La derrota del marketing

Fuente: Mariano Szkolnik * |  Nueva Sión

Fecha: 14 de agosto de 2019

Celebradas las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), se desató un terremoto político de proporciones. Diseñadas para dirimir internas partidarias de modo abierto y transparente, en los hechos funcionan como una aproximación bastante ajustada de las preferencias políticas de la población, en vistas a la elección general. La fórmula del Frente de Todos se impuso por 16 puntos porcentuales sobre la boleta que proponía la reelección de Mauricio Macri, en tanto que Axel Kicillof lo hacía por 18 puntos sobre la gobernadora María E. Vidal. ¿Cómo entender no sólo los vaivenes de la política económica del gobierno de Cambiemos durante los últimos casi cuatro años, sino también su catástrofe electoral del domingo pasado? La política económica llevada adelante por Macri a partir de diciembre de 2015 no constituye una excepción histórica, ni mucho menos una novedad. Muy por el contrario, se inscribe en un extenso linaje que, en su versión moderna, se remonta hasta mediados de los años ‘70, momento en el cual la sociedad argentina se hundía en la larga noche dictatorial.
Los tres ciclos neoliberales

Al comando de José Alfredo Martínez de Hoz, el gobierno cívico-militar que asaltó el poder en 1976 impuso profundas transformaciones estructurales como intento consciente de desmantelamiento del modelo de producción industrial orientado al mercado interno, vigente desde la segunda posguerra. La industrialización por sustitución de importaciones, el desarrollo de una trama de producción local para proveer de maquinarias e insumos a la industria en proceso de crecimiento y diversificación, el pleno empleo de la fuerza de trabajo y la incorporación de las clases trabajadoras al esquema de poder, fueron atacados en el contexto de una feroz represión. El país probaría los amargos frutos de la especulación financiera sostenida por el endeudamiento externo (tanto público como privado) y la apertura comercial indiscriminada, a la par que los derechos sociales eran prácticamente pulverizados. Ese primer experimento neoliberal colapsó en medio de tensiones económicas, sociales y políticas, una guerra con la OTAN, y 30.000 desaparecidos.

El gobierno democrático surgido en 1983 estuvo condicionado por el descalabro financiero y productivo heredado del Proceso, con una deuda externa inmanejable y cuantiosas transferencias hacia los sectores concentrados locales, medidas incompatibles con cualquier esquema de distribución equitativa del ingreso social. De las cenizas de un Estado arrojado a la bancarrota, surgió el segundo experimento neoliberal. Fue Domingo Cavallo quien retomó la infausta antorcha de Martinez de Hoz, profundizando la estrategia: privatización de activos y empresas públicas, extranjerización de las principales empresas y bancos locales, precarización y expulsión de cientos de miles de empleados del mercado de trabajo, endeudamiento récord, y nuevamente la habilitación oficial para la especulación financiera y la fuga de capitales, fueron aspectos que signaron la etapa enmarcada en el Plan de Convertibilidad. Dos años de interinato de Fernando De la Rúa pretendieron extender la vida de un modelo, a esas alturas, más que agotado. La consecuencia fue el estallido de diciembre de 2001, suscitado a partir de la restricción del acceso a los depósitos bancarios, a lo que se sumaron saqueos a supermercados en los barrios periféricos por parte de sectores empujados a la pobreza y la indigencia, con un saldo general de una treintena de muertos a manos de las fuerzas represivas.

El gobierno de Mauricio Macri, asumido en diciembre de 2015, encarna el tercer experimento neoliberal de esta saga. Con una formidable estrategia de marketing (ver La Victoria del Marketing, nuestra columna de opinión de diciembre de 2015), el empresario contratista concitó el interés del electorado al prometer “mejorar todo aquello que se había hecho bien”, poniendo especial foco en la inversión productiva extranjera, el estímulo a las economías regionales, al tiempo que declamaba el respeto de todos los derechos adquiridos por la población durante la etapa previa. En realidad, se trataba de la punta de lanza de un nuevo ciclo de apertura comercial, especulación financiera, endeudamiento externo y fuga de capitales, garantizada por el FMI a través de una serie de acuerdos firmados a contramano de sus propios estatutos. A los pocos días de asumir, el gobierno exhibió las cartas que escondía bajo la manga: mediante la reducción de retenciones, en simultáneo con la devaluación del peso, enriqueció instantáneamente al ya opulento complejo agroexportador. Aquella cesión de recursos por parte del Estado tuvo su correlato en la eliminación de los subsidios al consumo, traducidos en nuevos cuadros tarifarios por la prestación de servicios básicos que redujeron más que sensiblemente el ingreso de los sectores populares. El “sinceramiento de tarifas” no era más que una parte de la estrategia de redistribución regresiva de los ingresos. Lejos de tratarse de “errores” de la política económica, la acción de gobierno fue consecuente con el ideario que la sustentaba: menos Estado, más mercado, y que sobrevivan los sectores internacionalmente competitivos.

El tercer ciclo neoliberal produjo nada menos que cuatro millones de nuevos pobres, la paralización de la actividad productiva, y el desfinanciamiento de la seguridad social, junto con abultados compromisos externos que, de no ser renegociados, comprometerán la gobernabilidad y la paz social durante los próximos años.

Cambiar a Cambiemos

Las Primarias Abiertas celebradas el domingo 11 de agosto asestaron un duro golpe a la alianza gubernamental. Las apelaciones fluviales a “cruzar el río hasta llegar a la orilla”, sumado a la saturada exhibición del asfalto como única política pública, chocaron contra la realidad de una población cuyo bienestar se encuentra en baja. Podría decirse que el presidente Macri fue el mejor jefe de campaña de la fórmula Fernández-Fernández: su manifiesta tozudez a reconocer la realidad angustiante que padecen millones de personas, y su inquebrantable fe en un rumbo económico que condujo al colapso productivo, convirtieron a la fuerza opositora en una alternativa viable de gobierno. En este sentido, las PASO no sólo plebiscitaron el rumbo de la gestión de Cambiemos, sino que evidenciaron el quiebre de la legitimidad que el macrismo supo construir con el apoyo de los medios masivos de comunicación. Ya no alcanza con un Macri haciendo chistes de fútbol por fuera de todo protocolo, bailando un pasito sincopado ante las cámaras de TV, o declarando su amor a la jefa del FMI: es necesario poner en marcha la economía real. Al menos ese parece ser el juicio de las mayorías.

Al día siguiente de los comicios, el presidente se mostró ofuscado con un electorado que le resultó esquivo. La mañana económica arrancó con una corrida contra el peso, sin que las autoridades el Banco Central ofreciesen otra respuesta más que la venta de divisas. Por la tarde, Macri responsabilizó a la oposición triunfante por la inestabilidad económica que, paradójicamente, su gobierno alimentó desde el primer día de gestión. El candidato perdedor argumentó que “hoy ante el resultado favorable para el kirchnerismo, el dólar volvió a subir. El problema que tenemos es que la alternativa no tiene credibilidad”, y exigió una “autocrítica” a la fuerza política triunfadora. Lejos del típico discurso de rigor (“entendimos el mensaje de las urnas, así es la democracia, haremos los cambios que sean necesarios”), Macri atendió más a “la decisión de los mercados” (manifestada en la corrida), que al dictado de la voluntad popular… No lo hizo inocentemente, sino a modo de advertencia cuasi mafiosa: “Los argentinos debemos decidir si vamos al pasado, que nos lleva a lo que pasó hoy”. De todos modos, todos los análisis de estas horas coinciden en que el resultado del domingo prefigura la victoria frentetodista de octubre, más allá de las amenazas y el desequilibrio anímico de la máxima autoridad política.

¿Qué podía salir mal?

Las infografías en todos los diarios muestran hoy un país pintado de azul. Salvo en Córdoba y la Ciudad de Buenos Aires, el Frente de Todos se impuso en todas las provincias. La imagen es el exacto reverso de lo que sucediera en 2015 y 2017 cuando, exultante y danzarín, Macri festejaba la por entonces llamada “Ola Amarilla”. ¿Cómo logró el gobierno cambiemita dilapidar tan rápidamente su capital político? Cuatro años es poco, en términos históricos. Pero en la escala de los proyectos personales, de la vida humana, es mucho. Se pueden resignar gastos varios, pero cuando las familias ven serias dificultades en sostener el consumo de los bienes de la canasta básica alimentaria, se encienden las luces de alarma. Ese es el límite fáctico, político y cultural del neoliberalismo.

¿Por qué un modelo que sistemáticamente conduce al endeudamiento externo, la miseria interna y el estallido social, iba a resultar exitoso en su versión 2015-2019? Creer que la consecuencia no se desprende de su causa manifiesta, es propio del pensamiento acrítico (si se nos permite el oxímoron): la misión Apolo XI a la Luna fue un montaje hollywoodense, las vacunas son una farsa, la tierra es plana, el neoliberalismo es la mejor forma de organizar una sociedad. El gobierno que, al cierre de esta nota, pierde legitimidad a la velocidad de la luz (con un Macri prometiendo cambios, mejoras, reparaciones, cuando el iceberg ya dañó el casco del barco), fue exitoso si se trataba de beneficiar al capital financiero, al complejo agroexportador, y a las empresas energéticas, sectores que multiplicaron sus ganancias prescindiendo de la indómita mano de obra local. Paradójicamente, la estrategia económica consistió en sentar las bases de un “capitalismo del no consumo”, término que debería figurar, junto con la birome y el dulce de leche, en la galería de los “inventos argentinos”.

A diferencia de lo que ocurre en otros países de la región, donde el neoliberalismo se ha constituido en el modo de pensar y actuar hegemónico, nuestro país muestra resistencias, una y otra vez. Éstas no son producto de una “idiosincrasia” particular, del origen migratorio de una parte importante de la sociedad, o de un rasgo cultural metafísico. Es la organización colectiva (sindical, partidaria, social, comunitaria y barrial) la que planta la bandera de los derechos adquiridos allí cuando se los quiere sacrificar en nombre de un “mañana eficiente”, o de un “más allá” incierto a los sabios ojos de la mayoría de la población.

* Sociólogo. Profesor de la UBA.

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