La rosca delictiva y su contexto político

Fuente: Edgardo Mocca | Página 12
Fecha: 07 de ABR 2019

La colusión entre política, poder judicial, medios de comunicación y servicios de inteligencia no es un hecho nuevo en nuestro país. Sin ir más lejos la dictadura que gobernó entre 1976 y 1983 tiene todos esos condimentos y un agregado, el de las fuerzas armadas activamente comprometidas en la persecución y aniquilación de lo que en aquel momento había sido designado como el enemigo por el bloque social dominante, plenamente alineado –igual que ahora– a la agenda global de los Estados Unidos.

Sin embargo la dinámica desatada por el escándalo del ex periodista estrella Marcelo Dalessio tiene un lugar específico en esta larga historia. Esa especificidad no consiste solamente en que se desarrolla bajo las formas de la democracia recuperada en 1983. Durante estos 35 años han surgido poderosas respuestas democráticas y populares contra la maquinaria de ocultamiento de los delitos cometidos por los poderosos. Los nombres de María Soledad Morales y Marita Verón son, entre muchos otros, símbolos de una reserva profunda de sentido de la legalidad en una sociedad sistemáticamente golpeada por la impunidad de los poderosos. Y la actividad de los movimientos por los derechos humanos, la recuperación de la identidad de los nietos de las víctimas del terrorismo estatal, las variadas resistencias sindicales y sociales contra los atropellos del poder, forman parte de una larga y rica experiencia en la que la sociedad argentina ha puesto obstáculos al ejercicio del poder fáctico contra los derechos que la ley y la constitución argentina reconocen.

Lo nuevo que se pone en acción con las revelaciones del caso Dalessio no está, entonces, en esa capacidad de resistencia social a la prepotencia de los poderosos instalados en el centro del poder judicial y en la estructura operativa del espionaje político, los aparatos mediáticos y las estructuras partidarias o protopartidarias. Lo nuevo es la inserción del acontecimiento en un país atravesado por el antagonismo político más intenso vivido en nuestra patria desde los orígenes del peronismo en 1945. Con D’Alessio, Stornelli, Santoro y compañía se alinean todos aquellos sujetos cuya brújula política tiene un norte que no se somete a discusión: la eliminación de todo vestigio de populismo en nuestro país. Si se cambia la palabra “populismo” por la palabra “subversión”, el discurso del frente oligárquico actual evoca y hasta cierto punto reproduce la red de complicidades políticas, culturales y sociales que dieron vida y sostuvieron el régimen del terrorismo de estado.

La gran novedad radica en la inserción de este episodio –con su inédita carga de podredumbre y sentido de impunidad de sus protagonistas– en una trama política signada por la continuidad y profundidad de ese antagonismo. A pocas horas de que se conociera la denuncia del empresario Etchebest, profusamente documentada, empezó una operación que ilustra este enfoque. Elisa Carrió fue –como es habitual desde hace mucho tiempo– el portaestandarte de esa operación: todo es un invento de un juez “de la Cámpora”, forma contemporánea de nombrar a lo que en otros tiempos se llamaba “la subversión apátrida”. Rápidamente la planta permanente de la corrupción periodística salió a reforzar esa interpretación del mismo modo en que lo hace siempre: falseando la verdad, provocando, embarrando la cancha. Son muchos los que sienten el suelo temblar bajo sus pies. La mayoría de ellos son los que sostuvieron de modo canallesco durante muchos años que quienes asumían posiciones favorables a los gobiernos kirchneristas eran mercenarios que vendían falsedades. Muchos que hicieron fama y fortuna entregándose lisa y llanamente al libreto de Estados Unidos –a través de vínculos promiscuos con su embajada local– y los grupos económicos más poderosos.

Si la investigación está viva y fortalecida en su avance es por la valentía del juez Alejo Ramos Padilla y por la existencia en el país de un amplio frente democrático que no retrocede frente a la provocación y la mentira. Por eso son miles y miles los que se agolpan en los tribunales para defender la continuidad de la investigación asediada desde la cumbre del gobierno, por el ministro de “justicia” Garavano y por el propio Macri. Mientras tanto el devaluado presidente confunde su rol con el de un patrón de estancia. Cree que puede descalificar al juez y ordenar su destitución como si no existieran leyes, constitución e instituciones.

En situaciones así, suelen aparecer y de hecho aparecen quienes sostienen que no hay que poner estos episodios en el centro de la atención pública porque eso sólo sirve para tapar el caos económico y el drama de vastos sectores de la población causado por el gobierno formalmente encabezado por Macri. Por el contrario, el caso revela la trama íntima que sostiene el plan neocolonial y regresivo. Desnuda la existencia de una rosca de poder, de un nuevo régimen que desde diciembre de 2015 gobierna bajo una cada vez más débil fachada institucional e intenta degradar la vida política argentina como camino para consumar sus planes estratégicos en el país. Ese régimen tiene su terminal en el gobierno de Estados Unidos. Fue el embajador de ese país quien dijo al asumir su cargo que venía a “colaborar” con la justicia argentina: “Mi intención, dijo, es continuar trabajando con los abogados y jueces de la Argentina para mejorar el sistema judicial y fortalecer la confianza de la gente en el sistema judicial”. No sin aclarar inmediatamente que se refería al esfuerzo por aumentar las posibilidades competitivas de las empresas estadounidenses en la Argentina.

La ayuda, finalmente, se reveló inmejorable. Hoy es imposible interpretar la crisis orgánica de poder desatada por el caso D’Alessio como otra cosa que la caída del velo de impunidad para las operaciones ilegales de los servicios, sus confidentes políticos, jueces y periodistas. Operaciones sistemáticamente destinadas a sostener una prioridad política: el ataque sistemático a las fuerzas populares y democráticas, su descrédito público y su castigo bajo el imperio del nuevo código procesal penal de facto que se conoce con el nombre de Irurzun. Las extorsiones, los aprietes y las operaciones periodísticas que toman estado público en estas horas no son otra cosa que el lado hasta hoy relativamente oculto de un operativo político destinado a paralizar y derrotar cualquier resistencia al proyecto político que hoy lleva al caos económico y al extremo deterioro de las condiciones de vida de la gran mayoría de la población. Se juega algo muy decisivo para nuestro futuro.

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