Constitución nacional y extorsión mediática

La fiscal de la nación Cristina Caamaño afirmó en estos días que estaría de acuerdo en la apertura de una discusión sobre una reforma constitucional en el país. No dijo que fuera urgente la convocatoria hizo de la propuesta el centro de gravedad de la política argentina en esta coyuntura: simplemente dijo que, según su parecer, sería oportuna en algún momento. Rápidamente se activaron los reflejos pavlovianos de la comunicación del régimen para poner en acción todo el sistema de señales: “la presidenta de la organización “kirchnerista” Justicia Legítima propone cambiar la constitución argentina por una nueva de corte chavista y antiliberal” (creo que ningún medio lo dijo así pero ese fue claramente el contenido de la manipulación en la mayoría de los casos). Como siempre, las palabras y su significado dejan de ser herramientas de un diálogo para convertirse en un arsenal dirigido a la destrucción del adversario.

Hasta aquí no hay nada novedoso. Una rápida mirada a los editoriales del diario La Nación de los últimos sesenta o setenta años revelaría el uso y abuso del sonsonete oligárquico que aparece cada vez que alguien habla de reformar la constitución. La doctrina de la tribuna dice –cada vez que lo considera necesario para la defensa de sus intereses- que la constitución tiene una parte “pétrea” o “dogmática” (es decir inamovible) que es la que refiere a los derechos y garantías. De esos “derechos y garantías”, el que más obsesiona al mitrismo (y a sus nuevos y no tan nuevos acólitos) es el derecho de propiedad. Muy en particular –como se demostró cuando Grabois habló de la reforma agraria- el de la propiedad de la tierra. Parece que el régimen de propiedad de la tierra es la verdadera constitución que defienden, aquello que consideran la constitución originaria de la patria. La colusión con el gran capital económico y financiero global no los aparta de sus fuentes históricas.

Lo nuevo está en la coyuntura política que vivimos. Para decirlo rápidamente, lo nuevo es el giro que ha tomado la política argentina con la decisión de Cristina de poner a Alberto Fernández al frente de la fórmula presidencial y con el éxito rotundo que ese giro táctico-estratégico obtuvo en las urnas el último 11 de agosto. Alberto es la promesa de un nuevo punto de partida para la disputa política en la Argentina, la propuesta de una recuperación del sentido histórico de los gobiernos de Néstor y Cristina y, al mismo tiempo, de una revisión de las formas y de los caminos para lograrlo. El candidato dice que no hace falta una ley de medios y propone, en cambio, la utilización y actualización de la legislación de defensa de la competencia. Afirma que no es necesaria una nueva constitución porque con la actual puede avanzar una política de recuperación y ampliación de derechos. Sostiene que no va a interferir en la acción del Poder Judicial, aunque agrega que un sector de éste ha producido mucho mamarracho jurídico en los últimos años. Todo el discurso del candidato apunta a lograr que en el centro de la discusión esté la necesidad y la urgencia de una rápida reparación de los daños sufridos por la población, especialmente por los sectores más débiles, en los últimos años.

¿Significa eso que la prudencia política, particularmente en el tiempo de la campaña electoral obligue a silenciar cuestiones que por su alta sensibilidad social pueden generar ruidos negativos? Ante todo, ¿quién decide sobre la “sensibilidad social” de lo que se dice o lo que no se dice? ¿Estamos seguros de que una discusión sobre el régimen de propiedad de la tierra o un proceso de transformación del poder judicial, por ejemplo, escandalizan a grandes mayorías populares? ¿O se nos propone una especie de derecho a veto de las clases dominantes sobre cuál es la lista de los temas de debate “habilitados” por el pensamiento políticamente correcto y cuáles deben ir a la papelera de reciclaje?

Ciertamente una nueva constitución no garantiza por sí misma el éxito de un proceso democrático. Hubo transformaciones sin cambios constitucionales y cambios constitucionales que no aseguraron el éxito de procesos transformadores. En Argentina, por ejemplo, hubo una constitución radicalmente nueva y distinta, la de 1949, que se aprobó después de un intenso proceso de reformas sociales y que unos pocos años después fue derogada, no en aplicación de lo previsto por el artículo 30 de la Constitución de 1853 sino por un bando de un régimen militar, faccioso y criminal. Ahora bien, ¿no puede pensarse que en determinadas circunstancias la discusión pública sobre el orden, sobre el régimen político (que eso es una constitución) es una herramienta poderosa a favor de una transformación dirigida a la profundización de la democracia?

Es muy probable que la democracia argentina esté necesitando salir de este régimen de extorsión. De esta capacidad que tienen los grandes emporios mediáticos de dictaminar cuáles temas entran y cuáles no en la agenda política. No es un mal momento para intentarlo. Los publicistas del “peligro chavista”, defensores de la república y el liberalismo vienen de defender de modo sostenido y por momentos dramático a un régimen que empobreció al país como comunidad y a la inmensa mayoría de sus habitantes, que enajenó la soberanía, que cultivó la violencia, utilizó al poder judicial para sus ínfulas políticas autoritarias y hasta para los intereses privados de sus más altos jefes. ¿A quién puede esta gente acusar de antiliberal o antidemocrático?

Por otro lado, es cierto que estamos en una inflexión de nuestra historia política en la que intentamos experimentar una ampliación de la base de sustentación de un proceso de recuperación nacional y social. Pero también es cierto que el proceso de reparación que estamos queriendo abrir no es ni puede estar basado sobre la premisa de que los responsables de la catástrofe (que no son simplemente un poder ejecutivo, sino que son un fuerte y consistente bloque social) vayan a ceder mansamente sus privilegios por razones humanitarias. Tenga la forma y los tiempos que tenga, tenemos en el horizonte una lucha política. Y parece que lo más inteligente sería no dejar que el temario de esa confrontación nos venga dictados desde las usinas que nos llevaron a esta dolorosa situación.

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