adolescencia, una empleada del Ministerio de Educación con la que tiene dos retoños que trabajan en las oficinas administrativas de La Bonaerense.

Y ni hablar del carácter ejemplar de su declaración jurada: apenas una casita en Mar del Plata de 440 mil pesos, un auto de 190 mil y ahorros por 300 mil. Un símbolo viviente de la frugalidad.

Ese es desde ahora el timonel de la fuerza que hizo de la recaudación ilegal su sistema de sobrevivencia. Un nuevo packaging para una vieja marca. La marca de la gorra.

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